—Te doy las gracias por tu visita, Francisco. La paz de Dios sea contigo en este lugar de recogimiento, donde yo mismo, como ves, soy medio huésped, medio penitente. Puedo ofrecerte solamente lo que poseo y no debes tomarlo a mal si, a causa de la paz de mi alma, no te retengo mucho tiempo. Antes de ponerme en camino hacia Toledo, he querido limpiar mi alma de toda escoria. Siéntate, Francisco, y cuéntame de dónde vienes, cómo me has encontrado y cómo puedo yo ayudar a un valiente capitán como tú, en mi calidad de pariente.
—Te agradezco, Hernando, que me honres hablándome así. Eres tú ahora la estrella brillante de Castilla. Puedes creerme, bajo palabra, que sabemos todo cuanto a ti se refiere. Yo sé todas tus cosas por boca de soldados que contigo servían. La fama pregonó todas tus hazañas, y aquellos que son más duchos en leer de lo que yo lo soy, han leído tus cartas al rey, a quien yo también quiero acudir.
—-¿También tú buscas a Carlos?
—Repito tus propias palabras cuando digo que perturbo la tranquilidad de tu alma si dispongo excesivamente de tu tiempo. Tú fuiste bondadoso y te acuerdas de nuestro único encuentro con Ojeda. Sabías también que aquella expedición terminó con muertos, derrotas y perdición. Pocos salieron con la piel entera. Entonces quedé harto de las islas. Marché hacia el sur… No necesito contarte quién era Balboa. Estuve con él, Hernando. Tú has visto muchos países, muchos más de los que nosotros podemos esperar ver en toda nuestra vida. Pero no conoces ese sentimiento… Seguí a Balboa, con un pequeño ejército. Pasamos por Darién, trepamos por la montaña… Balboa, siempre delante. Y nunca olvidaré cuando gritó: "El mar…, el mar." Entonces divisamos el mar del sur, allí donde el continente entre los dos océanos es más estrecho… Tú sabes todo lo que después sucedió con Balboa… Tuve bastante. Cuando se hablaba de ti y de los milagros que tenían lugar en Méjico, me quedaba excitado y no podía pegar los ojos en toda la noche… No ser nunca más que capitán, nada más; no pasar de aquí. Nosotros, al sur de todas las restantes posesiones de la corona española, oíamos a menudo noticias que a vosotros no os hacían soñar. Viene gente, aprenden el idioma de los indios, entienden sus palabras, sus leyendas… Al sur, mucho más al sur, existe un país de cuento, un país lleno de oro. Allí vivían los hijos del sol… Debes entenderlo; lo debes haber experimentado en tu propio cuerpo… Uno se sienta esperando la buena suerte. El gobernador es avaricioso y codicioso; yo soy pobre; vivo miserablemente en el pantano, respirando fiebre con un rebaño de perezosos indios. Otro capitán, Almagro de nombre, y un fraile, el vicario Luque, allí en Panamá. Tenía dinero. Salimos todos en un buque; siempre hacia el sur. No quiero contarte lo que nos sucedió; pasamos hambre, tormentos de toda clase, fiebres…, bosques, bosques, y nada más. Ningún hombre por ninguna parte. Yo envié mi buque en busca de socorro… Ya sabes lo que eso quiere decir; resistir allí con cien hombres y algunos caballos, sin mosquetes; sólo ballestas… Y sin embargo…, todo indio que cogíamos prisionero llevaba oro. Y en todas las bocas oía lo mismo; que más al sur vivían los hijos del sol… Todos nos señalaban hacia el sur. Continuamos el viaje; encontramos una costa de arrecifes desnudos y tristes y un pueblo de indios diestros en disparar flechas… Nosotros éramos muy pocos. Regresamos a Panamá
y
allí enseñamos el oro que llevábamos. El gobernador hizo una seña; nada quería perder. Luque echó de nuevo mano a la bolsa. Otra vez partimos. Ahora llegamos más lejos y veíamos las cosas más precisas y claras. Así como tú allí conquistaste todo un imperio poderoso, grande y rico, cuyo monarca se llamaba Moctezuma, seguramente que también allá al sur debía de haber un poderoso monarca que reinara sobre todos, que tuviera reyes vasallos y que es llamado el hijo del sol… Pero el oro no nos era de momento útil ni tampoco las noticias que teníamos nos eran provechosas. Pedrarias sacudía la cabeza diciendo que a nada se prestaba… El mismo Luque, el sacerdote, fue de la opinión que no nos quedaba nada más que apelar a la corona. Carlos nos ayudaría. Traje conmigo todo lo que pudimos lograr por medio de cambios o por la espada. Traje conmigo algunos animales para que los vieran: son más pequeños que vacas y más grandes que cabras; se llaman llamas y dan leche, carne y lana. Traje algunos conmigo. Pero eso es todo y ahora me juego la última carta. Me juego mis últimos mil quinientos ducados que me cuesta el viaje, el traje de corte y el alojamiento hasta el día en que sea recibido por el emperador. Así están las cosas, Hernando.
—¿Cómo se llama ese país de que oísteis hablar?
—Si entendimos bien a los indígenas, se llama Perú. Así le llamamos por lo menos al hablar entre nosotros. Cuando uno queda con la cabeza gacha, se le ocurre en seguida la pregunta:
“ ¿Llegaremos al Perú? “
—También oí yo muchos cuentos acerca de los pueblos del sur. Cuando te oigo, la cosa me interesa fuertemente; me gustaría partir con vosotros; pero me parece que Dios no me permite hacer ya más de lo que por mi mediación permitió que hiciese. ¿Cómo te podría ayudar, Francisco?
—No quiero dinero y mis recomendaciones me bastan. Podré llegar hasta el rey y tal vez me conceda el tiempo suficiente para poder decirle todo lo que no dicen las cartas de los amigos. Yo quería verte, como Tomás el incrédulo, para poner mi mano en tus heridas y rogarte me des tus buenos consejos. Debes decirme que no son quimeras eso en que he puesto mi alma toda. Estoy ya en una edad en que la gente de aquí, de Castilla, cree es la del descanso. He cumplido ya cincuenta años…
—¿Eres acaso, Francisco, tanto más viejo que yo?
—No sé cuándo nací. Quizás en el año 78 del siglo pasado. Mi padre no me mandó a frecuentas las aulas de la Ciencia donde tú pasaste algunos años. No conozco ni las letras y sólo sé dibujar ya que no escribir mi nombre. Siempre fui soldado y lo sigo siendo. Pero tengo ojos y voluntad… Y no he de regresar si no es con buen éxito.
—Si quieres, puedo prestarte un buque en Vera Cruz. Si quieres te vestiré de general. Si quieres te daré recomendaciones para el duque de Medina Sidonia y para al duque de Béjar también… Tenía un querido y antiguo amigo, el conde de Olivares… Si eso te pudiera servir, Francisco…, pero sabes que yo no soy la poderosa encina por la que me tienen los envidiosos de mi suerte. Miles de gusanos roen mi tronco. Estoy untado de pez y un sinnúmero de nobles señores sentirían una gran alegría si pudieran meter en mi pecho un puñal traidoramente. Ahora me tranquilizo, procuro apagar mis pasiones humanas, perdono en nombre de Nuestro Señor Jesucristo a todos mis enemigos y falsos amigos y después me pondré en camino hacia Toledo. Allí se verá, Francisco, lo que más pesa en la balanza: las provincias, los reinos, las regiones que yo he conquistado con su gente y sus reyes y que ahora coloco ante las gradas del trono… Francisco, no sé si mis recomendaciones te podrán servir mucho. Soy más joven que tú; pero interiormente me siento tan viejo, tan gastado, como uno que ha llegado ya al término de su existencia. Quizá mañana la cosa haya variado. Mi puerta estará siempre abierta para ti, así como también abiertos estarán mi corazón y mi bolsillo. Deja que te diga que no escuches a nadie; no escuches a envidiosos; no escuches a los que les gusta echar la zancadilla.
—¿Qué me aconsejas?
—Que partas hacia el sur…
Era a últimos de mayo; habían llegado los días más largos del año en Extremadura. Después de vísperas, los vecinos paseaban un poco por las calles. Sobre aquella estampa provinciana se extendía el silencio de las viejas; los niños se iban retirando poco a poco a sus casas; las parejas de enamorados se separaban por miedo a las malas lenguas, de los patios salía olor de comida y rumor de charloteo. Dos viejas estaban sentadas una junto a la otra en la callejuela llamada de la Viuda. El Señor había visitado allí una casa después de la otra; los viejos soldados ya retirados se habían ido de esta vida, rápida y sucesivamente; ora aquí, ora allí aparecía el Cuerpo del Señor; la campanilla que sonaba, la cruz y detrás el sacerdote con su estola.
En esa callejuela vivía doña Catalina, rodeada de vacío y añoranza. La familia había muerto toda; el hijo había desaparecido también, tragado por la leyenda. El oro y la plata no bastaban para hacer corto aquel cuarto de siglo en el que sólo el recuerdo del hijo había en la casa; el recuerdo tembloroso y mimado con obstinación por la sexagenaria: “No, no ha muerto; tengo a mi hijo todavía al otro lado de los mares." Como si fuera un cuento que en vez, de contárselo a un niño, se lo contara a sí misma, buscaba con el ardor de su fe atravesar la puerta de la fría realidad. Así era ahora el crepúsculo frío de la anciana desde que el bueno de don Martín, su compañero, se había llevado a la tumba sus acciones y hazañas guerreras cuya narración animaba y calentaba sus veladas. Ahora estaba sentada en medio de los visitantes que tenían la costumbre de ir a charlar todos los días una horita en casa de la viuda.
Los árboles en plena floración daban su sombra al pequeño jardín español, el corral. El jardincito era ya viejo, un antiguo criado de la casa Cortés que se había retirado aquí para que la señora no viviera sola. En la frialdad de las noches también había dos perros, callados y quietos. Ciudad pequeña, lejos de las carreteras reales, ciudades sin tiempo, insignificantes.
Parecía un sueño a Cortés cuando a caballo, al dejar la Rábida, dobló el camino. Dejó atrás a sus heraldos, su séquito y sus valientes soldados y durante aquel día cabalgó desde el amanecer, sólo con cuatro acompañantes para llegar aquella misma noche a Medellín.
Así llegó Cortés, cubierto por el polvo de la carretera, pues no había llovido en muchas semanas; con ello su cabello gris parecía todavía más encanecido. El caballo levantaba la cabeza; no estaba acostumbrado a aquel clima severo, pues había nacido en Méjico. Corría al galope en aquella tarde azulada, después de haber tomado un corto pienso. Un paisaje seguía a otro. Cortés no hubiera tal vez podido orientarse a no ser por el guía que le iba mostrando tal o cual castillo o una guarida de bandidos y en voz baja repetía los nombres de linajes antiguos y modernos, de ciudadanos enriquecidos y que habían comprado con dinero las armas de su escudo, hombres que habían vivido al borde de los caminos en cabañas abandonadas. De vez en cuando veíanse algunas horcas, símbolos de la
Pax Carolina.
"Ahora podéis ya caminar solo, de noche, señor; ya no hay bandoleros ni salteadores…" Todo parecía más duro, más hermético, como si razas extranjeras hubiesen dejado caer algunas gotas de esencia sobre España. "Todo eso lo ha hecho revivir el buen gobierno… —dijo el guía—. Existe por aquí un gran número de conventos, fundaciones de Ximénez que rigió a España envuelto en humilde sayal y con el cilicio en la cintura… " Un pequeño trecho después, todo era verano y, sin embargo, al mismo tiempo, viejo… Los cruces de caminos, cerca de la ciudad que tan bien conocía él antes… Ahora nadie reconocería al pequeño grupo de jinetes; nadie preguntaba quiénes podían ser…
Y casi sin darse cuenta estuvieron en Medellín. Todo parecía más pequeño y más triste de lo que él recordaba. Muy a menudo había soñado en Honduras, acosado por los mosquitos, que se golpeaba hasta sangrar contra el muro detrás del que le esperaba su amada, y mil veces en sus sueños flotaban recuerdos deshilachados formando una mezcolanza de rostros e imágenes. Ahora todo le parecía más pequeño y más tranquilo; lo conocía todo paso a paso, pulgada a pulgada. Se daba cuenta de que aquí habían pintado de amarillo lo que antes estuvo de azul; más allá observaba que habían derribado la casa de don Bautista y habían construido un pórtico. Aquí había una nueva iglesia y aquí un nuevo convento, adornado con el emblema de la Orden de los Mercedarios; aquí y allí un nuevo escudo de armas sobre una puerta, recompensa a guerreros que habían ya vuelto a sus casas. Después pasaron por la plaza Mayor, irregular y alargada, orgullo de los vecinos, rodeada de barberías, posadas y bancos donde comadrear, una cerería, donde se vendían también estampas de santos; junto a ella, el taller de armero donde podían verse sables ligeros, modernos, escopetas, pistolas… Medellín. Siguió marchando al paso; el caballo resoplaba; los vecinos escuchaban con curiosidad, pues cinco jinetes eran ya un acontecimiento en el pueblo. Todos sabían quién vivía en la callejuela de la viuda. El joven Hernando estaba al otro lado del mundo… Había que esperar que no fueran portadores los jinetes de la noticia del fallecimiento del hijo. Los observadores miraban a los jinetes; venían de lejos, se decían los unos a los otros, pues la capa de polvo era gruesa y los animales iban sudorosos. Dos caballos trotaban detrás cargados de cofres y sacos… El hombre que iba delante se enderezó; en el cruce donde empezaba la callejuela empedrada de guijarros, sabía que se elevaba una cruz; delante, una imagen de san Jorge y una lamparilla de aceite.
Cortés saltó del caballo; los demás siguieron su ejemplo. Llevaba una amplia barba negra, parecía triste, estaba tostado por el sol, pero a pesar de ello se transparentaba su palidez; sus ojos brillaban. Llevaba una gorra de terciopelo en la que brillaba algo; un diamante tan grande como aquí nadie había visto jamás, y mientras se arrodillaba en el suelo, se abrió su capa, bajo la que brillaba su gran cadena de oro… Se arrodilló. La imagen era antigua y Cortés la miró entre las lágrimas que salían de sus ojos, pensando en aquel muchacho que era él, aquel muchacho provinciano que había salido de allí hada un cuarto de siglo y volvía en la edad viril, cuarenta años no cumplidos, y se postraba sobre el polvo ante su santo protector. Centenares de veces contemplando aquella figura del santo, acometiendo al dragón con su lanza, y la había visto también en sus grandes batallas, en Tebasco, y después en aquella terrible confusión de Otumba. Siempre tuvo esa imagen ante los ojos, la imagen del santo con el caballo al galope tendido, su nimbo alrededor de la cabeza y su lanza de oro en la mano con la que atacaba al dragón. Esa imagen pueblerina le había seguido a todas partes, le había empujada a seguir adelante… Era un vértigo, la embriaguez de minutos extraordinarios y sangrientos… Ahora veía la imagen tal como era en realidad: un cuadro cándido y descolorido en aquel cruce de calles pueblerinas.
Alguien extendió el brazo; era un señor de barbas blancas que, señalándole, le dijo: "Ese es Cortés. Le reconozco; en aquella época ya sacudía los hombros de esa misma manera." Una comadre le miró: "Así era su padre cuando volvió de la guerra." Un niño quedó admirado al contemplar sus espuelas, grandes y adornadas, y que por su brillo parecían ser de plata… Después que se hubo levantado no se limpió las rodillas del polvo adherido. Continuó caminando. Esa gente de Medellín eran buenos como su madre; habían acompañado a su padre en su camino sin pedirle nada por ello; no sucedió así con el hijo, a quien todas pedían algo a cada paso… Un anciano señor se acercó a él: " ¿Eres tú, Hernando?" ¡Cuánto tiempo hacía que nadie le había saludado tratándole de tú! Resultó ser aquel notario real cuya esposa…, ¿cómo se llamaba? ¿Isabel? ¿María? Del viejo sí que se acordaba cuando pasaba por la calle con sus trebejos de escribir: "¿Eres tú, Hernando? ", preguntaban las piedras; y también los árboles le reconocían, aunque se habían vuelto viejos y sus troncos se habían ensanchado y agrietado. El sol declinaba ya; en la vuelta de la callejuela la luz era pálida; pero aquí la noche no llegaba tan rápidamente como en el Nuevo Mundo… Aquí la vida se apagaba poco a poco, suavemente…, y así discurría la procesión de los días… ¿Por qué en los pueblecillos la gente vive tanto tiempo? ¡Qué silencio reinaba! De pronto dieron las ocho. Cortés miró a la gente. Su criado le sujetó al caballo. Todos habían ya desmontado. "So", dijo, y sacó su mano del guante de piel de ciervo mejicano y brilló entonces la esmeralda tallada en forma de rosa. Era uno de esos extraños y tranquilos momentos que se experimentan tan sólo cuando uno llega a su ciudad.