Hal volvió esa primavera. Solo había una docena de dragones en su ala, y ese año no llevó regalos. Él y su padre se pelearon otra vez. Hal se puso hecho una furia, suplicó y amenazó, pero su padre se mantuvo firme. Al final, Hal se marchó con rumbo a los campos de batalla.
Ese fue el año que se rompió la línea del rey al norte, cerca de una ciudad con un nombre largo que Adara no sabía pronunciar.
Teri fue la primera en enterarse. Una noche volvió de la posada encendida y alborotada.
—Ha venido un mensajero que iba a ver al rey —les dijo—. El enemigo ha ganado una batalla importante, y el mensajero va a pedir refuerzos. Ha dicho que nuestro ejército se está retirando.
Su padre frunció el ceño, y unas arrugas de preocupación se dibujaron en su frente.
—¿Ha dicho algo de los jinetes de dragones del rey?
Peleados o no, Hal era de la familia.
—Le he preguntado —dijo Teri—. Me ha dicho que los jinetes de dragones son la retaguardia. Tienen que atacar y quemar, retrasar al enemigo mientras nuestro ejército se retira. ¡Oh, espero que el tío Hal esté a salvo!
—Hal les enseñará lo que es bueno —dijo Geoff—. Él y Azufre los quemarán a todos.
Su padre sonrió.
—Hal siempre ha sabido cuidar de sí mismo. En cualquier caso, nosotros no podemos hacer nada. Teri, si aparecen más mensajeros, pregúntales cómo va.
Ella asintió con la cabeza; su preocupación no ocultaba del todo su entusiasmo. Todo era muy emocionante.
Durante las siguientes semanas, la emoción pasó cuando la gente de la zona empezó a comprender la magnitud del desastre. El camino real estaba cada vez más concurrido, todo el tráfico circulaba de norte a sur, y todos los viajeros vestían de verde y dorado. Al principio, los soldados marchaban en columnas disciplinadas, a las órdenes de oficiales con yelmos dorados, pero ni siquiera ellos resultaban imponentes. Las columnas marchaban con cansancio, los uniformes estaban sucios y raídos, y las espadas, las picas y las hachas que llevaban los soldados estaban melladas y a menudo manchadas. Algunos hombres habían perdido sus armas; avanzaban cojeando a tientas, con las manos vacías. Y las filas de heridos que seguían a las columnas con frecuencia eran más largas que las propias columnas. Adara estaba en la hierba al borde del camino observando cómo pasaban. Vio a un hombre sin ojos que caminaba apoyado en otro con una sola pierna. Vio a hombres sin piernas, sin brazos, o sin ambas cosas. Vio a un hombre con la cabeza abierta por un hacha y a muchos hombres cubiertos de sangre coagulada y mugre, hombres que gemían en voz baja mientras andaban. Olió a hombres con cuerpos terriblemente verdosos e hinchados. Uno de ellos murió y fue abandonado al borde del camino. Adara se lo contó a su padre, y él y unos hombres del pueblo fueron a enterrarlo.
Pero sobre todo Adara vio a los hombres quemados. Había docenas de ellos en cada columna que pasaba, hombres con la piel negra y chamuscada cayéndose a tiras, que habían perdido un brazo o una pierna o la mitad de la cara por culpa del aliento caliente de un dragón. Teri les contó lo que decían los oficiales que paraban en la taberna para beber o descansar: el enemigo tenía muchísimos dragones.
CENIZAS
urante casi un mes las columnas circularon cada día más. Incluso Laura la Vieja reconoció que nunca había visto tanto tráfico en el camino. De vez en cuando, un mensajero solitario a caballo pasaba en la dirección contraria, galopando hacia el norte, pero siempre solo. Al cabo de un tiempo, todo el mundo supo que no habría refuerzos.
Un oficial de una de las últimas columnas aconsejó a la gente de la zona que recogieran todo lo que pudieran llevarse y se dirigieran al sur.
—Se acercan —les advirtió.
Unos cuantos le hicieron caso, y durante una semana el camino se llenó de refugiados de las ciudades situadas más al norte. Algunos contaban historias terribles. Cuando se marcharon, les acompañaron algunos vecinos del pueblo.
Pero la mayoría se quedaron. Eran personas como el padre de Adara, y llevaban la tierra en la sangre.
La última fuerza organizada que recorrió el camino fue una desordenada tropa de caballería, hombres demacrados como esqueletos montados a caballos a los que se les marcaban las costillas. Pasaron con gran estruendo de noche, las monturas respirando agitadamente y echando espuma por la boca, y el único que se paró fue un joven oficial pálido, que detuvo a su caballo brevemente y gritó:
—¡Marchaos, marchaos! ¡Lo están quemando todo!
Y se fue tras sus hombres.
Los pocos soldados que llegaban después estaban solos o en pequeños grupos. No siempre seguían el camino, y no pagaban las cosas que cogían.
Luego no llegó nadie. El camino quedó desierto.
El tabernero aseguraba que olía a ceniza cuando el viento soplaba del norte. Recogió a su familia y se fueron al sur.
Teri estaba agitada. Geoff estaba atónito y un poco asustado. Hacía miles de preguntas sobre el enemigo y se entrenaba para ser un buen guerrero. Su padre se encargaba de sus labores, ocupado como siempre. Hubiera guerra o no, él tenía cosechas en el campo. Sin embargo, sonreía menos de la habitual y empezó a beber, y Adara solía verlo mirando al cielo mientras trabajaba.
Adara vagaba sola por los campos, jugaba en medio del húmedo calor veraniego y pensaba dónde se escondería si su padre intentaba llevárselos.
Por último, llegaron los jinetes de dragones del rey, y con ellos Hal.
Había cuatro. Adara vio al primero y fue a decírselo a su padre. Él le puso la mano en el hombro y juntos observaron cómo pasaba un solitario dragón verde con una mirada ligeramente derrotada. No se paró ante ellos.
Dos días más tarde, aparecieron tres dragones volando juntos, y uno de ellos se separó de los otros y descendió dando vueltas a su granja mientras los otros dos se dirigían al sur.
El tío Hal estaba delgado, serio y pálido. Su dragón parecía enfermo. Tenía los ojos llorosos, y una de sus alas había sido parcialmente quemada, así que volaba torpemente, con mucha dificultad.
—¿Te irás ahora? —preguntó Hal a su hermano, delante de los niños.
—No. Nada ha cambiado.
Hal soltó un juramento.
—Llegarán aquí dentro de tres días —dijo—. Puede que sus jinetes de dragones lleguen incluso antes.
—Padre, tengo miedo —dijo Teri.
Él la miró, vio su temor, vaciló y se volvió de nuevo hacia su hermano.
—Me quedo. Pero, si no te importa, me gustaría que te llevaras a los niños.
Entonces fue Hal el que hizo una pausa. Se quedó pensativo un momento y al final negó con la cabeza.
—No puedo, John. Lo haría con mucho gusto si fuera posible, pero no lo es. Azufre está herido. Apenas puede conmigo. Si le añadiera más peso, puede que no llegáramos.
Teri se echó a llorar.
—Lo siento, cielo —le dijo Hal—. De verdad.
Apretó los puños de la impotencia.
—Teri es casi una adulta —dijo su padre—. Si ella pesa demasiado, lleva a uno de los otros.
Los hermanos se miraron con desesperación en los ojos. Hal tembló.
—Adara —dijo finalmente—. Es pequeña y ligera. —Forzó una risa—. Apenas pesa. Me llevaré a Adara. El resto de vosotros coged caballos o un carro, o id a pie. Pero debéis marcharos.
—Ya veremos —dijo su padre sin comprometerse—. Tú llévate a Adara y mantenla a salvo.
—Sí —convino Hal. Se volvió y le sonrió—. Vamos, niña. El tío Hal te va a llevar a dar una vuelta en Azufre.
Adara lo miró muy seria.
—No —dijo.