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Authors: Junichirô Tanizaki

Tags: #Clásico, Ensayo

El elogio de la sombra (7 page)

BOOK: El elogio de la sombra
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Ya en otra ocasión me habían estropeado el espectáculo de la luna llena: un año quise ir a contemplarla en barca al estanque del monasterio de Suma
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en la decimoquinta noche, así que invité a algunos amigos y llegamos cargados con nuestras provisiones para descubrir que en torno al estanque habían colocado alegres guirnaldas de bombillas eléctricas multicolores; la luna había acudido a la cita, pero era como si ya no existiera.

Hechos como éste demuestran el grado de intoxicación al que hemos llegado, hasta el punto de que parece que nos hemos hecho extrañamente inconscientes de los inconvenientes del alambrado abusivo. Se alegará que peor para los amantes del claro de luna, pero en las casas de citas, los restaurantes, los albergues, los hoteles, ¡qué derroche de luz eléctrica! Admito sin problema que, en cierta medida, es necesaria para atraer a la clientela, pero de todos modos, ¿para qué sirve encender las lámparas en verano, cuando todavía es de día, si no es para que haga más calor? Dondequiera que vaya en verano esta manía me llena de consternación. Si en las habitaciones reina un calor absurdo, incluso cuando hace fresco fuera, la culpa es exclusivamente de la excesiva potencia o del excesivo número de bombillas, porque cada vez que he hecho el experimento de apagar alguna, volvía hacer fresco inmediatamente; es realmente curioso que ni los clientes, ni los dueños se hayan dado cuenta nunca. Por principio, convendría incrementar algo la intensidad del alumbrado en invierno y disminuirlo en verano. Se conseguiría una sensación de frescura y habría menos insectos. Pero lo peor es que encienden demasiadas lámparas y luego, aduciendo que hace calor, se ponen en marcha los ventiladores. ¡Sólo pensarlo me enfurece!

En una habitación japonesa, donde el calor se disipa lateralmente, se puede en último extremo aguantar, pero en una habitación de hotel de estilo occidental, donde el aire no circula bien, cuyos suelos, paredes y techos irradian por toda partes el calor almacenado, es realmente insoportable. Para citar un ejemplo, aunque esto me moleste un poco, quienquiera que haya recorrido una tarde de verano los pasillos del Hotel Miyako de Kioto no puede dejar de estar de acuerdo conmigo. La cosa es mucho más fastidiosa si se tiene en cuenta que, como forma una especie de terraza frente al norte, hay desde ahí una vista panorámica sobre el Monte Hiei
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, el Monte Nyoi
[34]
, la torre de pisos y el bosque de Kurodani
[35]
y las verdeantes pendientes de las montañas del este, espectáculo cuya sola vista refresca el corazón.

Pongamos que una tarde de verano te apetece ir a disfrutar del fresco frente a ese paisaje encantador y ahí que te diriges, saboreando de antemano la brisa que imaginas recorre todo el edificio; pues bien, bajo el blanco techo, detrás de las placas de cristal lechoso dispuesta aquí y allá, resplandecen unas luces brutales. Y como en las construcciones recientes de estilo occidental los techos son bajos, estas luces son como bolsa de fuego que giran encima del cráneo y decir que hace calor es quedarse corto porque pronto el resto del cuerpo acaba teniendo la misma temperatura que la parte superior y sientes que empiezas a asarte, primero por la cabeza, después por el cuello y luego por la espalda.

Y esto no es todo: una sola de esas bolas de fuego bastaría ampliamente para iluminar un espacio tan reducido, pero son tres, cuatro, esos artefactos mortíferos que brillan en el techo; y a lo largo de las paredes, de los pilares, por todas partes, han ido sembrando unos aparatos más pequeños cuya única utilidad es la de pulverizar el menor rastro de sombra que pueda haberse refugiado en los rincones. En vano buscarás por la habitación alguna sombra fugaz, la mirada no encuentra en torno suyo sino paredes blancas, gruesos pilares rojos y por último el suelo, hecho con superficies de colores vivos que dibujan como un mosaico, que se meten por los ojos como una litografía recién impresa, cosas todas ellas que agravan aún más la penosa impresión de calor. La diferencia de temperatura es asombrosa cuando se viene del pasillo. El aire fresco de la noche no sirve de nada pues es transformado de inmediato en ardiente vendaval.

No hace todavía mucho tiempo, yo iba gustosamente a ese hotel; consideren esto que digo como un consejo de amigo, en honor de los gratos recuerdos que de él conservo; pero sigo creyendo que es escandaloso arruinar con esa iluminación un espectáculo como ése, en el lugar más adecuado para gozar de la frescura de una noche de verano. Ese calor es una molestia para un japonés, pero también estoy convencido de que lo es para un occidental, cualquiera que sea la pasión que profese por la claridad; basta con hacer un experimento muy sencillo: ¡que disminuyan la iluminación y se comprenderá de inmediato!

No hago sino citar un ejemplo entre mil, y este hotel no es el único al que le sucede esto. El único que ha evitado este inconveniente es el hotel Imperial que ha optado por la iluminación indirecta pero incluso ahí me parece que sería conveniente reducir ligeramente su intensidad en verano. De todos modos la iluminación de las casas es hoy más que suficiente para leer, escribir o coser; aumentarla es un auténtico derroche y, al suprimir los últimos resquicios de la sombra, se da la espalda a todas las concepciones estéticas de la casa japonesa. Afortunadamente, a veces hay que restringir el gasto de electricidad en las casas particulares, simplemente para ahorrar, pero en cambio, en los establecimientos destinados a recibir clientes ¡qué derroche de luz en los pasillos, en las escaleras, en la entrada, en el jardín, delante de la puerta, sin más resultado que el de quitar profundidad a las habitaciones, a los cuartos de baño, a las rocas del jardín! En invierno, pase todavía porque eso calienta algo, pero en las noches de verano, en cuanto llegas al hotel, te encuentras con el mismo desastre que en el Miyako. De lo cual infiero que sólo hay un medio de gozar en paz del fresco: quedarse en casa, abrir de par en par las ventanas y tenderse a la sombra bajo el mosquitero.

Ya no recuerdo en qué revista o en qué periódico leía el otro día un artículo dedicado a la quejas de las señoras inglesas de edad: cuando ellas eran jóvenes, estaban acostumbradas a tratar con respeto a las personas mayores, pero las jóvenes de hoy en día las ignoran, incluso evitan acercarse a ellas, como si la vejez fuera una tara algo repugnante; se quejan, en una palabra, de que los jóvenes de ahora se comportan de una manera muy diferente a los de antes; deduje que los viejos de todos los países del mundo dicen lo mismo, que el hombre que va adquiriendo edad parece siempre inclinado a creer que, bajo todos los aspectos, el ayer era preferible al hoy. Los viejos de hace cien años lamentaban los tiempos de hace dos siglos, y los viejos de hace doscientos años suspiraban por los de hace tres siglos: nada nos autoriza a creer que algún viejo haya manifestado estar contento con el estado de cosas de su época; sin embargo esta comprobación es ahora más cierta que nunca debido a los progresos acelerados de la cultura y, sobre todo, a las circunstancias sumamente especiales en las que se encuentra nuestro país, pues las transformaciones acaecidas después de la Restauración del Meiji corresponden, como poco, a la evolución de tres o cinco siglos de los tiempos pasados.

Lo divertido es que yo, que digo todo esto, he alcanzado una edad en la que se pone uno a imitar el habla sentenciosa de los viejos; es evidente que aunque los logros de la cultura moderna pueden seducir a los jóvenes, en cambio, se está preparando una época que va a ser poco amena para los viejos. Por ejemplo, para cruzar, hay que estar atentos a las señales de tráfico, con lo cual los ancianos no se atreven a salir tranquilamente a la calle. Pase todavía para aquellos a quienes su situación les permite desplazarse en automóvil, pero a las personas como yo, el simple hecho de arriesgarse a cruzar una calle de Osaka, les exige la tensión nerviosa de todo su ser. Es verdad que hay semáforos y los que están en medio de las plazas se ven perfectamente, pero a veces es muy difícil localizar las luces verdes y rojas que se encienden y apagan en el cielo de improviso, cuando se pasa por una calle lateral, y además puede ocurrir que en alguna plaza grande se confunda la señal de uno de los lados con la que está de frente. Yo pensaba que cuando pusieran guardias de tráfico en las plazas de Kioto sería el final de todo, pero a partir de ahora sólo se puede saborear la auténtica atmósfera de las calles de puro estilo japonés yendo a ciudades como Nishinomiya, Sakai, Wakayama o Fukuyama.

Lo mismo ocurre con los alimentos: encontrar en una gran ciudad manjares adecuados para el paladar de un viejo es una empresa agotadora. Recientemente, un periodista me pedía que evocase un plato curioso y delicado. Le indiqué la receta de los
sushi
[36]
, con hojas de
kaki
, que comen los habitantes de los valles pedidos de las montañas de Yoshino. Aprovecho la ocasión para revelarla aquí.

Se cuece el arroz con
sake
, a razón de un gô
[37]
de
sake
por cada shô
[38]
de arroz. Cuando el agua empieza hervir se echa el
sake
en la olla. Cuando el arroz está en su punto, se deja enfriar por completo, luego se hacen bolitas con las manos espolvoreadas de sal. Las manos no deben tener ningún rastro de humedad. Ahí está el secreto: sólo hay que presionar las bolitas con sal. Luego se corta salmón salado en lonchas finas, se extienden las lonchas sobre las bolitas que se envuelven una a una en las hojas de
kaki
, con la superficie hacia dentro. Previamente se habrán escurrido con un paño muy seco las hojas y el salmón para quitar cualquier rastro de humedad. Hecho esto, en una cubeta para
sushi
o en una caja de arroz que se habrá secado meticulosamente por dentro, se disponen las bolitas de forma que no haya entre ellas ningún intersticio, después se pone encima una tapa que cierre herméticamente sobre la que se colocará una pesada piedra, como para hacer confitura de verduras. Los
sushi
se preparan la noche anterior para poderlos comer al día siguiente por la mañana, y ése será el día en que sepan mejor, pero también se pueden consumir dos o tres días después. Cuando se vayan a comer se rocían con vinagre en el que se habrá macerado una guindilla.

Esta receta me la dio un amigo quien, durante una estancia en Yoshino la encontró tan sabrosa que quiso aprenderla, pero basta con que se disponga de hojas de
kaki
y de salmón salado para hacerla en cualquier parte. Ante todo no olviden que hay que eliminar cualquier rastro de humedad y que el arroz debe estar totalmente frío; la he ensayado en mi casa y ha resultado excelente. La grasa y la sal del salmón impregnan al arroz justo lo necesario y no puedo describir la consistencia del pescado, que recupera su elasticidad como si estuviera fresco. El sabor no tiene nada que ver con el de los
sushi
de Tokio: como me gustaron muchísimo más, no comí otra cosa en todo el verano. Dicho sea de paso ¡qué maravillosa forma de preparar el salmón salado! ¡Cuánto he admirado el ingenio de esos montañeses, tan desprovistos sin embargo de todos los bienes materiales!, y sabiendo que existen muchas otras especialidades regionales del mismo tipo que ésta hay que admitir que actualmente el gusto de los aldeanos es infinitamente más acertado que el de los citadinos y, en cierto sentido, hay ahí un lujo que nosotros ni siquiera podemos ya imaginar.

Por eso los viejos renuncian cada vez más a vivir en las grandes ciudades y se retiran al campo, pero las pequeñas ciudades de provincias, a su vez, se obstinan en adornarse con ramilletes de bombillas y de año en año empiezan a parecerse a Kioto, lo que no me tranquiliza en absoluto. Algunos pretenden que el progreso no puede detenerse y que el día en que todos los transportes se hagan por el aire o bajo tierra, las calles recuperarán su anterior tranquilidad, pero estemos seguros de que en ese día se habrá inventado algún nuevo instrumento para torturar a los viejos. En resumen, se les induce a apartarse del camino, de manera que no tengan más recurso que el de parapetarse en su casa y cocinarse pequeños platos para acompañar el
sake
vespertino mientras escuchan la radio.

Cosas de viejos, siempre chocheando, pensarán ustedes; pues bien, no creo que sea exactamente así: hace poco, el cronista del
Asahi
de Osaka, que firma Tensei-jingo-shi (Voz del cielo, palabras humanas), se metía con los funcionarios del gobierno civil que para construir una carretera hacia el parque de Mino talaban a tontas y a locas los bosques y nivelaban las colinas; cuando leí aquello, sentí confirmadas mis palabras. Destruir hasta la sombra de los sotos al fondo de la montaña es demasiado y además una empresa estúpida. A este ritmo, so pretexto de hacer más accesibles a las multitudes los emplazamientos artísticos ilustres, llegarán progresivamente a convertir las afueras de Nara, Kioto u Osaka en espacios descarnados.

Pero basta de recriminaciones; soy el primero en reconocer que las ventajas de la civilización contemporánea son innumerables y además las palabras no van a cambiar nada. Japón está irreversiblemente encauzado en las vías de la cultura occidental, tanto que no le queda sino avanzar valientemente dejando caer a aquellos que, como los viejos, son incapaces de seguir adelante. No obstante, como nuestra piel nunca cambiará de color, tendremos que resignarnos a soportar eternamente unos inconvenientes que sólo padecemos nosotros.

A decir verdad, he escrito esto porque quería plantear la cuestión de saber si existiría alguna vía, por ejemplo, en la literatura o en las artes, con la que se pudieran compensar los desperfectos. En lo que a mí respecta, me gustaría resucitar, al menos en el ámbito de la literatura, ese universo de sombra que estamos disipando… Me gustaría ampliar el alero de ese edificio llamado “literatura”, oscurecer sus paredes, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno superfluo. No pretendo que haya que hacer lo mismo en todas las casas. Pero no estaría mal, creo yo, que quedase aunque sólo fuese una de ese tipo. Y para ver cuál puede ser el resultado, voy a apagar mi lámpara eléctrica.

*

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