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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (48 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Bien hecho, Derfel —comentó al descuido—, bien hecho, pero no importa; tengo varias hijas. No estoy seguro de acordarme de quién era Isolda. Una muy menuda, ¿verdad?

—Una muchacha bellísima, lord rey. —Se echó a reír.

—Cualquier jovencita con tetas es bellísima, cuando se es viejo. Tengo una auténtica belleza en mi prole. Se llama Argante y va a romper unos cuantos corazones antes de que su vida termine. Vuestro nuevo rey buscará esposa, ¿no es así?

—Supongo.

—Argante le conviene —dijo Oengus. Ofrecer a su bella hija como reina de Dumnonia no era un gesto de deferencia hacia Mordred sino una forma de asegurarse de que seguiríamos protegiendo Demetia de las represalias de Powys—. Es posible que traiga a Argante aquí de visita —añadió. Después, dejó el tema de la posible alianza y me clavó el puño lleno de cicatrices en el pecho—. Escucha, amigo mío —dijo convincentemente—, no vale la pena romper con Arturo por Isolda.

—¿Por eso os ha traído aquí, señor? —pregunté con recelo.

—¡Claro que sí, insensato! —replicó Oengus en tono risueño—, y porque no podía soportar a tantos cristianos juntos en el Caer. Haced las paces, Derfel. Britania no es tan grande como para que dos hombres decentes empiecen a escupirse el uno al otro. ¿Es cierto que Merlín vive aquí?

—Lo encontraréis por allí —dije, señalando hacia un arco que llevaba al jardín dónele florecían las rosas de Ceinwyn—, lo que queda de él.

—Voy a meterle un poco de vida a patadas a ese bellaco. A lo mejor sabe decirme qué tiene de especial la hoja de trébol. Además, necesito un encantamiento que me ayude a fabricar más hijas —se alejó riéndose—. Me estoy haciendo viejo, Derfel, muy viejo.

Arturo dejó a mis tres hijas al cuidado de Ceinwyn y su tío Cuneglas y se dirigió a mí. Vacilé, luego le hice seña de que saliéramos al exterior y di unos pasos precediéndole hasta unos prados, donde le esperé contemplando las almenas con colgaduras de Caer Cadarn que se levantaban por encima de algunos árboles.

Se detuvo a mi espalda.

—Fue en la primera proclamación de Mordred —dijo en voz baja— cuando conocimos a Tristán. ¿Lo recuerdas?

—Sí, señor —dije, sin volverme.

—Ya no soy tu señor, Derfel —dijo—. El juramento que hicimos a Uther se ha cumplido, ha concluido. No soy tu señor pero me gustaría ser tu amigo. —Dudó un momento—. Y en cuanto a lo que pasó —prosiguió—, lo lamento.

No me volví aún, pero no por orgullo sino porque tenía lágrimas en los ojos.

—Yo también lo lamento —dije.

—Entonces, ¿me perdonas? —preguntó humildemente—. ¿Seremos amigos?

Seguí mirando el Caer fijamente y pensé en todas las cosas que yo había hecho y que necesitaban ser perdonadas. Pensé en los cadáveres de los páramos. Yo era un joven lancero entonces, pero la juventud no excusa la matanza. Pensé que no estaba en mis manos perdonar a Arturo por lo que había hecho, sino en las suyas propias.

—Seremos amigos —dije— hasta la muerte. —Y me volví.

Nos abrazamos. El juramento a Uther se había cumplido y Mordred era rey.

LOS MISTERIOS DE ISIS
10

—¿Era bella Isolda? —me preguntó Igraine.

Me quedé pensando en la pregunta unos momentos.

—Era joven —respondí al fin— y, tal como dijo su padre...

—He leído lo que dijo su padre —me interrumpió secamente.

Cuando Igraine viene a Dinnewarc, siempre se sienta a leer todos los pergaminos terminados en el antepecho de la ventana, y habla conmigo. Hoy, de la ventana cuelga una cortina de cuero para que no entre tanto frío en la estancia, pero nos hemos quedado a media luz, con sólo unas palmatorias de juncos en el pupitre donde escribo, y ahogados en humo, pues sopla viento del norte y el humo de la chimenea no encuentra la salida por el agujero del tejado.

—Ha pasado mucho tiempo —dije cansado—, y tan sólo la vi un día y dos noches. La recuerdo muy bonita, pero supongo que siempre se nos antojan bellos los que mueren jóvenes.

—Todas las canciones dicen que era muy bella —comentó Igraine con voz soñadora.

—Pagué a los bardos para que las compusieran —dije. De la misma forma que pagué a unos hombres para que llevaran sus cenizas a Kernow. Me pareció que era lo justo, que Tristán debía volver a su tierra una vez muerto, y mezclé sus huesos con los de Isolda y las cenizas de ambos, junto con cenizas de vulgar madera, sin duda; y lo sellé todo en un frasco que encontramos en el salón donde habían compartido un sueño de amor imposible. Yo era rico entonces, un gran lord, señor de esclavos, sirvientes y lanceros, suficientemente rico como para comprar una docena de canciones sobre Tristán e Isolda que todavía hoy se cantan en los salones de festejos. También procuré que esas canciones culparan de las muertes a Arturo.

—¿Pero por qué lo hizo Arturo? —preguntó Igraine.

Me froté la cara con mi única mano.

—Arturo adoraba el orden —dije—. En mi opinión, nunca creyó de verdad en los dioses. Bien, sí creía en su existencia, no era tan insensato. Recuerdo que en una ocasión se rió porque le parecía muy arrogante por nuestra parte pensar que los dioses no tenían nada mejor que hacer que preocuparse de nosotros. «¿Acaso los ratones del tejado nos hacen perder el sueño?», me preguntó. «Entonces, ¿por qué habrían de preocuparse los dioses por nosotros?» Es decir, lo único que le quedaba, habiendo renunciado a los dioses, era el orden, y lo único que mantenía el orden era la ley, y lo único que obligaba a los poderosos a obedecer la ley eran los juramentos. Sencillo, en realidad. —Me encogí de hombros—. Tenía razón, claro, como casi siempre.

—Tenía que haberlos dejado con vida —insistió Igraine.

—Obedecía la ley —repliqué sin entusiasmo. Muchas veces me he arrepentido de permitir que los bardos culparan a Arturo, pero él me perdonó.

—¿Isolda fue quemada viva —dijo Igraine con un estremecimiento— y Arturo lo consintió?

—A veces era de granito —dije—, y no podía evitarlo, pues los demás, bien lo sabe Dios, a veces éramos de mantequilla.

—Tenía que haberlos perdonado —repitió.

—Entonces, las canciones y los relatos no habrían existido —repliqué—. Ellos habrían envejecido, engordado, peleado y muerto. O Tristán habría regresado a Kernow a la muerte de su padre y habría tomado otras esposas. ¿Quién sabe?

—¿Cuántos años vivió Mark?

—Un año más. Murió de estranguria.

—¿De qué?

Sonreí.

—De una enfermedad indecente, señora. Creo que las mujeres no la padecen. Entonces, un sobrino se hizo con el trono, pero ni siquiera recuerdo su nombre. —Igraine sonrió.

—Sin embargo, sí que os acordáis de Isolda corriendo desde el mar —me reprochó— porque su vestido estaba mojado.

—Como si fuera ayer, señora —contesté con una sonrisa.

—El mar de Galilea —dijo Igraine con vivacidad, pues el santo Tudwal acaba de irrumpir en la habitación. Tudwal tiene ahora diez u once años, es un niño delgado de cabello negro, y su cara me recuerda a Cerdic. Es como una rata. Comparte con Sansum la celda y la autoridad. ¡Cuan afortunados somos por contar con dos santos en nuestra pequeña comunidad!

—El santo desea que descifres estos dos pergaminos —dijo el niño—. Cree que son salmos pero dice que tiene los ojos muy apagados y no puede leer.

—Naturalmente —respondí. La verdad, claro, es que Sansum no sabe leer y Tudwal no se aplica a aprender, aunque todos hemos intentado enseñarle y todos fingimos que sabe. Desenrollé con cuidado el viejo, crujiente y frágil pergamino. Estaba en latín, una lengua que apenas entiendo, pero distinguí la palabra
Cristus
—. No son salmos —dije—, pero son escritos cristianos, fragmentos del evangelio, sospecho.

—El mercader pide cuatro monedas de oro.

—Dos —le dije, aunque en realidad no me importaba si los comprábamos o no. Solté el pergamino, que se enrolló solo—. ¿Ha dicho ese hombre de dónde los ha sacado? —pregunté.

—De los sajones —respondió Tudwal con un encogimiento de hombros.

—Deberíamos preservarlos, ciertamente —comenté con aplicación, y se los devolví—. Deberían estar en el almacén de tesoros —junto a Hywelbane y todos los demás pequeños tesoros que traje de mi antigua vida, pensé. Todo, excepto el pequeño broche de oro de Ceinwyn que conservo oculto a los ojos del otro santo más viejo. Di las gracias humildemente al joven santo por consultarme e incliné la cabeza mientras él salía.

—¡Sapejo lleno de granos! —exclamó Igraine en cuando Tudwal desapareció. Escupió al fuego—. ¿Sois cristiano, Derfel?

—¡Cómo podéis dudarlo, señora! —protesté—. ¡Hay que ver qué pregunta!

—Lo pregunto —dijo, mirándome intrigada, con el ceño fruncido— porque tengo la impresión de que sois menos cristiano ahora que cuando comenzasteis a escribir esta historia.

Pensé que la observación demostraba agudeza, y además no iba errada, pero no me atreví a confesarlo abiertamente porque Sansum se agarraría de mil amores a la menor excusa para acusarme de hereje y hacerme quemar en la hoguera. Pensé que la madera así empleada no le dolería, aunque mucho nos racionaba la destinada a las chimeneas. Sonreí.

—Me hacéis recordar viejas cosas, señora, nada más. —Pero sí había más. Cuanto más recuerdo aquellos años, más cosas del pasado recupero. Toqué un clavo de hierro del escritorio de madera para alejar el mal del odio de Sansum—. Hace mucho que abandoné el paganismo.

—Ojalá yo fuera pagana —dijo Igraine soñadoramente, arropándose en la capa de castor. Aún le brillan los ojos y su rostro rebosa de vida, tanto que estoy seguro de que está encinta—. No digáis a los santos lo que acabo de deciros —añadió precipitadamente—. Y Mordred, ¿era cristiano?

—No, pero sabía que así encontraría apoyo en Dumnonia, de modo que hizo lo que le pareció para tenerlos contentos. Dio permiso a Sansum para erigir su iglesia.

—¿Dónde?

—En Caer Cadarn —sonreí al recordar—. Nunca llegó a terminarse, pero tenía que haber sido un gran templo en forma de cruz. Decía que acogería la segunda venida de Cristo en el año 500, y derribó la mayor parte del salón de festejos; utilizó las mismas vigas para levantar los muros y las piedras del círculo para los cimientos. Conservó la piedra de los reyes, naturalmente. Luego se apoderó de la mitad de las tierras pertenecientes al palacio de Lindinis y con esas rentas pagó a los monjes de Caer Cadarn.

—¿Vuestra tierra?

—Jamás fue mía esa tierra, sino de Mordred. Y, por descontado, Mordred quería desalojarnos de Lindinis.

—¿Para vivir él en el palacio?

—Para que viviera Sansum. Mordred se trasladó al palacio de invierno de Uther porque le gustaba.

—¿Y vos, adonde fuisteis?

—Buscamos una casa. La vieja fortaleza de Ermid, al sur del lago Issa. El lago no se llamaba así por mi Issa, claro, sino por un antiguo caudillo; Ermid era otro cacique que había vivido en la orilla sur. Cuando murió, compré sus tierras y, cuando Sansum y Morgana se trasladaron a Lindinis, nosotros nos fuimos allí. Las niñas echaban de menos los amplios corredores y las sonoras habitaciones de Lindinis, pero a mí me gustaba la fortaleza de Ermid. Era vieja, con la techumbre de paja, a la sombra de unos árboles y llena de arañas que hacían gritar a Morwenna; por el bien de mi hija mayor tuve que convertirme en lord Derfel Cadarn, el exterminador de arañas.

—¿Habríais matado a Culhwch? —me preguntó Igraine.

—¡Por descontado que no!

—Odio a Mordred —dijo.

—En eso no sois única, señora.

—¿En realidad tenía que convertirse en rey? —preguntó con la mirada en el fuego.

—Como dependía de Arturo, sí, pero si hubiera estado en mis magnos, lo habría matado con Hywelbane, aunque con ello hubiera roto mi juramento. Era una pena de chico.

—Todo pan ce muy penoso.

—No escaseó la felicidad en aquellos años —contesté—, e incluso después, algunas veces. Fuimos bastante dichosos entonces.

Todavía recuerdo las voces de las niñas resonando en Lindinis, el ruido de pasos y la emoción que sentían con cualquier juego nuevo o cualquier descubrimiento extraño. Ceinwyn siempre estaba alegre, tenía ese don, y quienes la rodeaban se contagiaban de su alegría y la comunicaban a otros. Supongo que también Dumnonia era feliz. Ciertamente prosperaba, los que se esforzaban se enriquecían. Los cristianos hervían de descontento, pero a pesar de todo, fueron tiempos de gloria y de paz, la era de Arturo.

Igraine pasó las hojas de pergamino hasta encontrar un párrafo concreto.

—De la Mesa Redonda—empezó.

—Por favor —dije levantando una mano para que no formulara la protesta que sabía que iba a formular.

—¡Derfel! —se quejó severamente—. Todo el mundo sabe que fue un asunto muy serio. ¡Muy importante! Los mejores guerreros de Britania comprometidos con Arturo por un juramento, y todos amigos entre sí. ¡Lo sabe todo el mundo!

—La mesa redonda de piedra estaba rota y, al final del día, estaba más rota aún y cubierta de vómitos. Todo el mundo se emborrachó mucho.

—Supongo que, sencillamente, habréis olvidado la verdad —dijo con un suspiro, y dejó de lado el asunto con tanta facilidad que me hizo sospechar que Dafydd, el escribano que traduce mi palabra a la lengua britana, lo arreglará todo al gusto de Igraine. No hace mucho, oí un relato según el cual la mesa era un enorme círculo de madera en torno al cual se sentaba solemnemente la hermandad, pero jamás existió tal mesa ni habría podido existir a menos que hubiésemos cortado la mitad de los árboles de Dumnonia para construirla.

—La Hermandad de Britania —dije pacientemente— fue una idea de Arturo que no llegó a cuajar nunca, en realidad. ¡No era posible! El juramento real estaba por encima del juramento de la Mesa Redonda, y además, nadie sino Arturo y Galahad creyó nunca en ello. Y al final, creedme, hasta él se avergonzaba cuando alguien hablaba de ello.

—Seguro que tenéis razón —dijo, cuando en verdad quería decir que tenía la certeza absoluta de que yo estaba en un error—. Y quiero saber —prosiguió— qué sucedió con Merlín.

—Os lo contaré, lo prometo.

—¡Ahora! —insistió—. Contádmelo ahora. ¿Acaso se desvaneció en el aire, sin más?

—No —dije—. Llegó su hora, al fin. Nimue tenía razón, ¿comprendéis? Simplemente, esperaba su hora en Lindinis. No olvidéis lo mucho que le gustaba engañar y, durante aquel tiempo, se fingió anciano, agonizante, pero por dentro, donde nadie lo veía, su poder seguía intacto. Pero era viejo y ciertamente tenía que reservar sus fuerzas. Comprended que aguardaba el momento en que la olla se revelara. Sabía que precisaría de todo su poder para tal acontecimiento, pero mientras tanto, dejaba que Nimue conservara la llama.

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