Despidió el coche y cuando estaba a punto de entrar en el hotel, retrocedió y tomó la Vía dei Condotti. Deseaba regresar al primer lugar en el que se identificó con la ciudad. En cierta forma su postura le resultaba sorprendente, pero desde que estaba en Roma, no controlaba sus decisiones como era habitual en ella. Las palabras exactas de Victoria Bertoli acudieron a su mente: «Ante esta ciudad maravillosa siento la necesidad de mostrarme tal y como soy». Sin duda estaba en lo cierto y a ella le sucedía lo mismo.
Eran las ocho de la tarde, y a diferencia de la otra vez que estuvo allí, la plaza de España no estaba desierta: unos cuantos visitantes pululaban por ella. Era consciente de que le encantaría saber lo que pensaba cada uno de ellos, descubrir qué sentimientos les inspiraba la fuente; sonrió al darse cuenta de que se estaba comportando como si el lugar le perteneciera y, curiosa, esperase el veredicto sobre su propiedad. Observó las caras de la gente e intentó leer en ellas: le parecieron inescrutables y tuvo la sensación de que la mayoría miraba sin ver, a excepción de un hombre de mediana edad, sentado en el borde de la fuente, que ensimismado no separaba sus ojos del agua. Nada conseguía rescatarlo de su concentración.
Ignorando la presencia del hombre meditabundo, pasó su mano por la superficie de aquel mar en miniatura en cariñosa señal de despedida. Había planeado abandonar Roma al día siguiente por la tarde y quizá no dispusiese de tiempo para decirle adiós más adelante a la barcaza que la había conquistado, aunque presentía que no iba a ser un adiós definitivo. Por la mañana iría a cumplimentar a los Alduccio Mendía y tenía intención de acudir a dos museos: Capitolino y Doria Pamphili. No quería irse de Roma sin ver el cuadro del papa Inocencio X pintado por Velázquez.
Antes de abandonar la plaza, se giró para retener una última instantánea y fue entonces cuando vio que el hombre de la fuente caminaba hacia ella. Al verle de pie, Ana se asustó: era el mismo que la había seguido la tarde anterior hasta el hotel. «No puede ser», se dijo a la vez que una voz profunda llegaba hasta sus oídos.
—Señorita Sandoval, un momento, por favor. Se lo ruego.
Ana pensó que todo aquello era un sueño y que en cualquier momento iba a despertar. ¿Cómo podía aquel desconocido saber su nombre? ¿Por qué se dirigía a ella en español, incluso? Se quedó petrificada. El ya estaba casi a su lado.
—Perdóneme, señorita. Soy Renato Brascciano. Deseo hablar con usted. Por favor, concédame unos minutos.
Observó al hombre que le tendía la mano: iba vestido de forma elegante y sus modales parecían refinados. Era guapo: ojos verdes, cabello canoso, mediana estatura y una voz dotada de gran musicalidad. Apreciaciones importantes para atender de buen grado su petición.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Ayer la seguí hasta su hotel. No se enfade —puntualizó al ver el gesto de Ana—. Me lo dijo uno de los botones, ya sabe cómo son estos muchachos.
—¿Y por qué desea hablar conmigo?
—Verá, la vi en el concierto de la Accademia Nazionale di Santa Cecilia. Confieso que sufrí un sobresalto porque su presencia me trastornó por completo. Pensé que ella se encontraba de nuevo conmigo y aunque sabía que era imposible, usted me la recuerda tanto… Ladea la cabeza como ella. Su manera de moverse es idéntica. Sus gestos, los mismos. Pese a que sus rasgos físicos no se parecen en nada, por su manera de comportarse podría ser ella.
Ana se dijo que aquel señor de tan buena facha debía de estar loco y podría ser peligroso. Esa sensación le hizo comprobar si quedaban algunos turistas en la plaza y vio con alivio que no estaban solos. Se decidió a preguntarle.
—¿Qué es lo que quiere de mí, además de contarme que me parezco a alguien?
—En realidad nada. Confieso que ayer no me atreví a abordarla, cuando eso hubiera sido lo normal. Preferí seguirla y así poder recrearme en su forma de moverse… Recordar… recordar a mi querida Lucrecia. Más tarde, al conocer su identidad en el hotel, deseché toda posibilidad de que las uniera algún lazo de parentesco. Aunque ella nació en la Argentina, toda su familia era de origen italiano.
Ana, poseedora de una imaginación muy activa, ya se había inventado varias explicaciones que podrían responder a lo que estaba oyendo, pero en el fondo reconocía que el tal Renato Brascciano le parecía sincero y no le molestaba escucharle.
—¿Y qué ha sucedido para que cambie de idea y estemos ahora hablando? —le preguntó.
—Es muy sencillo: en toda la noche no conseguí conciliar el sueño pensando en usted. Soy consciente de que tanto su parecido con Lucrecia, como el hecho de que nos hayamos encontrado en un escenario en el que ella estaría, de encontrarse en Roma, es fruto del azar. Pero le confieso que por momentos me afianzo en la idea de que Lucrecia desea que la conozca.
No le pasó desapercibido que el hombre había variado el tiempo de su discurso: aquella era la primera vez que hablaba de la mujer en presente, y eso trajo consigo nuevas preguntas.
—¿Quién es ella?
—Lucrecia Roccia. La mujer más maravillosa que he conocido —contestó él con gesto triste.
—¿Y dónde está?
En esta ocasión, la respuesta se demoró un poco más entre sus labios.
—Ella… Lucrecia murió hace unos meses.
Era la conversación más extraña que Ana había mantenido en su vida. Hubo un momento en el que pensó decirle adiós educadamente, aunque la sospecha de que fuera una forma —sin duda un tanto original, aunque tan válida como cualquier otra— de entablar amistad con ella la movió a hacerle una pregunta un tanto inconveniente:
—Entonces ¿se comunica usted con los muertos? ¿Cómo puede afirmar que ella desea que me conozca?
—Señorita Sandoval, no mantengo ningún tipo de contacto con el más allá. Lo que sucede es que esos a quienes hemos amado y se han ido siguen viviendo en nosotros siempre que no nos olvidemos de ellos.
Aquel hombre podía parecer un loco o un original conquistador, aunque nada más lejos de la realidad y Ana lo captó, no porque estuviera de acuerdo con el razonamiento que acababa de exponer, que sí lo estaba, sino por la forma en que se expresaba. Volvió a interesarse por esa mujer.
—¿Lucrecia era su esposa?
—Nunca lo fue y le aseguro que nada me habría hecho más feliz. Me quería como a un amigo. Fui la persona más cercana a ella durante los últimos siete años.
—¿Vivía en Roma?
—No. En un pueblecito de la Toscana. Pero permítame —pidió Renato—, antes no he terminado de contarle las razones por las que cambié de idea y me decidí a hablar con usted. Como le decía, después de pasarme la noche en vela, concluí que si debíamos conocernos, el azar tendría que decidir. Yo no la esperaría a la salida del hotel para seguirla y abordarla en la mejor ocasión. Pensé que si el encuentro tenía que ser una realidad, usted se presentaría en esta plaza a última hora de la tarde. De esa forma el destino decidiría por nosotros. Y aquí me senté a esperarla.
—¿Por qué esta plaza? —preguntó interesada, para añadir—: ¿Es lo que habría hecho Lucrecia?
—Este era uno de sus lugares preferidos y la última vez que estuvo aquí se despidió de la fuente como usted lo ha hecho; dejando que el agua meciera su mano. Está claro, señorita Sandoval, que existen muchas concordancias entre usted y ella. Estoy convencido de que desea que yo la conozca.
—¿A qué puede deberse ese interés?
—Muy sencillo: es Lucrecia quien desea que usted la conozca.
—¿No dice que está muerta?
—Sí. Pero puede conocerla a través de mí. Es una larga historia y no quiero entretenerla. Si me lo permite, la convido a almorzar mañana en…
—Me temo que será imposible —le interrumpió—. Mañana regreso a Madrid y no dispondré de tiempo.
—Cuánto lo siento —exclamó Renato—. Por favor, concédame aunque solo sean quince minutos.
—De acuerdo, le espero a las cuatro de la tarde en el hotel.
Otra vez, Ana se estaba comportando de forma inhabitual en ella. ¿Por qué habría de perder el tiempo con un señor que la veía como el fiel reflejo de una mujer llamada Lucrecia y que había sido, según él, el amor de su vida? ¿Y si aquel asunto tenía algo que ver con el misterio que ella trataba de descifrar? Lamentó no haber viajado con el violín. Sentía auténtica necesidad de escuchar su voz amiga para sosegarse y pensar con calma.
Por su parte, Renato Brascciano tenía la seguridad de haber hecho lo conveniente. No se equivocaba, cada minuto se reforzaba más en su primera impresión: Ana Sandoval era la persona que estaba buscando. No sabía qué argumentos utilizar para convencerla, pero tenía que conseguir que le acompañara a Pienza. Ella era la persona adecuada.
A la mañana siguiente, mientras se dirigía a casa de los Alduccio Mendía para despedirse, Ana iba pensando en la conversación mantenida con Renato. Nunca había creído que las coincidencias fuesen fruto del azar, sino que más bien podrían responder a algo que ignoramos. Se acordó de su tía Elvira, que siempre aseguraba que todos tenemos un doble: no era este su caso, ya que en opinión de Renato Brascciano el parecido físico no existía, solo su manera de comportarse era similar a la de Lucrecia.
Resultaba evidente su buena disposición para abordar cualquier tema por extraño que resultara, pero por mucha imaginación que desplegase, las razones que la impulsaban a conocer a Lucrecia Roccia se le escapaban. A no ser que todo fuese una fabulación de Renato. Ella no lo consideraba un demente, aunque tal vez lo fuera.
Como le había sucedido la vez anterior, tuvo que emplear toda su fuerza para mover la aldaba de la mansión de los Alduccio Mendía. A los pocos segundos Giuseppe le franqueó la puerta y después de saludarla amablemente le preguntó si deseaba ver a la señora o al señorito. Al comprobar la afabilidad y disposición del criado, no pudo evitar el pensar en que los italianos podían ser los seres más encantadores a poco que se lo propusieran. Miró a Giuseppe sonriente y le dijo que le gustaría despedirse de ambos. Él, consternado, le comentó que la señora estaba enferma, pero que de inmediato avisaría al señorito Lorenzo.
Antes de que el criado se fuera, Lorenzo acudió a ver quién había llamado a la puerta.
—Querida señorita Sandoval, no sabe cuánto me alegro de verla. ¿Se quedará hoy a almorzar conmigo? —preguntó muy alegre, como quien está seguro de que la respuesta será afirmativa.
—Tendrá que ser en otra ocasión. Esta misma tarde regreso a Madrid, aunque le prometo que en mi próxima visita, si entonces está de acuerdo, mi primer compromiso en Roma será con usted.
—Qué desilusión —exclamó Lorenzo a la vez que exageraba su gesto triste—. ¿Dentro de un año, dos, tal vez cinco?
—Seguro que mucho antes —dijo Ana—. Por cierto, me gustaría ver a su madre. Me ha dicho Giuseppe que está enferma.
—Sí, hace unos días que no se encuentra bien. Un enfriamiento, seguro.
—Lo siento mucho. Despídame de ella, por favor.
—No, aguarde un momento. Voy a comentarle que se va, igual luego se enfada si no se lo digo.
Mientras esperaba, Ana se asomó al jardín. Le volvió a parecer hermoso, aunque no era lo mismo sin Victoria Bertoli. Se dijo que existen personas con tanta energía que impregnan su entorno y cuando no están, su ausencia se nota de forma muy especial. La voz de Lorenzo la hizo girarse.
—Mi madre pide que la disculpe y le ruega que acepte este presente como recuerdo de su visita a esta casa.
Ana abrió despacio la saquita de terciopelo rojo. No se imaginaba qué podía contener, y cuando vio la pulsera hizo amago de devolverla.
—No puedo admitirla, es demasiado valiosa. Por favor, dígale a su madre que estoy muy agradecida, pero que el mayor regalo que me llevo es haber tenido el placer de conocerla.
Lorenzo tomó la pulsera que Ana le entregaba y con sumo cuidado la abrió para colocarla en la muñeca de la joven.
—Mi madre me advirtió cuál sería su reacción y me ordenó que se la pusiera y le entregara esta tarjeta.
Con letra clara y firme estaba escrito:
Mi querida Ana:
Te ruego que aceptes la pulsera. La han llevado varias generaciones de mi familia, hombres y mujeres, indistintamente. Ni Lorenzo ni Ludovica sabrían apreciarla. Creía que llegaría el final de mi vida sin poder entregarla a nadie hasta que apareciste tú y supe que la pulsera ya tenía nueva dueña. Ana, sé siempre tú misma.
Miró la pulsera con cariño y respeto: se trataba de un aro de oro macizo, abierto y con un trébol de cuatro hojas en cada extremo a modo de remate. En el centro de uno, una amatista; en el otro, un coral; entre ambos abrazaban una especie de moneda, un camafeo negro, en el que se adivinaba una figura humana en actitud pensante.
Sus conocimientos de joyería y orfebrería eran más bien escasos, aunque estaba casi segura de que era una pieza etrusca. Alguien le había contado que una de las características de esta civilización consistía en utilizar en sus técnicas de decoración una modalidad denominada granulado: las hojas del trébol de la pulsera aparecían rellenas de pequeñísimas esferitas de oro y estas contribuían a proporcionarle una luminosidad que la convertía en una pieza única.
—Dígale a su madre que la llevaré con muchísimo orgullo y que me siento muy honrada de que haya decidido regalármela.
Lorenzo no entendía por qué su madre se desprendía de una joya que siempre había llevado ella, para regalársela a una desconocida. Lo normal hubiera sido que se la diera a su hermana Ludovica o incluso a él mismo… En fin, no volvería a ocuparse de ello. Estaba acostumbrado a las rarezas de su progenitora.
Lo que deseaba era no perder el contacto con aquella hermosa mujer.
—Así lo haré —dijo muy complaciente—. Señorita Sandoval, sé que no debo insistir, pero ya conoce el inmenso placer que sería para mí convidarla a almorzar. ¿No puede quedarse unos días más en Roma? Es una pena hacer un viaje tan largo para tan poco tiempo.
A Ana no le gustó que Lorenzo se creyera capaz de hacerla cambiar de idea y le contestó muy seria.
—El goce de estar en Roma, aunque sea unos minutos, compensa cualquier sacrificio.
Por supuesto que le hubiera gustado quedarse al menos una semana como tenía previsto. En Madrid no le esperaba nada urgente, sin embargo, percibía que debía irse.
—Mi madre le ruega que nos dé su dirección en Madrid.
La joven pensó que Lorenzo se lo había inventado y que era él quien estaba interesado en conseguirla. A pesar de ello le facilitó sus señas y él las guardó como un tesoro.