El equipaje del rey José (10 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: El equipaje del rey José
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La serenidad grave y un poco petulante de aquel hombre, el mirar fijo de sus ojos, su hermosa estatura, la capa que de los hombros le caía hasta los pies, dándole el aspecto de una estatua negra, trastornaron a Monsalud más de lo que estaba. ¿Por qué no decirlo? Tenía miedo, un pavor, semejante al que infunde la superstición. Todo cuanto veía parecíale sobrenatural, obra del demonio, obra de Dios tal vez. Sobreponiéndose a su espanto, dijo:

—Es mentira, la traes bajo tu capa. ¿Tienes miedo?

Con esta pregunta pensó sacarle de su fría impasibilidad; mas el otro sonriendo con desdén, replicó:

—Salvador, guarda ese chisme y vete con los tuyos.

—Mátale, mátale por traidor y embustero —gritó más lejos, desde la casa y junto a la puerta que daba al jardín la voz divina y furiosa de Genara.

Un hecho es este cuyo tenebroso misterio no penetrará jamás con exactitud el observador; pero es indudable que la pasión amorosa confundida con el arrebatado sentimiento patriótico que en el alma de la mujer produce fenómenos extraordinarios, durante las grandes guerras de raza, está sujeta a veleidades casi increíbles. El fanatismo de Genara hizo de ella en la ocasión crítica que narramos un ser espantoso; pero ¿es posible pronunciar la última palabra sobre la vengativa saña de su alma exaltada, sin deslindar lo que de sublime y de perverso había en los sentimientos que precedieron a la explosión tremenda? La pavorosa figura bella y terrible, que pedía la muerte de un hombre, pocos minutos antes amado, encaja muy bien dentro del tétrico cuadro de la época, en la cual las pasiones humanas exacerbadas y desatadas arrastraban a los hechos más heroicos y a los mayores delirios. Había en Genara una entereza romana que de ningún modo podía ser completamente odiosa, y en sus odios lo mismo que en sus amores no se quedaba nunca a medias.

—Tiene razón —dijo de súbito Monsalud arrojando el arma—. Yo soy el que debe morir. ¡Navarro, ahí tienes mi sable! Haz el gusto a Genara.

Navarro recogió el sable y entregándolo a su rival le habló así:

—Te he dicho que te marches a tu campamento. Ni una palabra más. No gusto de conversación.

En el mismo instante sonaron dentro de la casa voces de alarma.

—¡A ese!, ¡al francés!… ¡al renegado! —gritaban voces distintas.

Y viéronse luces y abriéronse puertas y aparecieron algunos hombres y mujeres con palos y escopetas.

—¡Al pozo con él! —gritó uno.

—¡Ahorcarle!… venga la cuerda —gritó otro.

—Meterle en el horno —vociferó un tercero.

De las casas vecinas salieron algunas personas más, y otros aparecieron por la calleja, de tal modo y con tanta presteza que Monsalud se vio amenazado por una ruidosa caterva de personas de todas clases.

—¡Muerte al francés!— gritaban.

Recobrando su ánimo se apercibió para defenderse.

La voz de Genara repitió a lo lejos con estridente aullido que parecía proceder de la garganta de un ángel de exterminio, flotante en el negro espacio sobre el lugar de la escena, las siguientes palabras:

—¡Por traidor y embustero!

Hubiéralo pasado muy mal, perdiendo seguramente la vida el pobre jurado, si su propio rival no le defendiese de aquella turba rabiosa, apartando a unos, haciendo callar a otros y repartiendo a diestra y siniestra gran cantidad de porrazos.

—Nosotros no asesinamos —gritó—. Dejen libre a este pobre hombre que se va a su campamento.

Pero ya que no podían acabar con él, siguieron azuzándole con la soez valentía del número. Protector y protegido, sin dejar por eso de ser encarnizados enemigos, caminaron largo trecho, abriéndose paso con dificultad. Gracias a la hora tardía y oscuridad de aquellos lugares, no acudió más gente al alboroto, que si acudiera, mal lo habría pasado el del uniforme francés a pesar de hallarse tan cerca sus amigos. Felizmente para Salvador, a medida que avanzaban, disminuía la molesta chusma, hasta que al fin y después de andar largo trecho hacia una de las puertas de la villa, donde se distinguían las fogatas y se escuchaba el rumor de las fuerzas acampadas, la ruin turba quedó reducida a media docena de hombres. Navarro les aplacaba y despedía uno por uno, logrando al cabo quedarse solo con la víctima. Más abrumaba a Monsalud la nobleza que demostrara en la referida ocasión su enemigo que los insultos con que le vituperó poco antes.

—Estamos solos —dijo cuando llegaron a la plazoleta inmediata a la puerta que da paso al puente del Zadorra—. Navarro, agradezco tu generosidad. Quieres matarme en buena lid, y no has permitido que me asesinen esos bárbaros. Solos estamos. ¿Es cierto que no traes armas?

—Ya lo he dicho— replicó el otro.

—Lo creo; eres valiente y sé que no las ocultarías por cobardía. ¿Insistes en no batirte conmigo? No me he pasado a los franceses: antes de servirles, yo no había tomado las armas por ninguna causa. Mi destino lo ha querido así; pero no estoy deshonrado. Mi desgracia, mi abandono, mi pobreza lleváronme a las filas del enemigo, y la deshonra consistiría en abandonarlas durante el peligro… Ve, pues, en busca de tus armas; aquí te espero.

—No quiero —repuso Navarro, con sequedad—. Ya te he dicho que sigas tu camino.

Y luego con expresión de orgullo que Monsalud no acertaba a explicarse, añadió:

—Soy guerrillero.

Dijo esto, como si dijera: «Soy Dios».

—Bien, ¿y qué más da que seas guerrillero? Eso prueba que eres valiente —repuso el otro con aflicción.

—¿Sabes lo que haré si te vuelvo a encontrar junto a las tapias de la casa de Genara, o si la miras, o si hablas de ella en público, siquiera digas solamente que la has conocido?

—¿Qué?

—Cortarte las orejas… Conque adiós.

Dicho esto volvió la espalda y se alejó tranquilamente, dejando a Salvador perplejo y dudoso entre aceptar aquel inopinado desenlace de la contienda o arremeter tras su enemigo para herirle. Una ira loca sucedió a las dolorosas dudas, y siguiendo a Carlos gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Navarro, eres un cobarde!

El guerrillero volvió atrás y con provocativa flema le dijo:

—Como están cerca tus amigos; como se les ve desde aquí y podrían venir al menor ruido, te has vuelto tan bravo, que si te vieran los gatos de la vecindad, temblarían de miedo.

—Navarro —exclamó Monsalud con frenético coraje—, toma mi sable. Espérame un instante, un instante no más, mientas voy a que un amigo me preste el suyo. Entonces me podrás decir lo que te acomode y yo morir o cerrarte para siempre esa boca insolente.

—Salvador —gritó Navarro comenzando a perder la enfática serenidad que mostraba— no me provoques con tus ladridos… Te he perdonado y me insultas, te desprecio y me sigues. Tanto me buscarás, que al fin has de encontrarme.

Con rápido movimiento se desembozó, dejando en tierra la linterna.

—No tienes tú la culpa —dijo—, sino quien sabiendo lo que eres, baja de noche a hablar contigo por la reja de la huerta. Genara no te conocía sin duda o la engañaste con torpes embustes e infames artes.

—Dime todo eso con una espada, con una pistola, con tu sangre, malvado —clamó Monsalud rugiendo de ira—, y te contestaré lo que mereces.

—Pues sea —gritó Carlos, y en el mismo momento oyose sonar el chasquido del resorte de una navaja, cuya larga hoja brilló en la oscuridad.

—Yo también traigo la mía —exclamó con júbilo Monsalud, arrojando el sable—. Navarro, defiéndete.

Envolvían en el siniestro brazo el uno su capote y el otro su capa, cuando se oyeron pisadas y luego voces alegres que por un callejón cercano se acercaban.

—Son franceses —dijo Navarro, pateando con furia.

—¿Franceses? ¿Y qué importa? —exclamó Salvador—. Seguirán su camino. Adelante pues.

—Traidor —gritó el guerrillero—, me has traído a donde están tus amigos.

—Vamos adonde quieras, elige sitio —repuso el jurado apresurándose a partir.

Apenas dieron algunos pasos en la dirección que indicara Navarro marchando delante, cuando se vieron detenidos por media docena de franceses, borrachos todos como cubas, los cuales reconociendo al punto a Monsalud, le rodearon, y con gritos y vociferaciones del peor gusto le saludaron.

—Dejadme, dejadme solo, amigos —dijo este.

—¿Quién es este bravo mozo? —gritó un francés dirigiéndose a Navarro.

—¡Ah! ¿tenéis pendencia?

—Echad mano al paisano y llevémosle al cuerpo de guardia —dijo un francés.

—Al que le toque —vociferó Monsalud resguardando con su cuerpo el de su enemigo—, le mataré como a un perro.

—¡Oh! ¡qué bríos! —gruñó otro francés.

—Vaya, basta de disputas —chilló un tercero—, y vénganse los dos a la taberna con nosotros.

—Tenemos que hacer en otra parte… Sigan ustedes adelante…

—Están desafiados… Ved las navajas.

Ambos contendientes cerraron y guardaron las armas.

—¿Desafío? —dijo uno que tenía la charretera de sargento—. Ahora mismo van a ir los dos al cuerpo de guardia. ¿Con que desafío? A fe de Jean-Jean que no consiento tal cosa.

—¡A la taberna, a la taberna!

Apareció entonces otro grupo de franceses que se unió al primero.

—Vamos, ven acá farsante —gritó Jean-Jean asiendo a Monsalud por el brazo y tratando de llevárselo consigo.

—Señor espantajo —indicó un jurado amenazando a Navarro—, o toca Vd. tablas ahora mismo, o le pondremos a la sombra.

Navarro callaba, sofocando su coraje; pero acariciaba la navaja, dispuesto a atravesar al primero que osase ponerle la mano encima.

Salvador, desasiéndose con gran trabajo de los que entorpecían sus movimientos, se acercó a Navarro, y comprendiendo que la situación de este no era muy satisfactoria, dijo en voz alta:

—Señores, déjenme hablar dos palabras a solas con este amigo, y después nos iremos juntos a la taberna.

—Si me dan tiempo para ir a buscar a dos de mis amigos, a dos nada más —le dijo Navarro en voz baja—, daré cuenta de ti y de esos borrachos.

—Carlos —repuso Monsalud—, ponte en salvo. Nada podemos hacer por esta noche. Estos majaderos no nos dejarán solos.

Trémulo de coraje, el guerrillero no contestó nada.

—Señala sitio y hora para mañana, para pasado mañana, para cuando quieras.

—El sitio y la hora en que nos volvamos a encontrar —respondió Carlos echando fuego por los negros ojos.

—El sitio y la hora en que nos volvamos a encontrar —repitió Monsalud con febril resolución—. Por la noche y por Dios que la hizo juro que así será.

—Me voy —dijo Navarro con sarcasmo—. Tus amigos te han salvado esta noche… Ahora, cuando yo vuelva la espalda, azúzalos contra mí.

Sin más palabras ni hechos, Navarro se internó a buen paso por una oscura y solitaria calle, y como algunos de los franceses allí presentes, quisieran ir tras él, púsose Monsalud entre ambas esquinas de la angosta vía y con determinación firmísima dijo a sus camaradas:

—El que quiera seguirle tiene que pasar sobre mi cuerpo.

- XII -

Cuando Jean-Jean y comparsa se empeñaban en llevar a Salvador a la taberna, este iba en tal estado de sombrío estupor y excitación mental que a las palabras de sus amigos, respondía tan sólo:

—¡Él guerrillero, yo francés!… ¡Yo francés, él guerrillero!… ¡Él blanco, yo negro!… ¡Él cielo, yo tierra! ¡Si ese hombre fuera Dios, yo quisiera ser el demonio!

A poco de entrar en la taberna, y antes que lograran hacerle tomar nada, escapose fuera y se dirigió a su casa en lastimoso estado moral y físico, con la razón delirante, el cuerpo flojo y desmayado como el de un beodo, hablando sordamente consigo mismo a veces, y a ratos profiriendo gritos que alarmaban al vecindario. Cuando entró en su casa, hallábanse en ella, a pesar de lo avanzado de la noche, doña Perpetua y el cura, acompañando ambos a doña Fermina. En el centro de la pieza había una mesa puesta con no poco aparato de vasos y platos, desplegándose allí gallardamente todo el lujo de la casa como para una fiesta. Las viandas que sobre ella estaban, habían dejando de humear, enfriadas ya por el largo plazo de espera, y las quijadas de la santa como las del cura se abrían bostezando de apetito y sueño.

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