Read El Escriba del Faraón Online
Authors: César Vidal
—Escucha bien, intérprete —me dijo Ajeprura Amenhotep antes de comenzar su discurso—, quiero que traduzcas de la manera más exacta posible lo que voy a decir. Mis palabras son frases divinas que tendrán una importancia trascendental para la vida de esta gente. Cumple bien con tu deber, y ni los dioses ni yo te olvidaremos jamás.
Me incliné ante él y le aseguré que no tendría motivo de queja y que mis labios repetirían punto por punto lo que él dijera.
Había escogido como plataforma su carro. Supongo que deseaba impresionar aún más a los indígenas, aunque resulta dudoso que nada pudiera ya sorprenderlos después de lo sucedido. Irguió su cuello, reprimió una sonrisa de satisfacción que afloraba a sus labios, adoptó un gesto mayestático y comenzó a hablar:
—¡Fieles aliados de Ykati! Agradeced a los dioses tener el señor que tenéis, así como el apoyo del siempre victorioso ejército de
Jemet.
Anoche, mientras dormíais tranquilamente, repugnantes traidores ocultos entre vuestras propias gentes planearon una vergonzosa matanza dirigida contra vosotros. Pensaban, aprovechando vuestro plácido descanso, privaros de vuestras vidas y posesiones. Pero Amón me reveló lo que iba a suceder y pudimos adelantarnos a tan perversos planes. Antes de que Ra comenzara a remontar los cielos a bordo de
Mandet,
atacamos, rápida y eficazmente, a esos felones y salvamos vuestras vidas. Agradeced por lo tanto a los dioses que su hijo y el ejército de su hijo estuvieran acampados cerca de Ykati. Ahora, para garantizar que tales hechos no se repetirán en el futuro, los culpables supervivientes serán deportados y vosotros disfrutaréis de un contingente aún mayor de soldados. ¡Sentíos felices! ¡No temáis! ¡Regocijaos! ¡La salvación que los dioses han manifestado hoy es grande y plena!
Contemplé los rostros de aquellos seres que, como tizones salvados de un incendio, apenas tenían sobre sí nada agradable que llamara la atención. En general, se trataba de gente aún no repuesta de la confusión y del dolor. En su silencio pude sentir el peso insoportable de la desgracia inmerecida y a la vez el deseo de sobrevivir a la misma, de cultivar otra vez los campos, de ver de nuevo nacer y crecer a los niños. Cuando Ajeprura Amenhotep concluyó su discurso con gritos de victoria y júbilo, yo también imprimí a mis palabras el mismo tono con la esperanza de que alguien se uniera a aquella necedad, siquiera para no hacer sospechar a los vencedores que existían descontentos en las filas de los supervivientes. Algunos de aquellos infelices entendieron y comenzaron a desear larga vida para Ajeprura Amenhotep y sus hombres. Lloraban al mismo tiempo porque eran conscientes de cuánta perversidad era necesaria para llevar a cabo una ceremonia como aquélla, pero creo que cuanto más lo pensaban, más fuerte elevaban sus voces, quizá con la esperanza de que el estruendo de éstas amortiguara los gritos de dolor de sus corazones. Como consumación de todo, me volví a Ajeprura Amenhotep y, humildemente inclinado, le dije:
—Mi señor, os están aclamando.
Sonrió y mirando a Sennu, que estaba a su diestra, afirmó con desdén:
—Eso sólo demuestra que los dioses nunca se equivocan y que Minhotep, que tanto pretendía conocer a estas gentes, no es sino un patán ignorante.
M
inhotep, pese a lo que pensaban Ajeprura Amenhotep y Sennu, no se había equivocado. Nuestra presencia subió a la nariz de los pobladores del país como la peste de los hipopótamos en la estación de
Shemu.
De repente, la escasa población que hasta entonces se había dejado ver se fue espaciando cada vez más y el viento comenzó a traernos la certeza de que el momento de la confrontación decisiva se estaba acercando peligrosamente.
La concubina de Minhotep había escapado a duras penas de ser violada o degollada, y a él se le ordenó que se incorporara al ejército expedicionario como conocedor profundo del terreno. En aquellos días intenté estar lo más a menudo posible a su lado, fundamentalmente para evitar que pronunciara declaraciones que le pudieran ocasionar un severo castigo y también, lo reconozco, para mantenerme apartado del resto de la tropa. No conseguía —y eso era natural— apartar de su corazón el recuerdo de tantos amigos muertos, y un día me confesó que tenía la certeza de que iría al
ka
antes de que aquella expedición concluyera, pero que con él marcharían muchos de nuestros soldados.
Aquellos comentarios me desagradaron profundamente. Por un lado, apreciaba a Minhotep y la muerte de una persona como él sólo hubiera añadido pesar a mi corazón. Por otro, yo mismo no sentía ahora ningún deseo de ir al
ka.
Cuando Merit había desaparecido de mi vida tal idea había tenido algún atractivo para mí, pero en aquellos momentos, tras ver la suerte de tanto desdichado, deseaba seguir viviendo al igual que el sediento ansia beber agua. Ajeprura Amenhotep no me importaba y tampoco realmente lo que pudiera sucederles a sus súbditos, aunque no por eso dejara de sentir lástima por ellos. Sin embargo, sí deseaba sobrevivir. Ansiaba regresar a la tierra de
Jemet
y allí pasar el resto de mis días tranquilo y bebiendo de las aguas del
Hep-Ur.
A punto estuve de no lograrlo.
Desde el día anterior, Sennu había ido desplazando nuestro ejército por el distrito de Tijsi, una zona donde, aparentemente, nada teníamos que temer. Ra llevaba un buen rato a bordo de
Mandet,
cuando comenzamos a atravesar una especie de valle encajonado en medio de cerros de escasa altura. Aunque manteníamos alguna patrulla a retaguardia e igualmente en la vanguardia, lo cierto es que no hubiéramos esperado ningún tipo de ataque. No había ninguna ciudad cerca que tuviera la importancia suficiente para combatir por su toma, ni tampoco las elevaciones que se dibujaban a nuestros flancos tenían la altura bastante como para bloquear el avance de un ejército.
Nuestra retaguardia había penetrado por completo en el valle cuando, repentinamente, un ruido ensordecedor nos obligó a volver la cabeza en todas direcciones. Era similar a las pisadas de muchos bueyes, o al estruendo de millares de tambores acompasados. Sin embargo, no iba acompañado de gritos o cualquier otro sonido humano. Más que el temor, puede decirse que era la sorpresa y la interrogación lo que se dibujaba en nuestros rostros. ¿Se trataba de un temblor de tierra? ¿Podía ser el sonido lejano de una apartada tempestad? Intentaba encontrar una respuesta cuando, casi al unísono, las alturas, en medio de las cuales discurría el valle, se llenaron de bultos mayores que hombres, armatostes que mi vista no podía apreciar con exactitud y cuya contemplación sólo trajo desasosiego a mi corazón.
—Son carros —dijo Minhotep, que estaba a mi lado—. Son los carros de los reyes de la tierra.
Así era. Como si se tratara ahora de un solo hombre, aquellos artefactos comenzaron a descender por las colinas, mientras sus ocupantes lanzaban desaforados gritos. No pude evitar que en esos momentos mi
ieb
se pusiera a hablar a la misma velocidad que las ruedas de aquellos ingenios.
Las máquinas pasaron por entre nuestras filas como la hoz por en medio de las espigas. Sin apenas tener tiempo para reaccionar, nuestros soldados comenzaron a caer atravesados por los venablos de los ocupantes de aquellos veloces artilugios. Sin embargo, cuando su reserva de armas arrojadizas se agotó, saltaron de los mismos y entablaron combate cuerpo a cuerpo. Entre tanto, fuerzas de infantería habían descendido de las lomas uniéndose a ellos en la tarea de acabar con Ajeprura Amenhotep y su ejército. Sentí entonces como si mi corazón cayera en un estado de adormecimiento similar al que algunas personas atribuyen a ciertas drogas. Maquinalmente, sin pensarlo, llevé la mano a la espada y me dispuse a abatir a alguien en medio de la confusión. Golpeé ciegamente y noté que tras el impacto un cuerpo se apartaba de mi paso. No me detuve. Una vez más, mis ojos recorrieron el campo en busca de un enemigo que derribar.
—Formad en cuadro —sonó la voz de un oficial detrás de mí—, formad en cuadro.
Torcí el cuello en la dirección desde donde sonaba la voz y pude ver como el pabellón de Ajeprura Amenhotep se convertía en el punto de referencia para todos los que aún no habíamos ido al
ka.
Como pude, retrocedí hacia allí y creo que en mi repliegue aún herí a uno o dos más de los
aamu,
aunque no estoy del todo seguro. Sennu había conseguido colocarse en el centro del mal pergeñado cuadro y gritaba en una y otra dirección a los oficiales y soldados. En la cara llevaba un costurón, sin duda fruto de alguna arma blanca, pero aun así no parecía haber perdido nada de su vigor. Debo reconocer que, muy posiblemente, todo hubiera acabado en desastre de no ser por él y por Ajeprura Amenhotep. Éste no paraba de cargar su arco y de dispararlo, a la vez que nos lanzaba consignas alentadoras.
—Amón los ha puesto en nuestras manos. Ni siquiera hemos tenido que buscarlos. Descienden hasta nosotros para que los matemos. Resistid. Uno solo de vosotros vale como treinta de ellos.
Reconozco que Ajeprura Amenhotep exageraba poco en sus apreciaciones. La sorpresa y el carácter especialmente mortífero del ataque con carros nos había causado muchas bajas, pero, una vez reconstituidas nuestras filas, nos habíamos convertido en un formidable enemigo para aquella gente que, a fin de cuentas, en su mayor parte sólo eran campesinos mal armados. Por seis veces lanzaron a sus hombres contra nosotros y por seis veces, como las olas del
Wad-wer
abandonan la playa sin domeñarla, tuvieron que retroceder sin abrir una sola brecha en nuestras líneas. Sin embargo, mientras ellos se mostraban progresivamente agotados, nuestras tropas iban encontrándose más relajadas y seguras. Sennu ordenaba que la primera fila fuera reemplazada a cada nuevo embate y así, mientras nuestros hombres sólo tuvieron que medirse una vez, o a lo sumo dos, con sus adversarios, éstos, en su mayoría, se vieron obligados a batirse en todos y cada uno de los seis empujes. Aún puedo ver en mi corazón sus largos cabellos revueltos, sus barbas sucias y sus frentes sudorosas cuando se replegaron por sexta vez. Era obvio que sus piernas apenas los sostenían ya y que sus brazos, cansados por el peso de las armas, apenas podían sujetarlas con vigor. Pero no sólo yo capté la deteriorada situación del enemigo. Por detrás de nosotros, en medio del silencio de los dos bandos que esperaban y temían un nuevo choque, sonó la voz de Ajeprura Amenhotep, más altiva y segura que nunca.
—Ahora son nuestros. Amón nos los da para que en sus cuerpos agucemos el filo de nuestras armas. ¡A por ellos!
En medio de un griterío espantoso, nuestro cuadro pareció quebrarse en cuatro pedazos y, antes de que los bárbaros pudieran percatarse de lo que se les venía encima, caímos sobre sus desperdigadas filas, sedientos de victoria. La cólera acumulada durante el repliegue, el ansia de venganza por los compañeros caídos, la codicia del botín y el deseo de reparar el orgullo herido se unieron como cuerdas de un lazo que estranguló los restos de nuestros enemigos. De no ser porque muchos prefirieron rendirse, porque algunos estábamos agotados y porque no faltaba mucho para que Ra descendiera del cielo en
Meseket,
es muy posible que todos hubieran caído a filo de espada.
Sin duda, fue aquél un día de triunfo pocas veces igualado. Más de quinientos cincuenta nobles, entre ellos siete reyes, fueron capturados asegurando al señor de la tierra de
Jemet
un dominio indiscutible sobre el país. Ciertamente ahora podíamos ser odiosos, pero nadie, absolutamente nadie, se atrevería a desobedecer las órdenes procedentes del país situado a orillas del
Hep-Ur.
En cuanto al botín, resultó asimismo impresionante. En aquella operación militar capturamos doscientos diez caballos y trescientos carros que, abandonados ante el empuje de las tropas, cayeron en nuestras manos. La cantidad de
nub,
el metal amarillo, reunida en el saqueo posterior del campamento enemigo superó los seis mil ochocientos
deben
y la de
hemt,
el metal rojo, alcanzó los quinientos mil. Ajeprura Amenhotep había logrado, al fin, la victoria que durante tanto tiempo había ansiado y, pacificadas definitivamente aquellas tierras, dio orden de regresar a la patria.
B
usqué durante horas el cuerpo de Minhotep entre los caídos en la batalla de Tijsi. Finalmente, di con su cadáver, sólo reconocible por las insignias de su rango. Al parecer, había sido derribado del caballo en que montaba y, una vez en el suelo, lo habían acribillado a lanzadas. Pensé que, seguramente, al ir al
ka
su corazón habría encontrado el sosiego. Lamenté haberlo conocido en aquellas circunstancias. En otro tiempo, en otro lugar, quizá habríamos podido ser amigos. En aquella campaña tuve que conformarme con lograr que su cuerpo no fuera enterrado en una fosa común y con que se trasladara a Ykati. Apenas poseía nada de valor —de hecho, no se había enriquecido en absoluto desempeñando su cargo— y poco pudo entregarse a su concubina cuando, de regreso, volvimos a pasar por Ykati. Cuando le narré todo lo sucedido, la mujer no derramó ni una lágrima. Quizá no quedaba ya ninguna en su corazón. Vestía de luto, lo que me hizo pensar que algún otro ser querido había muerto en nuestro ataque a su ciudad, y cuando me despedí de ella se limitó a darse la vuelta y alejarse sin volver la vista atrás. Nunca volví a saber de ella.
Nuestra entrada en la tierra de
Jemet
fue digna del recibimiento dispensado a un dios. La fama precedía a nuestras tropas y en todos los lugares por los que pasábamos los niños nos vitoreaban, las mujeres salían a recibirnos con comida y flores, y los dignatarios mostraban sus mejores sonrisas. Habíamos sido, bajo la sabia dirección de Ajeprura Amenhotep, los restauradores del orden sobre el caos, de la armonía sobre la anarquía, de la civilización que
Jemet
representaba sobre las fuerzas de la barbarie.
Detrás de nosotros, humillados, desnudos, pero, en ocasiones, aún orgullosos, iban encadenados los vencidos. Ajeprura Amenhotep decidió que debía darse una lección definitiva para que todo el universo supiera lo que su gobierno significaba y lo que podían esperar los que se alzaran contra él. Cuando llegamos a
Waset
ordenó que el pueblo fuera reunido a fin de asistir en masa al último acto de aquella campaña victoriosa. Después, ante todos ellos, ordenó que comparecieran seis de los siete reyes que había capturado en Tijsi. Se irguió cuando los obligaron a arrodillarse ante él, se rió de ellos, los insultó, los escupió y finalmente, fue aplastando uno por uno sus cráneos con su maza de guerra.