El espectro del Titanic (19 page)

Read El espectro del Titanic Online

Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El espectro del Titanic
4.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Independientemente de toda esta actividad que se desarrollaba frente a los Grandes Bancos, a miles de kilómetros, se invertía gran cantidad de dinero y esfuerzo. En Florida, no lejos de las rampas de lanzamiento desde las que el hombre había partido hacia la Luna (y en las que ahora se preparaba para ir a Marte) estaban ya muy avanzados los trabajos de dragado para la construcción del Museo Submarino
Titanic
y, en el otro hemisferio, Tokyoon Sea preparaba un sofisticado palacio de observaciones subacuáticas, con corredores transparentes y, desde luego, salas de proyección continua de la que se esperaba fuera una película excepcionalmente espectacular.

También en otros lugares del mundo se movían grandes sumas de dinero, especialmente en el país que volvía a llamarse Rusia. Gracias al
Pedro el Grande
, en la Bolsa de Moscú había gran demanda del papel de las compañías creadas en torno a los proyectos del
Titanic
.

XXXIII. Máxima actividad solar

—Otra de mis monomanías es la del ciclo de las erupciones solares —dijo Franz Zwicker—. Especialmente, la actual.

—¿Y qué tiene de particular? —preguntó Bradley mientras los dos hombres bajaban al laboratorio.

—En primer lugar, culminará en, ¡acertó!, el año 2012. Ya superó el máximo de 1990 y se acerca al récord del 2001.

—¿Y bien?

—Pues, entre nosotros, estoy asustado. Son tantos los chiflados que han tratado de relacionar acontecimientos con el ciclo de once años (que, por cierto, no siempre son once) que a veces el llevar la cuenta del período de máxima actividad solar se considera como una rama astrológica. Pero es indudable que el Sol influye prácticamente en todo lo que ocurre en la Tierra. Estoy seguro que es responsable del extraño tiempo que hemos tenido durante el último cuarto de siglo. Por lo menos, en cierta medida; no podemos echar
toda
la culpa a la raza humana, por más que digan Bluepeace y Compañía.

—¡Creí que estaba usted de su parte!

—Sólo los lunes, miércoles y viernes. El resto de la semana vigilo con inquietud a la madre Naturaleza. Y el patrón del tiempo no es la única anomalía. La actividad sísmica parece aumentar. Fíjese en California. ¿Por qué la gente
sigue edificando
en San Francisco? ¿No tuvieron bastante con lo de 2002? Y todavía no ha llegado el Grande…

Jason consideraba un privilegio ser depositario de las confidencias del científico. Aquellos dos hombres, de tan distinta procedencia y carácter, se profesaban mutuo respeto.

—Y hay algo más que a veces me da pesadillas. Las explosiones de las grandes profundidades, provocadas, quizá, por terremotos. O por el hombre.

—He conocido varias. Una muy fuerte en el 98, en un yacimiento de Luisiana. Hizo desaparecer toda una plataforma.

—¡Oh, aquello no fue más que un pequeño eructo! Yo me refiero a las verdaderas explosiones, como la que abrió el cráter que los científicos de la «Shell Oil» encontraron en el Golfo, a dos kilómetros de profundidad, en los años 80. Imagine la fuerza que produjo aquello. Tres millones de toneladas de lecho marino, desplazadas. El equivalente de una bomba atómica de buen tamaño.

—¿Y cree usted que eso puede volver a ocurrir?

—Sé que volverá a ocurrir, pero no cuándo ni dónde. Yo no hago más que advertir a los de la Hibernia que están haciendo cosquillas al dragón en la punta de la cola. Si Tommy Gold está en lo cierto, y en lo de las estrellas de neutrones acertó, aunque se equivocara en lo del polvo lunar y el estado estacionario, no hemos hecho más que arañar la corteza terrestre. Lo que hemos extraído hasta ahora no es más que una pequeña fuga de los auténticos depósitos que están a diez kilómetros de profundidad o más.

—¡Pues vaya fuga! Ha hecho andar nuestra civilización durante los dos últimos siglos.

—¿La ha hecho andar o la ha echado a perder? Bien, aquí tiene usted a su alumno más aventajado. ¿Cómo van las clases?

J. J. estaba en una plataforma de transporte, con aspecto de pez fuera del agua. Estaba conectado a un banco de ordenadores por un cable que a Bradley le parecía absurdamente fino. Él se había criado en la época de los cables de cobre y no acababa de acostumbrarse a la revolución de la fibra óptica.

No parecía estar ocurriendo nada; la técnica encargada hizo desaparecer rápidamente el microlibro que estaba mirando y rápidamente concentró la atención en el monitor.

—Todo perfecto, doctor —dijo la muchacha alegremente—. Ahora estoy verificando las bases de datos del sistema de especialización.

Eso es una parte de

, pensó Jason. Había pasado horas en simuladores de inmersión mientras los programadores trataban de codificar y almacenar toda su duramente adquirida experiencia: la esencia del veterano ingeniero submarino J. Bradley. Él sentía más y más intensamente que, por lo menos en el aspecto teórico, J. J. estaba convirtiéndose en una especie de hijo.

Esta sensación se acentuaba cuando dialogaban directamente. En la profesión se bromeaba desde siempre que los buzos sólo sabían doscientas palabras, que eran todas las que necesitaban en su trabajo. J. J. tenía suficiente inteligencia artificial como para superar con holgura ese vocabulario.

El laboratorio había querido dar una sorpresa a Jason utilizando su voz en el sintetizador de J. J., pero la reacción del maestro fue decepcionante. Los bromistas habían olvidado que pocas personas reconocen su propia voz en una grabación, especialmente si pronuncia frases que ellas nunca han dicho. Jason no supo de quién era la voz hasta que reparó en las sonrisas que había a su alrededor.

—Ann, ¿hay alguna razón que impida empezar las pruebas en el agua en la fecha prevista? —preguntó Zwicker.

—Ninguna, doctor. El algoritmo de retorno de emergencia no acaba de funcionar, pero no vamos a necesitarlo para las pruebas.

Aunque los transductores de sonido no estaban diseñados para funcionar en la atmósfera, Jason no pudo resistir la tentación de intercambiar unas palabras con Junior.

—Hola, J. J., ¿me oyes?

—Te oigo.

Las palabras estaban distorsionadas pero eran reconocibles. Debajo del agua, la calidad mejoraría.

—¿Sabes quién soy?

Se hizo un largo silencio. Al fin, J. J. respondió:

—Pregunta no entendida.

—Acérquese, Mr. Bradley —dijo la técnica—. Fuera del agua es muy sordo.

—¿Me reconoces?

—Sí. Eres John Maxwell.

—Hay que volver a empezar desde el principio —murmuró Zwicker.

—¿Y quién es John Maxwell? —preguntó Bradley, más divertido que molesto.

La muchacha parecía turbada.

—Es el jefe de sección de Reconocimiento de Voces. Pero no hay que preocuparse. Esto no es una prueba en condiciones normales de trabajo. Debajo del agua, le reconocerá a medio kilómetro.

—Así lo espero. Adios, J. J. Volveremos a vernos cuando estés mejor del oído. Vamos a ver si el
Aqua Jeep
está en mejor forma.

El
Aqua Jeep
era el otro proyecto importante del laboratorio y, en algunos aspectos, no menos exigente. La reacción de la mayoría de los visitantes la primera vez que lo veían era preguntar: «¿Es un submarino o un traje de buzo?». Y la respuesta era siempre: «Las dos cosas».

El mantenimiento y utilización de los sumergibles de tres tripulantes como el
Marvin
era muy caro: una sola inmersión podía costar cien mil dólares. Pero había casos en los que bastaba un vehículo menos complicado, tripulado por un solo hombre.

La secreta ambición de Jason Bradley era conocida por todo el laboratorio. Él deseaba que el
Aqua Jeep
estuviera listo a tiempo para llevarlo hasta el
Titanic
mientras el barco estuviera todavía en el fondo.

XXXIV. El huracán

Tendrían que transcurrir décadas antes de que los meteorólogos pudieran demostrar que el gran huracán de 2010 era uno de la serie que había empezado en los años 80, y que anunciaba los cambios climáticos del milenio siguiente. Antes de que agotara sus fuerzas azotando los contrafuertes occidentales de los Alpes,
Gloria
había causado daños por valor de veinte mil millones de dólares y más de mil muertos.

Los satélites meteorológicos, naturalmente, dieron aviso con unas horas de antelación: de otro modo, las víctimas hubieran sido muchas más. Pero, inevitablemente, muchos no oyeron las predicciones o no las tomaron en serio. Sobre todo, en Irlanda, que fue la primera en recibir aquel azote de los cielos.

Donald y Edith Craig estaban montando las últimas escenas de la Operación Ultracongelación cuando
Gloria se
abatió sobre el castillo de Conroy. Tras los gruesos muros del sótano, no se enteraron de nada, ni oyeron el estrépito cuando la cámara oscura fue arrancada de las almenas.

Ada reconocía ahora alegremente que era un caso perdido para las matemáticas
puras
: la clase de matemáticas que, según la célebre frase de G. H. Hardy, nunca servirían de nada a nadie. Aunque él no llegó a enterarse (porque los secretos del sistema ENIGMA de descifrado de claves no fueron revelados hasta décadas después), en vida del propio Hardy, se descubrió que no podía estar más equivocado. En manos de Alan Turing y sus colegas, incluso algo tan abstracto como la teoría de los números podía ganar una guerra.

El cálculo, la trigonometría superior y casi toda la lógica simbólica eran para Ada un libro cerrado. Sencillamente, no le interesaban; su gran afición eran la geometría y las propiedades del espacio. Ya especulaba con cinco dimensiones, porque cuatro le resultaban excesivamente simples. Al igual que Newton se pasaba la mayor parte del tiempo «navegando por los extraños mares del pensamiento… sola».

Pero hoy se encontraba en el espacio tridimensional normal, gracias al regalo que le había enviado el «tío» Bradley. Treinta años después de su primera aparición, el Cubo de Rubik había resurgido con una mutación mucho más mortífera.

Por ser un objeto puramente mecánico, el Cubo original tenía una debilidad que sus adictos agradecerían sinceramente. A diferencia de todos sus vecinos, los seis cuadros centrales de cada cara eran fijos. Los otros cuarenta y ocho podían orbitar alrededor de ellos para crear hasta 43 252 003 274 489 856 000 combinaciones diferentes.

El Mark II no tenía esta limitación; sus cincuenta y cuatro cuadrados eran móviles, por lo que no había ningún centro fijo que diera puntos de referencia a sus frenéticos manipuladores. El desarrollo de los microchips y las pantallas de cristal líquido había hecho posible semejante prodigio; en
realidad
, no se movía nada, sino que los cuadros multicolores podían desplazarse por la cara del Cubo simplemente tocándolos con la yema del dedo.

Ada, descansando en su pequeña embarcación con
Lady
, estaba absorta en su nuevo juguete y no había advertido cómo se oscurecía el cielo. La tormenta estaba casi encima cuando la niña puso en marcha el motor eléctrico para ir en busca de refugio. Ni por un momento pensó que pudiera haber peligro; al fin y al cabo, el lago Mandelbrot no tenía más que un metro de profundidad; pero a ella no le gustaba mojarse y
Lady
aborrecía el agua.

Cuando llegaba al primer, lóbulo occidental del lago, el rugido del viento era casi ensordecedor. Ada estaba excitada; ¡esto sí que era emocionante! Pero
Lady
, despavorida, trataba de esconderse debajo del banco.

Mientras recorría la punta, entre la avenida de cipreses, estaba relativamente protegida del viento. Pero entonces empezó a alarmarse. Los grandes árboles de cada lado se doblaban como juncos.

La niña estaba a una docena de metros del cobertizo situado en la punta oeste del conjunto M, cerca de la frontera con el infinito, a menos 1,999 cuando los temores de Patrick O'Brian acerca de los cipreses trasplantados se cumplieron trágicamente.

XXXV. Artefacto

Uno de los hallazgos arqueológicos más conmovedores que se hayan hecho fue el que tuvo lugar en Israel, en 1976, durante una serie de excavaciones efectuadas por científicos de la Universidad Hebrea y el Centro Francés de Investigaciones Prehistóricas de Jerusalén.

En un yacimiento de diez mil años de antigüedad, apareció el esqueleto de una niña con una mano en la mejilla. En la otra mano sostenía otro pequeño esqueleto: el de un cachorro de unos cinco meses.

Éste es el ejemplo más antiguo que se conoce de una persona y un perro compartiendo una misma tumba. Después tiene que haber habido muchos otros.

(De
Los amigos del hombre
de Roger Caras. «Simon & Schuster», 2001.)

—Puede que le interese saber que el caso de Edith no es único —dijo el doctor Jafferjee con aquella frialdad clínica que Donald encontraba irritante (aunque, ¿cómo si no iban a poder conservar el juicio los psiquiatras?)—. Desde que el conjunto M fue descubierto en 1980, hay gente que se obsesiona por él. Generalmente, se trata de fanáticos de la informática cuyo sentido de la realidad suele ser bastante tenue.

Hay nada menos que sesenta y tres ejemplos de mandelmanía registrados en los bancos de datos.

—¿Y hay curación?

El doctor Jafferjee frunció el entrecejo. «Curación» era una palabra que él usaba raramente. «Reajuste» era el término que prefería.

—Digamos que en el ochenta por ciento de casos, el sujeto consigue reanudar… una vida normal, a veces con ayuda de medicamentos o de implantes electrónicos. Es una cifra muy alentadora.

Salvo para el veinte por ciento restante, pensó Donald. ¿En qué categoría se encuentra Edith?

Durante la semana que siguió a la tragedia estuvo extrañamente serena. Después del funeral, algunos amigos del matrimonio se asombraban de su aparente falta de emoción. Pero Donald sabía cuán profunda era la herida y no le sorprendió observar que su mujer empezaba a actuar de modo irracional. Cuando empezó a deambular de noche por el castillo, registrando habitaciones vacías y oscuros corredores que no habían sido reformados, Donald comprendió que había llegado el momento de acudir al médico.

No obstante, él demoraba la visita, con la esperanza de que Edith lograra superar aquellas primeras etapas del dolor. Y parecía que iba a conseguirlo. Entonces murió Patrick O'Brian.

Las relaciones de Edith con el viejo jardinero siempre fueron conflictivas, pero se respetaban mutuamente y los dos querían mucho a Ada. La muerte de la niña fue tan devastadora para Pat como para sus padres; él también se culpaba de la tragedia. Si se hubiera negado a trasplantar aquellos cipreses… Si…

Other books

Indigo Rain by Watts Martin
Patchwork Family by Judy Christenberry
Durango by Gary Hart
The Independent Bride by Greenwood, Leigh
Randa by Burkhart, Nicole
The Girl in the Mirror by Sarah Gristwood
Ascent by Viola Grace