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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia ficción

El espectro del Titanic (4 page)

BOOK: El espectro del Titanic
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—Sí; mejor que no parezca tan fácil. ¿Cuándo lo quiere el cliente?

—Por una vez, no es para la semana pasada. Al fin y al cabo, no estamos más que en 2007. Aún quedan cinco años para el centenario.

—Eso es lo que me intriga —dijo Donald, pensativo—. ¿Por qué tan pronto?

—¿Es que no miras las noticias, Donald? Nadie ha hablado con claridad todavía, pero se hacen planes a largo plazo y ya se buscan patrocinadores. Y van a necesitar muchos para poder subir el
Titanic
.

—Nunca he tomado en serio esas noticias. ¡Con lo destrozado que está, y partido por la mitad!

—Dicen que eso facilitará las cosas. Y con dinero se puede resolver cualquier problema técnico.

Donald guardó silencio. Casi no había oído las palabras de Edith porque, de pronto, una de las escenas que acababa de ver había vuelto a proyectarse en su memoria. Era como si volviera a verla en la pantalla: y ahora comprendía por qué había llorado en la oscuridad.

—Adiós, hijo —decía el joven aristócrata inglés cuando el niño dormido, que no volvería a ver a su padre, era subido al bote salvavidas.

Pero, antes de morir en las heladas aguas del Atlántico, aquel hombre había conocido y amado a su hijo. Y Donald Craig lo envidiaba. Incluso antes de que empezaran a distanciarse, Edith se había mostrado irreductible. Ella ya le había dado una hija; pero Ada Craig nunca tendría un hermano.

VII. Artículo periodístico

Del
Times
de Londres (
Hardcopy y NewsSat
) 15 de abril, 2007.

¿UNA NOCHE PARA EL OLVIDO?

Hay construcciones que tienen el poder de enloquecer a la gente. Quizá los ejemplos más célebres sean Stonehenge, las Pirámides y las horrendas estatuas de la isla de Pascua. En torno a estos tres vestigios han florecido peregrinas teorías y cultos casi religiosos. Ahora tenemos otro ejemplo de esta curiosa obsesión por las reliquias del pasado. Dentro de cinco años, se cumplirá exactamente un siglo del más famoso de todos los desastres marítimos, el hundimiento del transatlántico
Titanic
, acaecido en 1912, durante su viaje inaugural. La tragedia ha inspirado docenas de libros y, por lo menos, cinco películas, además de un poema de Thomas Hardy, bochornosamente flojo por cierto, titulado «La convergencia de los dos».

Durante setenta y tres años, el coloso de los mares permaneció en el fondo del Atlántico, como monumento a las mil quinientas vidas que se perdieron con él; parecía haber quedado definitivamente fuera del alcance humano. Pero, en 1985, gracias a los revolucionarios avances en la tecnología, el
Titanic
fue descubierto, y cientos de conmovedoras reliquias, sacadas a la luz del día. Ya entonces aquello fue considerado por muchos una profanación. Ahora circulan rumores de planes mucho más ambiciosos: se habrían formado varios consorcios, no identificados todavía, para sacar a la superficie el barco, a pesar de su pésimo estado. Francamente, un proyecto semejante nos parece completamente absurdo y confiamos en que ninguno de nuestros lectores se deje convencer para invertir en él. Aunque pudieran resolverse todos los problemas técnicos, ¿qué harían los promotores de este salvamento con cuarenta o cincuenta mil toneladas de chatarra? Los arqueólogos submarinos saben desde hace años que los objetos metálicos que han permanecido mucho tiempo sumergidos, salvo que sean de oro, desde luego, se desintegran rápidamente al contacto con el aire.

Proteger el
Titanic
podría resultar incluso más caro que recuperarlo. No es, como el
Vasa
o el
Mary Rose
, una «cápsula de otro tiempo» que nos permita vislumbrar una época pasada. El siglo XX está cumplida y hasta sobradamente documentado. Nada que no sepamos ya pueden decirnos esos restos que se encuentran a cuatro kilómetros de profundidad, frente a los Grandes Bancos de Terranova.

No hay necesidad de visitar el
Titanic
para recordar la más importante lección que puede darnos: la del peligro que supone el exceso de confianza, la soberbia tecnológica. Chernobil,
Challenger, Lagranje 3
y el Fusor Experimental Uno nos han demostrado a dónde puede conducirnos
eso
.

No hay que olvidar al
Titanic
, desde luego. Pero dejémoslo descansar en paz.

VIII. Una empresa privada

Roy Emerson estaba aburrido, como de costumbre, aunque se resistía a reconocerlo. Había días en los que deambulaba por su impresionante taller, soberbiamente equipado con reluciente maquinaria y laberintos electrónicos, incapaz de decidir con cuál de sus caros juguetes deseaba entretenerse a continuación. A veces, interesado por un proyecto sugerido por alguno de los «magazines» que proliferaban en la red de radio, se sumaba a un grupo de personas diseminadas por todo el mundo y unidas por la misma afición. Pocas veces llegaba a saber de ellas más que su contraseña, humorísticas la mayoría, y se guardaba de dar su nombre. Desde que figuraba en la lista de los cien hombres más ricos de los Estados Unidos, había aprendido a valorar el anonimato.

Al cabo de unas semanas, el proyecto perdía atractivo y Roy abandonaba a sus desconocidos compañeros de juego, cambiando de contraseña, para que no pudieran volver a ponerse en contacto con él. Durante unos días bebía con exceso y se dedicaba a explorar los cuadros de Relaciones Personales, cuyo contenido hubiera dejado atónitos a los pioneros de la comunicación electrónica.

De vez en cuando, después de que el sufrido Joe Wickram hubiera hecho las indagaciones pertinentes, Roy contestaba el anuncio que le hubiera intrigado. El resultado rara vez era satisfactorio y en nada contribuía a aumentar su propia estimación. La noticia de que Diana había vuelto a casarse, si bien apenas le sorprendió, le dejó deprimido durante varios días, a pesar de que, para violentarla, le hizo un regalo de boda que, de tan caro, resultaba casi ordinario.

Tanto juego y tan poco trabajo estaban haciendo de Emerson un tipo bastante aburrido. Hasta que un día recibió una llamada de Rupert Parkinson que se encontraba a bordo de su trimarán de competición en el Pacífico Sur. Aquella llamada cambió su vida.

—¿Cuál es tu clave telefónica? —fue la inesperada pregunta con que Rupert inició la conversación.

—Pues normalmente no me molesto en usarla. Pero, si se trata de algo importante, puedo pasar a NSA 2. Lo malo es que, en las comunicaciones de larga distancia, distorsiona la voz. Conque haz el favor de no hablar de prisa ni marcar excesivamente tu acento de Oxford.

—Cambridge, por favor… y Harvard. Allá voy.

Se produjo una pausa de cinco segundos, llena de extraños silbidos y crepitaciones. Luego, volvió a oírse la voz de Rupert Parkinson, todavía reconocible, pero ligeramente deformada.

—¿Me oyes? Magnífico. Vamos a ver, ¿te acuerdas del asunto de las microesferas de vidrio del que se habló durante la última reunión del Consejo?

—Desde luego —respondió Emerson con cierto nerviosismo; volvió a preguntarse si se habría puesto en ridículo—. Tú ibas a investigar el asunto. ¿Era correcta mi suposición?

—Diste en el clavo, como vulgarmente se dice. Nuestros abogados almorzaron varias veces en sitios caros con los de ellos y todos juntos hicimos unas cuantas sumas. No dijeron quién era el cliente, pero lo averiguamos sin dificultad. Una cadena británica de vídeo, no importa el nombre, creyó que sería excelente material para grabar una serie, coincidiendo con el centenario, con el auténtico salvamento como apoteosis final. Pero cuando se enteraron de lo que costaría abandonaron el proyecto.

—Lástima. ¿Y cuánto costaría?

—Sólo la fabricación de esferas suficientes para levantar cincuenta kilotones, veinte millones de dólares, por lo menos. Pero eso no sería más que el principio. Luego habría que colocarlas en su sitio, debidamente distribuidas, no puedes limitarte a lanzarlas dentro del casco; aunque permanecieran en su sitio, no tardarían en desgarrar la plancha del barco. Y sólo hablo de la parte delantera, desde luego… La popa está aplastada y sería otro problema.

»Luego tienes que desprenderlo del fondo del mar…, está semienterrado en el lodo. Esto supone mucho trabajo a realizar por sumergibles y no hay muchos que puedan operar a cuatro kilómetros de profundidad. No creo que se pueda hacer ese trabajo por menos de cien millones. Y podría costar varias veces más.

—Entonces no hay más que hablar. ¿Por qué llamas?

—No creí que me lo preguntaras. He estado haciendo averiguaciones por mi cuenta; al fin y al cabo, nosotros, los Parkinson, somos parte interesada. El bisabuelo está allá abajo o, por lo menos, está su equipaje, en la
suite 3
de estribor.

—¿Y vale cien kilos?

—Posiblemente, sí. Pero eso no importa; hay cosas que no tienen precio. ¿Has oído hablar de Andrea Bellini?

—Suena a jugador de béisbol.

—Fue el más grande artífice del vidrio que ha dado Venecia. Aún hoy no se sabe cómo consiguió algunas de sus… En fin, lo cierto es que hacia 1870 nuestra familia consiguió adquirir al Museo del Vidrio las mejores de sus obras; a su manera, la colección era tan importante como los mármoles de Elgin. Hacía años que el Smithsonian nos pedía que se la prestáramos, pero nosotros siempre nos habíamos negado, diciendo que era muy arriesgado enviar una carga tan valiosa a través del Atlántico. Hasta, naturalmente, que alguien construyó un buque insumergible.
Entonces
ya no tuvimos excusa.

—Muy interesante. Por cierto, ahora recuerdo haber visto obras de Bellini la última vez que estuve en Venecia. ¿Pero no habrá quedado todo triturado?

—Casi seguro que no: estaba bien embalado, como puedes imaginar. Buena parte de la vajilla del barco quedó intacta, a pesar de estar totalmente desprotegida. ¿Recuerdas los platos «White Star» que se subastaron en Sotheby's hace un par de años?

—De acuerdo. Pero me parece una exageración reflotar todo un transatlántico para salvar unas cuantas cajas.

—Y lo es, desde luego. Pero ésa es sólo una de las razones por las que los Parkinson deberíamos intervenir.

—¿Y las otras?

—Tú llevas en el Consejo el tiempo suficiente como para saber que un poco de publicidad nunca viene mal. Todo el mundo sabría de quién era el producto que se utilizaba para sacar el barco a la superficie.

De todos modos, aquello no bastaba, se dijo Emerson. La «Parkinson» iba viento en popa y no toda la publicidad sería favorable. Para mucha gente, los restos del
Titanic
eran casi sagrados y tachaban de ladrones de tumbas a todos los que revolvieran en ellos.

Emerson sabía, desde luego, que con frecuencia las personas ocultan e, incluso, no aciertan a descubrir, sus verdaderos motivos. Desde que formaba parte del Consejo, había llegado a conocer y apreciar a Rupert, aunque no podía considerarlo amigo íntimo; no era fácil para nadie intimar con los Parkinson.

Rupert tenía también su cuenta que saldar con el mar. Hacía cinco años le había arrebatado su yate
Aurora
, una hermosa embarcación de veinticinco metros, desarbolada por un turbión frente a las islas Scilly y arrojada contra las rocas que tantas víctimas habían hecho a lo largo de los siglos. Casualmente, Rupert no iba a bordo; el yate iba de Cowes a Bristol para una revisión de rutina. Toda la tripulación desapareció en el naufragio, incluido el capitán. Rupert Parkinson no lo había superado del todo, porque con el barco perdió a su amante. La imagen de
playboy
que ahora exhibía era puramente superficial, una autodefensa.

—Todo eso es muy interesante, Rupert. Pero ¿se puede saber qué te propones exactamente? ¡No pretenderás que yo intervenga!

—Pues sí y no. Por el momento, no es más que…, ¿cómo dices tú…?, un experimento especulativo. Me gustaría hacer un estudio de viabilidad que estoy dispuesto a pagar de mi bolsillo. Después, si el proyecto promete, lo presentaré al Consejo.

—¡
Pero son cien millones
! No creo que la Compañía esté dispuesta a arriesgar tanto. Cuando quisiéramos recordar, los accionistas nos habrían puesto entre rejas. O en la cárcel o en un manicomio.

—Podría costar todavía más; pero no pretendo que Parkinson aporte todo el capital. Quizá veinte o treinta millones. Tengo amigos que podrían poner otro tanto.

—Pero todavía no sería suficiente.

—Exactamente.

Se hizo un largo silencio, interrumpido sólo por las señales levemente quejumbrosas del sistema de descodificación de tiempo real que buscaba en vano algo que descifrar.

—Está bien —dijo finalmente Emerson—, iré al cincuenta por ciento contigo. Por lo menos, en el informe de viabilidad. ¿Y quién es tu especialista? ¿Lo conozco?

—Imagino que sí. Jason Bradley.

—Ah, el hombre del pulpo gigante.

—Eso no fue más que una anécdota. Pero date cuenta de lo que el episodio hizo por su imagen.

—Y por su bolsillo, desde luego. ¿Le has sondeado? ¿Está interesado?

—Muy interesado. Pero también lo están todas las empresas de ingeniería marítima del ramo. Estoy seguro de que algunas de ellas estarían dispuestas a aportar dinero o, por lo menos, a colaborar desinteresadamente, sólo por el prestigio.

—De acuerdo. Adelante. Pero, francamente, me parece tirar el dinero. Al final, cuando Mr. Bradley entregue su informe, no habremos conseguido más que una lectura muy cara. De todos modos, no sé qué pensarás hacer con cincuenta mil toneladas, o las que sean, de hierro oxidado.

—Eso déjalo de mi cuenta. Tengo algunas ideas más pero todavía no quiero hablar de ellas. Si algunas se materializan, el proyecto se autofinanciará e incluso podrías ganar dinero.

Emerson no estaba seguro de que aquel «podrías» se le hubiera escapado a Rupert: su comunicante tenía mucha mano izquierda y sabía exactamente lo que se hacía. Y, desde luego, sabía también que su interlocutor, si quería, podía financiar toda la operación, sin la menor dificultad.

—Sólo una cosa más —dijo Parkinson—. Hasta que te dé luz verde, que no será sino cuando tenga el informe de Bradley, ni una palabra a nadie y mucho menos a Sir Roger. Pensaría que nos hemos vuelto locos.

—¿Quieres decir que puede existir ni la menor duda al respecto?

IX. Profecías

Carta al Director de
The Times
.

De: Lord Aldiss of Brightfount, OM
[1]
.

Presidente Honorario de la Asociación Mundial de Escritores de Ciencia Ficción.

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