El evangelio del mal (43 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Venecia, 13 horas

Cubiertos con una capa y oculto el rostro bajo una máscara de plata, se dirigen al desembarcadero del palacio Canistro a bordo de lanchas; los cristales ahumados reflejan el agua turbia de la laguna. Para no atraer la atención, llegan a intervalos regulares y en distintas embarcaciones. No se conocen, no han visto nunca a sus homólogos ni oído el sonido de su voz.

Han escogido Venecia porque se celebra el carnaval y a nadie le sorprenderá ver siete capas negras entre esa multitud de trajes y de antifaces que ha invadido las callejas y los puentes y que bailará hasta el amanecer en diversos bailes privados.

Mientras avanzan por el desembarcadero con sus trajes antiguos, nadie sospecha que esos mayordomos están recibiendo a siete de los cardenales más poderosos de la cristiandad. Tras anunciarse el concilio, salieron de sus lejanos obispados en Australia, Brasil, Sudáfrica y Canadá. Desde los mayores palacios del planeta hasta los cottages más discretos donde se reúnen una vez al año, nadie debe sospechar la razón de su presencia en esos lugares elegidos en el último momento. Por eso siempre se desplazan de incógnito y llegan enmascarados y provistos de distorsionadores de voz a las reuniones secretas de la orden. Por eso, no se conocen y no intentan conocerse. La supervivencia del Humo Negro de Satán depende de ello.

Los mayordomos los conducen a los salones privados, donde les sirven una colación mientras esperan la hora de la reunión. Allí, sin cruzar una sola palabra, los prelados se hunden en amplios sillones envueltos en el torbellino silencioso de los camareros.

Una hora más tarde, el gran maestre de la cofradía llega a bordo de una lancha motora que ni siquiera apaga el motor. Cuatro guardias suizos con traje de arlequín tienden la pasarela y vigilan los alrededores mientras él desaparece en el interior del palacio. Los chambelanes lo escoltan hasta la sala de las mazmorras, adonde los cardenales han sido conducidos al anunciarse su llegada. El murmullo de los prelados se apaga. Estos se levantan y se inclinan ante el recién llegado, antes de tomar asiento alrededor de una mesa rectangular que los camareros han puesto para la cena. Allí, degustan en silencio las codornices al vino y los dulces que disponen ante ellos. Cuando el gran maestre considera que han comido bastante, agita una campanilla de plata. Las copas de vino permanecen sobre la mesa y el tintineo de los cubiertos cesa.

El gran maestre se aclara la garganta y habla ante el aparato electrónico que lleva en la máscara y que deforma su voz antes de hacerla llegar a los asistentes.

—Queridísimos hermanos. Se acerca la hora en que un papa del Humo Negro se sentará por fin en el trono de san Pedro.

Unos murmullos se elevan entre la asamblea mientras las máscaras intercambian asentimientos de satisfacción.

—Pero antes debemos hacernos con el control del cónclave que comienza esta noche, maniobra para la que llevamos tiempo preparándonos aumentando los nombramientos útiles y los obsequios suntuosos. Lisonjas a las que la mayoría de los cardenales han permanecido insensibles. Esas viejas sotanas fieles al trono del usurpador no deben en ningún caso cambiar el resultado del voto. Encontrarán las direcciones de sus familiares y de sus allegados en sus habitaciones del hotel. Transmítanlas urgentemente a sus contactos para que puedan ejercer las presiones necesarias. Nosotros nos encargaremos de hacer saber a los miembros del cónclave afectados que el destino de los suyos depende de su voto.

—¿Y qué pasa con los que no tienen familia? —pregunta un cardenal con voz nasal.

—No son más de tres o cuatro. Tenemos que arreglárnoslas para que no formen parte del cónclave.

—¿No corremos el riesgo de que tantos ataques cardíacos llamen la atención?

—Nuestros enemigos saben que existimos, pero ignoran quiénes somos. Por tanto, explotaremos su miedo y su pesar para hacer triunfar nuestra causa.

Los cardenales reflexionan sobre lo que acaba de decir el gran maestre.

—Otra cosa —añade este—. Anoche, el prefecto de los Archivos secretos del Vaticano consiguió entrar en la Cámara de los Misterios. Temíamos que nos hubiera descubierto y nos vimos obligados a asesinarlo y crucificar su cadáver en la basílica.

—¿Por qué no haberlo hecho simplemente desaparecer?

—Por el miedo, queridísimos hermanos. El miedo, que es nuestro más precioso aliado, y que la muerte de ese imbécil desangrado ha dejado penetrar en el corazón de nuestros enemigos. Ahora saben que tenemos la capacidad de golpear en el corazón del Vaticano. Falta resolver el problema número uno: el de nuestro evangelio. Tenemos que encontrarlo sin falta antes que nuestros enemigos. Sabemos que un exorcista de la congregación de los Milagros acaba de aterrizar en Europa. Lo acompaña esa agente del FBI…, ¿cómo se llama?

—Marie Parks, gran maestre. Ha descubierto no pocos secretos en el convento de las recoletas de Denver. Otro riesgo considerable para nuestra orden.

—Un mal necesario. Recuerden que ahora es nuestra única posibilidad de encontrar el evangelio. Por lo tanto, debemos concentrar nuestros esfuerzos en el padre Carzo y en esa tal Parks. Procuren que no les pase nada hasta que hayan encontrado el evangelio.

—¿Y después?

—Después será demasiado tarde.

Un silencio.

—Una última cosa antes de separarnos. Una de las copas de las que han bebido esta noche contenía una dosis fulminante de ese veneno que ha hecho famosa a nuestra cofradía a lo largo de los siglos. La copa de Judas.

Un concierto de exclamaciones de horror acompaña este último comentario, a la vez que, en el otro extremo de la mesa, uno de los cardenales se acerca las manos al cuello respirando con dificultad.

—Armando Valdez, cardenal arzobispo de São Paulo, le acuso de alta traición al Humo Negro. Fue usted quien reveló al padre jesuita Jacomino la existencia de la Cámara de los Misterios. Haciéndolo, no solo actuó como un traidor sino también como un imbécil; por su culpa, en vez de imponernos mediante la astucia, ahora tendremos que actuar haciendo uso de la fuerza.

El cardenal Valdez consigue levantarse y quitarse la máscara para mostrar su rostro crispado de dolor. Luego, echando un borbotón de sangre negra por la boca, se desploma. Sus piernas se agitan espasmódicamente, pero su cerebro ya está muerto.

Capítulo 129

Parks y el padre Carzo han alquilado un 4x4 a bordo del cual circulan a toda velocidad en dirección a Zermatt. A medida que el vehículo engulle las curvas, la joven tiene la impresión de que la masa imponente y fría del Cervino aplasta el horizonte. Se vuelve hacia el sacerdote, que parece preocupado y triste. Hace una hora, tras desembarcar en el aeropuerto de Ginebra, se metió en una cabina telefónica de la terminal con la excusa de que un contacto en el Vaticano debía proporcionarle información importantísima. Parks lo miró mientras marcaba un número y tamborileaba contra el cristal en espera de que su contacto descolgara. Luego vio que su semblante se descomponía; cuando salió de la cabina, ella comprendió que Carzo acababa de perder a un amigo.

Zermatt. Después de dejar el automóvil en un aparcamiento desierto al pie de las pistas, Parks y Carzo se adentran en los senderos de muías que avanzan por los contrafuertes del Cervino. El tiempo es desapacible y las cumbres desaparecen poco a poco bajo un espeso manto de bruma. Las botas de los caminantes crujen sobre la nieve en polvo. Parks, sin aliento, abre la boca para anunciar que no puede recorrer ni un metro más cuando el sacerdote se detiene y señala un punto perdido en la bruma.

—Es allí arriba.

Ella levanta los ojos. Por más que escruta la pared, lo único que distingue es roca gris y helada.

—¿Está seguro?

Carzo asiente. Entrecerrando los ojos, Marie logra ver finalmente la masa gris de una viejísima muralla. Recorre con la mirada la pared y observa que en la roca escarchada no hay ningún agarre. Deja escapar un suspiro que se hiela en el acto.

—¿Desde cuándo está vacío el convento?

—Nunca volvió a estar habitado desde la matanza de las recoletas. Salvo a principios de la Segunda Guerra Mundial, cuando una congregación de hermanas trapenses se refugió en él.

—¿No se quedaron?

—Cuando terminó la guerra, un destacamento del ejército norteamericano hizo saltar los cerrojos del convento. En el interior encontraron los cuerpos de las religiosas, algunos cadáveres mutilados y otros ahorcados. Se cree que las desdichadas se mataron las unas a las otras y que las supervivientes, enloquecidas, devoraron los cadáveres de sus víctimas antes de poner fin a su vida.

—¿Quiere decir igual que las recoletas de Santa Cruz?

El sacerdote no responde.

—Fantástico, gracias por haberme subido la moral. ¿Por dónde atacamos el ascenso?

—Por aquí.

A lo largo del precipicio ven sujetos a la pared unos barrotes de acero que les ayudan a avanzar hacia la cima.

Capítulo 130

Tras cruzar un puente de hielo tendido sobre una hendidura vertiginosa, Carzo y Parks avanzan pegados a la muralla hasta una brecha lo bastante ancha para dejar pasar a un hombre de lado. Cuando Parks entra siguiendo al sacerdote, el viento que aúlla fuera parece alejarse. En el interior, el aire helado permanece inmóvil.

Mientras escucha el ruido de sus pasos sobre el cemento, Parks cierra los ojos y aspira los olores de tierra mojada y de polvo que flotan en los pasillos. También huele a cuero. Sí, el olor que domina es el de cuero, como si los manuscritos prohibidos ocultos durante siglos en ese convento hubieran impregnado sus paredes. La memoria de las piedras. Parks centra su atención en la tea que el padre Carzo acaba de encender. La corriente de aire hace oscilar la llama, como si se hubiera abierto una puerta en los pisos superiores.

Ahora avanzan por un ancho pasillo que asciende en pendiente suave. Escrutando el techo, Parks ve innumerables bolitas anaranjadas que la tea parece iluminar a su paso. Un roce de alas. Un grito agudo reverbera en el túnel. Ultrasonidos.

—¡Por el amor de Dios, Carzo, apague inmediatamente esa jodida tea!

Instintivamente, el padre se detiene y levanta la antorcha. Al principio, la luz parece perderse en una especie de denso follaje que recubre el techo y las paredes; luego, la cortina de follaje se pone a batir furiosamente el aire, como un bosque de alas y de bocas plagadas de colmillos.

—¡Jesús misericordioso! ¡Tápese la cara y corra tan rápido como pueda!

El techo y los muros parecen derrumbarse cuando los murciélagos se separan de la pared. El padre Carzo agita la antorcha ante él para abrirse paso. Con los sentidos embotados por el olor de carne chamuscada que invade el túnel, Parks se agarra a la sotana del exorcista a la vez que nota cómo unas garras se enredan en sus cabellos. Horrorizada, quita el seguro de su arma y dispara tres balas a quemarropa contra la cabeza del bicho, tres detonaciones breves que estallan en su oído mientras los restos del animal chorrean por su nuca.

—¡No se detenga o estamos perdidos!

Parks siente que la cólera estalla en el fondo de su vientre. No tiene ninguna intención de acabar devorada viva por unos vampiros que rebañarían su cadáver hasta los huesos. Obedeciendo al grito de Carzo, profiere un alarido de rabia y empuja hacia delante al sacerdote con todas sus fuerzas.

Capítulo 131

Roma, 14 horas

La inspectora Valentina Graziano cierra la puerta de la habitación de monseñor Ballestra. Un olor de viejo flota en el aire. Por lo que puede ver en la penumbra, la estancia se reduce a una gran cama tapizada en rojo; en la cabecera cuelga un crucifijo adornado con ramas secas. A la derecha, un pesado armario de madera de cerezo maciza, una mesa baja tallada en la misma madera y un aseo separado por una cortina. Sobre un escritorio, un montón de expedientes, un ordenador y una impresora.

Según el informe de los guardias de noche, monseñor Ballestra cruzó el rastrillo de los Archivos hacia la una y media de la madrugada. Una hora extraña para ir a trabajar. «No tanto», le replicó el cardenal Camano en la basílica, antes de añadir que Ballestra padecía insomnio y que empleaba a menudo sus horas de vigilia para sacar trabajo atrasado. Valentina asintió con la cabeza para que el cardenal creyera que se lo había tragado. Una vez fuera de la basílica, llamó a la comisaría central para que le facilitaran la lista de las llamadas telefónicas que el archivista había recibido y hecho entre las nueve de la noche y la una de la madrugada. En el otro extremo del hilo, el comisario Pazzi estuvo a punto de ahogarse.

—¿Estás segura de que no prefieres que pinche los teléfonos de la Casa Blanca?

—Solo necesito saber si la víctima recibió llamadas en las horas anteriores a su asesinato. Me importa un huevo que sea cardenal, astronauta o carnicero canadiense.

—Valentina, te he mandado ahí para garantizar la protección de los miembros del cónclave, no para ponerlo todo patas arriba como hiciste en Milán o en Treviso.

—Guido, si realmente hubieras querido evitar que se organizara un escándalo, habrías mandado a cualquiera menos a mí.

—En cualquier caso, ten cuidado. Esta vez no investigas en un círculo de jueces o de políticos corruptos. ¡Esto es el Vaticano, joder! Así que sé educada con los sacerdotes y persígnate cuando pases por delante de una imagen, o haré que te trasladen a Palermo para hacer de guardaespaldas de los padrinos arrepentidos.

—Deja de decir tonterías y envíame lo que te he pedido.

—Me sacas de quicio, Valentina. Para empezar, ¿quién te dice que lo es?

—¿Que es qué?

—Un crimen.

—Habría que estar bastante desesperado para clavarse uno mismo a doce metros del suelo después de haberse estrangulado y reventado los ojos, ¿no te parece?

—Vale, te lo envío, pero prométeme que te portarás bien.

Diez minutos más tarde, Valentina recibía por SMS la lista de las llamadas que monseñor Ballestra había recibido unas horas antes de morir. Las primeras, de largo las más numerosas, cubrían el lapso de tiempo entre las nueve y las diez de la noche; la mayoría eran llamadas internas del Vaticano, además de algunas procedentes de Roma y de varias ciudades italianas o europeas. Una cantidad normal en esas horas agitadas posteriores al fallecimiento del Papa. Seis llamadas entre las diez y las once. Después, ninguna más hasta la 1.02 de la madrugada. Esa llamada, procedente del aeropuerto internacional de Denver, había despertado al archivista en medio de la noche. Valentina lo comprueba mirando la hora a la que Ballestra había puesto el despertador: las cinco. El anciano era madrugador, no insomne.

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