El evangelio según Jesucristo (40 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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Otro caso notable ocurrió al lado del mar, adonde Jesús creyó oportuno ir alguna vez que otra, para que no anduvieran diciendo que sus cariños y atenciones eran todos para los de la margen occidental. Llamó pues a Tiago y a Juan y les dijo, Vamos a la Otra Banda, donde viven los gandarenos, a ver si se nos presenta alguna aventura, a la vuelta arreglaremos lo de la pesca y nunca será viaje perdido. Convinieron los hijos de Zebedeo en la oportunidad de la idea y, apuntando el rumbo de la barca, empezaron a remar, esperando que un poco más allá una brisa los llevase a su destino con menor esfuerzo. Así ocurrió, pero empezaron con un susto porque de un momento a otro pareció que se les iba a armar una tempestad capaz de compararse con la de unos años antes, pero Jesús les dijo a las aguas y a los aires, Bueno, bueno, como si hablase con un niño travieso, y el mar se calmó y el viento volvió a soplar en la cuenta justa y en la dirección deseable.

Desembarcaron los tres, Jesús iba delante, detrás Tiago y Juan, nunca habían venido antes a estos parajes y todo les parecía cosa de sorpresa y novedad, pero la mayor, de oprimir el corazón, fue que les saltó de repente un hombre en medio del camino, si el nombre de hombre podía darse a una figura cubierta de inmundicias, de terrible barba y terrible cabellera, oliendo a la putrefacción de las tumbas donde, como supieron luego, solía esconderse cuando conseguía romper cadenas y grilletes con que, por estar poseso, lo querían sujetar en la cárcel. Si fuese sólo un loco, aunque sabemos que a estos se les duplican las fuerzas cuando están furiosos, bastaría, para mantenerlo tranquilo, echarle encima otros tantos grilletes y cadenas. En vano lo habían hecho una vez, sin resultado lo repitieron muchas, porque el espíritu inmundo que vivía dentro del hombre y lo gobernaba se reía de todas las prisiones. De día y de noche, el endemoniado andaba a saltos por los montes, huyendo de sí mismo y de su sombra, pero siempre volvía para esconderse entre las tumbas, y muchas veces dentro de ellas, de donde tenían que sacarlo a la fuerza, dejando horrorizados a cuantos lo veían. Así lo encontró Jesús, los guardas que lo seguían para capturarlo hacían aspavientos con los brazos a Jesús para que se pusiera a salvo del peligro, pero Jesús buscaba una aventura y no la iba a perder por nada. Pese al miedo ante aquella aparición, Juan y Tiago no abandonaron a su amigo, por eso fueron ellos los primeros testigos de las palabras que nunca nadie pensó que alguna vez pudieran ser dichas y oídas, porque iban contra el Señor y contra sus leyes, como luego se verá.

Venía la bestia-fiera tendiendo las garras y mostrando los colmillos, de los que pendían restos de carnes putrefactas, y el cabello de Jesús se erizaba de terror, cuando a dos pasos de él, se tira el endemoniado al suelo y clama en voz alta, Qué quieres de mí, oh Jesús, hijo de Dios Altísimo, por Dios te pido que no me atormentes.

Pues bien, ésta fue la primera vez que en público, no en sueños privados, de los que la prudencia y el escepticismo aconsejan siempre dudar, fue la primera vez, decimos, que una voz se levantó, voz diabólica que era, para anunciar que este Jesús de Nazaret era hijo de Dios, lo que él mismo hasta entonces desconocía, pues durante la conversación que sostuvo con Dios en el desierto, no se había abordado la cuestión de la paternidad. Te necesitaré más tarde, fue todo lo que le dijo el Señor, y ni siquiera era posible buscarle el parecido, teniendo en cuenta que el padre se había mostrado ante él con figura de nube y de columna de humo. El poseso se revolcaba a sus pies, la voz dentro de él había pronunciado lo impronunciado hasta ahora y se calló, en ese instante, Jesús, como quien acabara de reconocerse en otro, se sintió también él como el poseído, poseído por unos poderes que lo llevarían no sabía adónde o a qué, pero, sin duda, al fin de todo, a la tumba y a las tumbas. Le preguntó al espíritu, Cómo te llamas, y el espíritu respondió, Legión, porque somos muchos. Dijo Jesús, imperiosamente, Sal de este hombre, espíritu inmundo.

Apenas lo hubo dicho, se irguió el coro de voces diabólicas, unas finas y agudas, otras gruesas y roncas, unas suaves como de mujer, otras que parecían sierra serrando piedra, una en tono de sarcasmo provocador, otras con humildades falsas de mendigo, unas soberbias, otras quejumbrosas, unas como de niño que está aprendiendo a hablar, otras que eran sólo un grito de fantasma y gemido de dolor, pero todas suplicaban a Jesús que los dejase quedarse allí, que este sitio ya lo conocían, que bastará con que les diera orden y saldrían del cuerpo del hombre, pero que, por favor, no los expulsase del país. Preguntó Jesús, Y para dónde queréis ir. Ahora bien, próxima al monte, pastaba una piara enorme, y los espíritus impuros le pidieron a Jesús, Mándanos entrar en los puercos y entraremos en ellos. Jesús lo pensó y le pareció que era una buena solución, considerando que aquellos animales debían ser hacienda de gentiles, dado que la carne de cerdo es impura para los judíos. La idea de que comiendo sus cerdos, podrían los gentiles ingerir también a los demonios que encerraban y quedar posesos, no se le ocurrió a Jesús, como tampoco se le ocurrió lo que después desgraciadamente aconteció, pero la verdad es que ni un hijo de Dios, con poco hábito aún de tan alto parentesco, podría prever, como en un lance de ajedrez, todas las consecuencias de una simple jugada, de una simple decisión. Los espíritus impuros, excitadísimos, esperaban la respuesta de Jesús, hacían apuestas, y cuando llegó la decisión, Sí, podéis pasar a los puercos, dieron al unísono un grito descarado de alegría y, violentamente, entraron en los animales. Sea por lo inesperado del choque, sea porque los puercos no estaban habituados a andar con demonios dentro, el resultado fue que enloquecieron todos de repente y se lanzaron por un precipicio, los dos mil que eran, yendo a caer al mar, donde murieron ahogados todos.

Es indescriptible la rabia de los dueños de los inocentes animales, que un momento antes estaban bien tranquilos, hozando en las tierras blandas, si las encontraban, en busca de raíces y gusanos, rapando la hierba escasa y dura de las superficies resecas, y ahora, vistos desde arriba, los cerdos daban pena, unos ya sin vida flotando, otros, casi desfallecidos, haciendo un esfuerzo titánico por mantenerse con las orejas fuera del agua, pues sabido es que los puercos no pueden cerrar los conductos auditivos y por allí les entraba el agua caudalosamente y, en un decir amén, quedaron inundados por dentro. Los porquerizos, furiosos, tiraban desde lejos piedras a Jesús y a quien estaba con él, ya venían corriendo con el propósito, justísimo, de exigir responsabilidades al causante del perjuicio, un tanto por cabeza, multiplicado por dos mil, las cuentas son fáciles de hacer. Pero no de pagar.

Los pescadores no son gente de posibles, viven de espinas, y Jesús ni pescador era, aun así quiso el nazareno esperar a los reclamantes, explicarles que lo peor de todo en el mundo es el diablo, que al lado de él, dos mil puercos nada son y nada valen, y que todos estamos condenados a sufrir pérdidas en la vida, materiales y de las otras, Tened paciencia, hermanos, diría Jesús, cuando llegaran a un tiro de piedra. Pero Juan y Tiago no se mostraron de acuerdo en quedarse allí, a la espera del encuentro que, por la muestra, no iba a ser pacífico, de nada iba a servir la buena educación y las buenísimas intenciones de un lado contra la brutalidad y la razón del otro. Jesús no quería, pero tuvo que rendirse a argumentos que iban ganando poder persuasivo a medida que las piedras caían más cerca.

Bajaron corriendo la ladera hacia el mar, en un salto estaban en la barca y, a fuerza de remos, en poco tiempo se hallaron a salvo, los del otro lado no parecían gente dada a la pesca, pues si barcos tenían no estaban a la vista. Se perdieron unos puercos, se salvó un alma, el beneficio es de Dios, dijo Tiago. Jesús lo miró como si estuviera pensando en otra cosa, una cosa que los dos hermanos, mirándolo, querían conocer y de la que estaban ansiosos de hablar, la insólita revelación, hecha por los demonios, de que Jesús era hijo de Dios, pero Jesús volvió los ojos a la orilla de donde habían huido, veía el mar, los puercos flotando y balanceándose en las olas, dos mil animales sin culpa, y una inquietud iba germinando en él, buscaba por dónde salir y de pronto, Los demonios, dónde están los demonios, gritó, y después soltó una carcajada hacia el cielo, Escúchame, Señor, o tú elegiste mal al hijo que dijeron que soy y que tiene que cumplir tus designios, o entre tus mil poderes falta el de una inteligencia capaz de vencer al diablo, qué quieres decir, preguntó Juan, aterrado por el atrevimiento de la interpelación, Quiero decir que los demonios que moraban en el poseso están ahora libres, porque los demonios no mueren, amigos míos, ni siquiera Dios los puede matar, lo que he hecho es tanto como cortar el mar con una espada.

Del otro lado bajaba hasta la orilla mucha gente, algunos se tiraban al agua para recuperar los cerdos que flotaban más cerca, otros saltaban a las barcas y salían de caza.

Aquella noche, en casa de Simón y Andrés, que estaba al lado de la sinagoga, se reunieron cinco amigos en secreto para debatir la tremendísima cuestión de que Jesús sea, según revelación de los demonios, hijo de Dios.

Después de aquel caso más que extraño, llegaron los de la aventura al acuerdo de dejar para la noche la inevitable conversación, pero ahora había llegado el momento de hablar claro. Jesús empezó diciendo, No se puede dar crédito a lo que dice el padre de la mentira, se refería, claro está, al Diablo. Dijo Andrés, La verdad y la mentira pasan por la misma boca y no dejan rastro, el Diablo no es menos Diablo por decir alguna verdad de vez en cuando. Dijo Simón, que no eras un hombre como nosotros, ya lo sabíamos, véase el pescado que no pescaríamos sin ti, la tempestad que estaba a punto de acabar con nosotros, el agua que convertiste en vino, la adúltera a la que salvaste de la lapidación, ahora los demonios expulsados de un poseso. Dijo Jesús, No he sido yo el único en hacer salir demonios de la gente, tienes razón, dijo Tiago, pero has sido el primero ante quienes ellos se humillaron llamándote hijo del Dios Altísimo, Me sirvió de mucho la humillación, a fin de cuentas el humillado fui yo, Lo importante no es eso, yo estaba allí y lo oí, intervino Juan, Por qué no nos dijiste que eres hijo de Dios, No sé si soy hijo de Dios, Cómo es posible que lo sepa el Diablo y no lo sepas tú, Buena pregunta es esa, pero la respuesta sólo ellos podrán dártela, Ellos, quiénes, Dios, de quien el Diablo dice que soy hijo, el Diablo, que sólo de Dios podría haberlo sabido.

Se hizo un silencio, como si todos los reunidos quisieran dar tiempo a que los personajes invocados se pronunciasen y, al fin, Simón lanzó la pregunta decisiva, Qué hay entre tú y Dios. Jesús suspiró, Esa es la pregunta que estaba esperando que me hicierais desde que llegué aquí, Nunca imaginaríamos que un hijo de Dios hubiera querido hacerse pescador, Ya os he dicho que no sé si soy hijo de Dios, Quién eres tú, Jesús se cubrió la cara con las manos, buscaba en los recuerdos de lo que había sido un cabo por donde empezar la confesión que le pedían, de pronto vio su vida como si perteneciese a otro, ahí está, si los diablos dijeron la verdad, entonces todo lo que le sucedió antes tiene un sentido diferente al que parecía, y algunos de esos sucesos sólo a la luz de la revelación pueden entenderse ahora. Jesús apartó las manos de la cara, miró a sus amigos uno a uno, con expresión de súplica, como si reconociese que la confianza que les pedía era superior a la que un hombre puede otorgar a otro hombre, y tras un largo silencio, dijo, Yo vi a Dios.

Ninguno de ellos dijo una palabra, se limitaban a esperar. Él prosiguió, con los ojos bajos, Lo encontré en el desierto y él me anunció que cuando llegue la hora me dará gloria y poder a cambio de mi vida, pero no dijo que yo fuese hijo suyo. Otro silencio. Y cómo se mostró Dios a tus ojos, preguntó Tiago, Como una nube, como una columna de humo, No de fuego, No, no de fuego, de humo, Y no te dijo nada más, Que volvería cuando llegase el momento, El momento de qué, No sé, tal vez de venir a buscar mi vida, Y esa gloria, y ese poder, cuándo te los dará, No lo sé.

Nuevo silencio, en la casa donde estaban el calor era sofocante, pero todos temblaban. Luego Simón preguntó pausadamente, Serás tú el Mesías, a quien deberemos llamar hijo de Dios, porque vendrás a rescatar al pueblo de Dios de la servidumbre en que se encuentra, Yo, el Mesías, No sería mayor motivo de asombro que ser hijo directo de Dios, sonrió Andrés nervioso. Dijo Tiago, Mesías o hijo de Dios, lo que yo no entiendo es cómo lo sabe el Diablo, si el Señor no te lo ha dicho ni a ti.

Dijo Juan pensativo, Qué cosas que no sabemos habrá entre el Diablo y Dios. Se miraron temerosos, porque tenían miedo de saberlo, y Simón preguntó a Jesús, Qué vas a hacer, y Jesús respondió, Lo único que puedo, esperar la hora.

La hora ya estaba muy cerca, pero Jesús, antes de que ella llegase, tuvo ocasión, dos veces, de manifestar sus poderes milagrosos, aunque sobre la segunda sería preferible dejar caer un velo de silencio, porque se trató de un equívoco suyo, del que resultó la muerte de una higuera que tan inocente era de cualquier mal como los puercos que los demonios precipitaron al mar. Sin embargo, el primero de estos dos actos bien merecería ser llevado a conocimiento de los sacerdotes de Jerusalén para quedar después grabado con letras de oro en el frontón del Templo, pues nunca antes se había visto una cosa así, ni volvió a verse más, hasta los días de hoy. Discrepan los historiadores sobre los motivos que habrían llevado a tanta y tan diversas gentes a reunirse en aquel lugar, sobre cuya localización, dígase de paso y a propósito, también abundan las dudas, habiendo quien afirma, esto en cuanto a los motivos, que se trataba simplemente de una romería tradicional cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, otros que no señor, que lo que pasó es que había corrido la voz, que luego resultó infundada, de la llegada de un plenipotenciario de Roma para anunciar una bajada de impuestos, y otros, sin proponer ninguna hipótesis o solución para el problema, protestan que sólo los ingenuos pueden creer en disminuciones de cargas fiscales y revisiones de la masa tributaria favorables al contribuyente y que, en cuanto al supuesto origen desconocido de la romería, siempre algún indicio de causa prima se podría descubrir si los que gustan de encontrarlo todo hecho se dieran el trabajo de investigar el imaginario colectivo. Lo cierto y sabido es que había allí entre cuatro mil y cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños, y que toda esta gente, en un momento dado, se encontró sin nada que comer. Cómo es posible que un pueblo tan precavido, tan acostumbrado a viajar y a proveerse de un fardel hasta cuando se trata sólo de ir a la vuelta de la esquina, se encuentre de pronto desprovisto de un mendrugo y de una pizca de condumio, eso es algo que nadie consigue explicarse ni lo intenta.

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