Authors: Col Buchanan
«–Creo que esta noche he matado a un hombre –dijo Nico con un hilo de voz.
Ash alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.
–¿Y cómo te sientes? –suspiró el anciano.
–Como un criminal. Como si me hubiera llevado algo que no tenía ningún derecho a llevarme. Como si me hubiera convertido en otra persona, en alguien reprobable.
–Eso está bien, ojalá siempre sea así. Sólo has de preocuparte cuando mates a alguien y no se te acelere el corazón ni sientas nada en absoluto. Sin embargo, eso era precisamente lo que Nico ansiaba por encima de cualquier cosa: no sentir nada.»
Ash es un roshun, un asesino de élite que ofrece su protección bajo amenaza de vendetta. Obligado por su salud a tomar a su cargo a un aprendiz, elige a Nico, un muchacho que malvive en la ciudad asediada de Barkhos, punto clave en la lucha entre el Sacro Imperio de Mann y los Puertos Libres.
Cuando el hijo de la Santa Matriarca de Mann asesina a sangre fría a una mujer protegida por los roshun, Ash y su joven aprendiz deberán partir para cumplir con el compromiso de la orden y cobrarse la vida del asesino; su viaje los llevará al corazón del conflicto entre el Imperio y los Puertos Libres... y los sumergirá en un mundo de sangre y muerte.
Col Buchanan
El Extraño
El corazón del mundo I
ePUB v1.0
jubosu01.11.11
Título original: Farlander
Primera edición: febrero de 2011
ISBN: 978—84—450—7809—9
Editorial Planeta, S. A.,
A mi esposa, Joanna
Mi agradecimiento más sincero a mi agente, Louise Burns, y a mi editora, Julie Crisp.
A los lectores de las primeras pruebas del libro: Ben Foz, Ian Chapman y Art Quester.
A toda la gente de FD. Sobre todo a Michael Duffy por su apoyo constante.
Y a Deborah, por los viejos tiempos.
El hijo respira,
el padre vive
ONO, EL GRAN NECIO
Un par de botas grandes
Ash estaba medio muerto de frío cuando lo llevaron a rastras al salón de la fortaleza de hielo y lo arrojaron a los pies del rey. Aterrizó sobre las pieles extendidas en el suelo y profirió un gruñido de sorpresa; su cuerpo trémulo sólo ansiaba encogerse sobre sí mismo, en torno al calor exiguo que despedía su corazón. El vaho de sus jadeos cubría el aire con una neblina irregular.
Lo habían despojado de sus pieles, de modo que yacía tan sólo cubierto por unos harapos de lana que el frío había convertido en ateridos pliegues. Estaba solo y le habían arrebatado la espada. Aun así, aquellos hombres se comportaban como si tuvieran delante una bestia salvaje. Los gritos de los aldeanos atravesaban el aire brumoso y los guerreros farfullaban arengas y se movían en círculo a su alrededor, acercándose a él con cautela e hincándole las puntas de hueso de las lanzas en los costados. Escudriñaban al forastero, cuyo cuerpo emanaba vapor como si fuera humo, mientras que su aliento se expandía formando nubes sobre las pieles infectadas de piojos. Entre los celajes de vaho que escapaban de su boca se apreciaban gotas de humedad que se deslizaban por su cabeza helada, le surcaban las cejas convertidas en dos esquirlas de hielo y los ojos apretados y se precipitaban desde sus pómulos afilados, la punta de la nariz y la barba escarchada. Bajo la capa de hielo a medio derretir que le cubría las facciones, su tez era oscura como el agua en una noche sin luna.
Los gritos de alarma aumentaron hasta que pareció que los atemorizados nativos iban a acabar con él allí mismo.
—
¡Brushka!
—espetó el rey desde su trono de huesos. Su voz emergió de lo más hondo de su pecho como un trueno, retumbó en las columnas de hielo que se extendían a lo largo de la sala y volvió a él rebotada desde el alto techo abovedado.
En la entrada, los soldados de la tribu empujaron a los aldeanos atónitos para devolverlos al otro lado de las colgaduras de piel que cubrían el vano de la puerta en arco. Al principio, los aldeanos se resistieron y protestaron a viva voz, pues habían llegado allí atraídos por aquel anciano forastero que había aparecido tambaleándose en medio de la tormenta y querían saber qué sería de él.
Ash se mantenía ajeno a todo. Ni siquiera prestaba atención a los pinchazos esporádicos de las lanzas; sólo la sensación de la cercanía de una fuente de calor consiguió sacarlo de su ensimismamiento y lo animó a levantar la cabeza del suelo. Cerca de él había un brasero de cobre humeante en cuyo interior ardían huesos y pastillas de grasa animal.
Se acercó a gatas hacia el cálido objeto hostigado por las lanzas que trataban de impedírselo, y se acurrucó arrimado al brasero bajo la lluvia incesante de golpes. Pese al estremecimiento que le recorría el cuerpo con cada acometida de las lanzas, en ningún momento accedió a abandonar su posición.
—
¡Ak, ak!
—bramó el rey, y su orden provocó la retirada de los guerreros.
Se hizo el silencio en el salón, sólo roto por el crepitar de las llamas y la respiración pesada, como si acabaran de regresar de una carrera prolongada, de los soldados. Entonces, un enérgico e inconfundible gemido de alivio surgió de la garganta del forastero.
«Aún estoy vivo», pensó Ash con cierta sorpresa en lo que parecía un momento de delirio, mientras el calor del brasero le quemaba. Cerró las manos entumecidas y apretó los puños para apresar mejor aquel precioso calor. Las manos le picaban.
Por fin levantó la mirada para hacerse una idea de su situación. Por todas partes vio el fulgor de las pieles ungidas con grasa, cuerpos desnutridos ataviados con mantas a modo de poncho y rostros demacrados, con el hambre escrita en la mirada.
Contó un total de nueve hombres armados. Detrás de ellos aguardaba el rey.
Ash hizo acopio de todas sus fuerzas para levantarse, pero dudó de su capacidad para mantenerse en pie y encaró de rodillas al hombre cuya búsqueda había motivado aquel arriesgado viaje.
El rey lo escrutaba con unos ojos que eran dos pedernales apenas distinguibles en su rostro rechoncho, como tratando de decidir por dónde empezar a devorarlo. Era descomunal, tan obeso que necesitaba una faja de cuero bajo la cintura para sostener las carnes caídas de su barriga. Por lo demás, iba prácticamente desnudo, con la piel resplandeciente recubierta con una gruesa capa de grasa. Tan sólo llevaba un colgante de cuero que le caía sobre el pecho y los pies embutidos en un par de botas grandes de piel moteada.
El monarca bebió un trago de un cráneo humano invertido y se relamió con parsimonia mientras estudiaba al forastero. Soltó un eructo que le hizo vibrar la papada y luego, satisfecho de sí mismo, dejó escapar una larga flatulencia que rápidamente contaminó la atmósfera neblinosa con su penetrante olor.
Ash permaneció en silencio, imperturbable. Daba la impresión de que a lo largo de su dilatada vida había tenido que vérselas en numerosas ocasiones con aquel tipo de hombres: jefecillos de tres al cuarto y reyezuelos mendicantes..., incluso una vez con un tipo que se autoproclamaba dios. Individuos que se revestían de la pompa de su posición o que incluso guardaban cierta apariencia de elegancia, pero que en el fondo no dejaban de ser unos monstruos. Del mismo modo que lo era aquel hombre que ahora tenía enfrente y todos los líderes hechos a sí mismos.
—
Stobay, ¿chern ya nochi?
—inquirió el rey, dirigiéndose a Ash, repasándolo de arriba abajo con una mirada escrutadora.
Ash carraspeó para aclararse la garganta adormecida. Se le agrietaron los labios resecos al abrirlos, se lamió la sangre que brotó de ellos y se dio unos golpecitos en el cuello para ilustrar su demanda.
—Agua —consiguió decir por fin.
El rey asintió y un odre aterrizó a los pies de Ash, que bebió con avidez un buen rato y luego se secó los labios; en el dorso de su mano apareció una mancha roja.
—No hablo vuestro idioma —declaró Ash—. Si deseáis interrogarme, tendréis que hacerlo en la lengua franca.
—
¡Bhattat!
Ash inclinó la cabeza en silencio.
El rey frunció el ceño y le vibraron los músculos del rostro al bramar una orden a sus hombres. Un guerrero, el más alto, se dirigió hacia un baúl situado junto a una de las paredes excavadas en el hielo de la espaciosa cámara. Era un vulgar arcón de madera, de los que usaban los mercaderes para transportar chee o especias. Todos los presentes posaron sus miradas silenciosas en el hombre mientras éste abría el pasador de cuero y levantaba la tapa del baúl.
El guerrero se inclinó, agarró algo con las dos manos y sin esfuerzo aparente lo sacó del arcón. Era el cuerpo, todavía con vida, de un hombre escuálido, semidesnudo, con la ropa hecha jirones y el cabello y la barba largos y desgreñados. Miró a su alrededor. Tenía dos círculos rojos alrededor de los ojos y bizqueó incomodado por la luz.
Ash sintió un escalofrío. Nunca se le había pasado por la cabeza que todavía quedaran supervivientes de la expedición del año anterior. Reparó en que le rechinaban las muelas. «No. No te ablandes», se dijo.
El guerrero sostuvo en pie aquel cuerpo raquítico hasta que las piernas le dejaron de temblar y pudo mantenerse erguido. Luego ambos se aproximaron lentamente al trono. El prisionero era natural del norte, de algún lugar del desierto alhazhiita a juzgar por las facciones adustas que a duras penas se le adivinaban.
—
¡Ya groshka bhattat! Vasheda ty savonya nochi
—espetó el rey, dirigiéndose al alhazií.
El hombre del desierto parpadeó. Su piel, en otro tiempo del característico tono bronceado de su pueblo, tenía ahora el color amarillento de un pergamino viejo. El guerrero apostado a su lado le dio unos codazos hasta que el cautivo posó la mirada en Ash. Justo en ese momento, sus ojos se iluminaron y se vislumbró un rayo de vida en ellos. Sus labios se separaron produciendo un chasquido seco.
—El rey... quiere saber, rostro oscuro —dijo con voz ronca en la lengua franca—, cómo has llegado aquí.
Ash no veía ningún motivo para mentir, al menos de momento.
—En barco —respondió—. Vengo del Corazón del Mundo. La nave aguarda mi regreso en la costa.
El alhazií recitó al rey la respuesta de Ash en el rudo idioma de la tribu.
El soberano hizo un ademán con la mano.
—
Tul kuvesha. ¿Ya shizn al khat?
—¿Y quién te ha ayudado a venir desde la costa?
—Nadie. Alquilé un trineo y un tiro de perros. Los perdí en una grieta junto con todo mi equipo. Después quedé atrapado en la tormenta.
—
¿Dan choto, pash ta ya neplocho dan?
—Entonces, dime —tradujo el hombre—: ¿qué has venido a arrebatarme?
Ash entornó los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—
¿Pash tak dan? Ya tul krashyavi.
—¿Que qué quiero decir? Has hecho un largo viaje para llegar hasta aquí.
—
Ya bulsvidanya, sach anay namosti.Ya vis preznat.
—Procedes del norte, de más allá del Gran Silencio. Has venido aquí por algún motivo.
—
Ya vis neplocho dan.
—Has venido aquí para arrebatarme algo.
El rey se golpeó el pecho fofo con un pulgar del tamaño de una salchicha.