El fantasma de Harlot (106 page)

Read El fantasma de Harlot Online

Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
3.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sherman Porringer y Barry Kearns habían terminado su misión en Uruguay y regresaban a Washington, para ser reasignados. Hubo fiestas de despedida. En una de las últimas, cuatro días antes de la partida, Sally Porringer me dijo:

—Quiero visitarte.

—¿En el futuro?

—Mañana a las siete de la tarde.

Había tenido el bebé, un niño cuyo parecido con Sherman era total, gracias a Dios.

—Sí —dijo—. Lo pasado, pasado está; ahora quiero verte. Por los viejos tiempos.

Dominaba los clisés. De modo que tuvimos un último encuentro sobre la cama de mi pequeña habitación. Todavía estaba enfadada, y antes de empezar permaneció rígida a mi lado, pero al cabo su naturaleza práctica triunfó. No fue jugadora de bridge por muy poco. Nunca hay que dejar pasar una mano cuando se puede jugar.

De pronto, me sorprendí a mí mismo escuchando los ruidos que hacíamos, y me di cuenta de que los estaba comparando (un tanto críticamente) con los dúos climáticos de Zenia Masarov y Georgi Varjov. Llegué a considerar la posibilidad de que los soviéticos nos estuviesen grabando. Eso estimuló mi vida interior durante un par de días. ¿Podrían los rusos procesar la cinta a tiempo para hacérsela llegar a Sherman antes de su partida? Porringer y yo ¿haríamos las paces y nos mostraríamos en público para una despedida final? Deberíamos imitar a Masarov y Varjov, que seguían demostrando su habilidad para trabajar juntos (ya que ninguno de los dos había vuelto a Moscú).

Después de la partida de Porringer y Kearns, llegaron sus relevos (que adoptaron hacia mí una actitud respetuosa, como correspondía con un veterano). Al poco tiempo falleció el padre de Hunt. Una noche, cuando Howard y Dorothy estaban en un baile en un club de campo de Carrasco, el oficial de guardia de la Embajada llamó por teléfono para avisarle que su padre había muerto. Hunt partió a la mañana siguiente para Hamburg, Nueva York, y regresó con un ánimo sombrío. Mi afecto hacia él se hizo más genuino. Él tenía su dolor y yo vivía con mi tristeza. Era agradable estar en su compañía. Podíamos servirnos de consuelo mutuo. Llegué a entender a Howard un poco mejor. Una mañana temprano, cuando yo había ido a Carrasco a entregar un par de monografías sobre América del Sur que, según supuse, él le pasaría a Benito Nardone, dimos un paseo mientras preparaban el desayuno. Frente a su casa había un liceo católico. Las dos hijas de Howard, con sus blusas blancas y grandes moños negros, acompañadas por la institutriz argentina de los Hunt, estaban entrando en el colegio. Él las saludó con la mano, y me dijo:

—Hay que amar mucho a una mujer para convertirse al catolicismo por ella. —Adoptó un gesto amargo—. Mi padre todavía no se había hecho a la idea de que su hijo fuera católico. —Se encogió de hombros — . Hay muchas pasiones intensas en los Estados Unidos. Tal vez es demasiado... anti romano, podríamos decir.

—Supongo que sí.

—¿Crees que ese sentimiento también nos alcanza a nosotros? ¿Influye sobre las decisiones que se toman sobre los destinos?

—Bien, yo desearía que no fuera así —respondí.

Suspiró. Tenía problemas con el embajador Woodward. Nunca supe si Howard había hecho su dinero invirtiendo inteligentemente los derechos de autor de sus tempranas novelas, o si había llegado a sus manos por el casamiento con Dorothy. De lo único que no cabía duda, era de que tenía dinero. Vivía mejor que cualquier jefe de estación; el embajador Woodward lo criticaba por eso, y sus críticas llegaban a oídos tanto del Departamento de Estado como de la Compañía. Hunt se enteró de que se le reprochaba su nivel de vida porque se lo consideraba demasiado opulento para un hombre cuyo rango era equiparable al de un primer secretario de Embajada.

El año pasado yo podría haber llenado más de una carta a Kittredge con las vueltas inesperadas de ese juego de oficina. Sin embargo, descubrí que vivir deprimido se parecía bastante a acampar sobre el suelo de mármol de un banco. Los sonidos agudos se convertían en susurros, los ecos decían más que las palabras, y siempre se sentía frío. Si bien en este problema yo estaba del lado de Hunt, y deseaba que la estación triunfara sobre el Departamento de Estado, eso era todo el espíritu de grupo que era capaz de reunir.

En este punto llegó de visita J. C. King, jefe de la división del Hemisferio Occidental, quien se encerró con Hunt en el despacho de éste. Era imposible trabajar en las viñas de la división del Hemisferio Occidental (que se extendía desde México hasta Argentina) sin oír alguna historia sobre J. C. King. Gracias a Porringer, yo ya sabía que el coronel había perdido un ojo en Utah Beach, ganado la medalla de Honor del Congreso y amasado una fortuna después de la guerra. Para Porringer, era una historia especial: «King llegó a la conclusión de que en Brasil comprarían condones». «En Brasil no hay demanda de preservativos. Es un país católico», le decía todo el mundo. Pues bien, King fue testarudo y construyó la primera fábrica de condones al sur del Amazonas. Invirtió sus propios ahorros, pidió prestado más dinero, y los condones levantaron vuelo en Río de Janeiro como si fueran jets. «King es ahora uno de los hombres más ricos de la Agencia, y tiene plantaciones junto al río Panaga, en Paraguay», dijo Porringer.

Jamás se me habría ocurrido. El coronel era alto, con una cojera pronunciada, lucía un parche sobre un ojo y hablaba tan suavemente que parecía hueco. No habría explicación posible para él sin Alfa y Omega.

Supongo que a Hunt la riqueza de King no le hizo ningún daño. El embajador Woodward había escrito en su informe frases como: «Arreglo personal ostentoso, inadecuado para sirvientes del gobierno».

—Debe de haber presentado usted una defensa fuerte —le dije a Hunt.

—No me defendí —replicó Howard—, sino que ataqué. Le dije al coronel King lo eficaz que había sido al conseguir que eligieran a Nardone. La noche de las elecciones, yo era el único estadounidense de la Embajada invitado a la fiesta de la victoria. Woodward había llegado a predecir que Nardone no ganaría. La única manera que tuvo de conocer a Benito antes de que se hiciera cargo fue pedirle a este humilde servidor que arreglara la presentación. El señor Woodward no puede perdonarme ese favor. Podrás estar seguro de que se lo conté a J. C. King. «Woodward puede irse al diablo», dijo antes de irse. Ni siquiera me recomendó que bajara el perfil. De hecho, el coronel me dijo que tiene una perspectiva interesante para mí.

Poco después, Hunt fue convocado a Washington. A su regreso, me invitó a comer una vez más en Carrasco, y en el estudio, mientras tomábamos coñac —yo ya no fumaba cigarros— me contó acerca de sus nuevas actividades.

—Cuando uno menos lo piensa, la fortuna le sonríe. He sido invitado a participar en un movimiento importante. Algo mucho mayor que Guatemala.

—¿Castro? ¿Cuba?

Extendió el índice hacia mí para señalar que estaba dando en el blanco.

—Haremos un movimiento gigante. Ayudar a los exiliados cubanos a que reconquisten su tierra. De manera diabólicamente encubierta. —La luz reflejada en su copa de coñac parecía surgir de su rostro — . Ayudaré a organizarlo. Antes de terminar, habremos almacenado más provisiones de las que la Agencia jamás puso en la estantería. Sin embargo, todo en secreto. Hermético. Idealmente, no habrá ni una sola evidencia que señale la participación de los Estados Unidos. —Acarició el borde de la copa con el dedo hasta que produjo una nota nítida—. ¿Te gustaría participar como uno de mis asistentes?

—Nada me gustaría más —respondí. Y hablaba en serio. Debajo de veinte capas de apatía, sentí la emoción de la anticipación. Parte de mi abatimiento sin duda se debía a que ignoraba adonde me enviarían cuando abandonase Uruguay. Y no me podía imaginar en una de las fábricas de Harlot. ¿Vivir en Washington, y evitar a Kittredge? No. La oferta parecía prometer una reactivación de mi fuego interior—. Me gustaría mucho trabajar con usted —insistí.

—Esta vez, nada estará fuera de nuestros límites —dijo. Debe de haber pensado que no le entendía, porque adelantó la cabeza y dijo—: Podría estar húmedo allí.

Asentí en silencio.

—¿Todo el tiempo? —murmuré.

Como toda respuesta, señaló el techo con un dedo.

36

Mi trabajo cobró vida. Había muchas cosas que entregar a los nuevos oficiales. Un año antes, me habría costado despedirme de los siete integrantes de AV/ALANCHA, pero ahora la pandilla callejera era más grande, y la mitad eran policías de Peones. En realidad, virtualmente él la dirigía desde su oficina. Ahora que Nardone era el presidente de Uruguay, Peones era un hombre importante.

Aun así, la nostalgia es capaz de crecer en el suelo más árido. Me sentía triste incluso porque no vería más a AV/ÍO 1 y a AV/ÍO 2 en su tarea de revisar a los pasajeros en el Control de Pasaportes. Ya no tendría que pasarme una noche entera tranquilizando a AV/ELLANA, nuestro periodista de la columna de sociedad, por haberlo descuidado demasiado. Cuando necesitara un taxi de observación, ya no estarían allí AV/EMARÍA 1, 2, 3 o 4, y el pobre G O G O L estaba a punto de ser clausurado. Era tan poco lo que se recibía de la Embajada rusa que ya no se justificaban los gastos. Los Bosqueverde tendrían que mudarse a una casa más pequeña. Gordy Morewood ya no telefonearía a mi despacho cada lunes por la mañana para discutir acerca de sus facturas. Mi sustituto se encargaría ahora de AV/UTARDA.

También debía alguna despedida sentimental a los prostíbulos de Montevideo. Me había encariñado de varias muchachas; para mi sorpresa, ellas se habían encariñado conmigo. «El mundo del espectáculo», pensé. Se me ocurrió que las prostitutas y sus clientes no eran muy distintos de los actores y actrices de una obra de teatro. Durante el tiempo en que vivían juntos no era necesario que todo fuese irreal.

Además, tenía que considerar a AV/ISPA. El efecto del caso Libertad fue un aumento de cautela. Durante muchos meses, no había hecho más que llevar mi lista de preguntas y peticiones al piso franco. Allí le proporcionaba vino y bebidas. ¡Hasta había aprendido a cocinar! Ya habían pasado aquellos días en que discutíamos si era prudente encontrarnos en restaurantes.

El trabajo de Chevi proseguía. No puedo decir si se hizo menos importante, o si sólo me lo parecía debido a mi abatimiento, pero empecé a cuestionar el valor de las respuestas detalladas que recibíamos sobre proyectos emprendidos por el Partido Comunista de Uruguay. ¿Valía la pena el esfuerzo? Ni siquiera sabía si me importaba. Solía irritarme que Fuertes, que semana a semana aumentaba de peso hasta el punto de que corría peligro de hacerse obeso, se pusiera cada vez más timorato con respecto a su seguridad. Juraba que ya no veía a Libertad, pero cada vez que nos encontrábamos parecía preocuparse más por la posibilidad de que Peones descubriera la verdad sobre su relación con ella.

—No conoce a ese hombre —insistía Chevi—. Es un fascista. Como Nardone. Su crueldad es directamente proporcional a su poder.

—No permitiremos que te haga daño —dije.

—Entonces, ¿admite que controlan a Peones?

—No.

—En ese caso, tengo motivos para estar asustado —dijo él.

Yo no sabía qué responder. Chevi lo hizo por mí.

—Ustedes lo controlan —dijo — . Es por eso que cree que puede protegerme. Sería mejor trazar un círculo en torno a mi nombre e informarle a Peones que no debe entrar en esa zona.

—Sería como decirle que estás relacionado con nosotros. Aunque no hayas podido localizarlos, hay miembros del PCU infiltrados en su departamento.

—No hay necesidad de decirle por qué desean protegerme —dijo Fuertes—. La Policía está acostumbrada a proporcionar dispensas en medio de la ambigüedad.

—Chevi, no sé de qué diablos estás hablando. Pero creo que hay algo más.

—Lo hay —dijo—. La solemne verdad es que Libertad me llamó la semana pasada para hacerme una advertencia. Dijo que Peones se había enterado de que nos habían visto en público a ella y a mí juntos. Hace muchos meses. Pero el tío es enfermizamente celoso. Debe de haber sido en aquel almuerzo con tu jefe de estación.

—Oh, no —dije.

—Dijo que Peones estaba listo para torturarme, pero que ella le ordenó que abandonase la idea. Le dijo que nuestra relación siempre fue casta. Si Peones me tocaba, ella no lo vería nunca más. Fue un discurso apasionado, cargado de sentimiento. Me ama como a un hermano, dijo, lo cual no significa que Peones le creyera. Pero nosotros respetamos la autoridad de la pasión cuando está dirigida a la carnalidad o a la lealtad. Pedro comprendió. Si dudaba de ella, tendría que pagar un precio.

—Entonces, no tienes nada que temer —dije. Aún no podía empezar a estimar el daño.

—Tengo todo que temer. Peones no necesita vengarse de mí personalmente. Sus hombres se encargan de eso.

—¿No tendría que enfrentarse a Libertad?

—No. Repudiará al policía que me haga el daño. Hasta es posible que llegue a castigarlo. Le aseguro que estas historias pueden volverse muy confusas. Libertad no renunciará a las ventajas que consigue de Peones si la culpa de éste no se puede probar.

—Pero sólo Peones podría ser el instigador.

—No necesariamente. La tortura se está convirtiendo en algo más que una práctica. Nardone odia a los comunistas. Los odia aún más que J. Edgar Hoover. Los comunistas han herido la autoestima de Nardone demasiadas veces. Por eso, él tiene una posición intelectual equivalente a una fe sádica. Nardone cree que la izquierda es un cáncer que sólo puede ser extirpado mediante la tortura. La sangre de anarquistas y comunistas caerá sobre nosotros.

—¿Por autoridad de quién? ¿Por qué leyes? No lo creo posible.

—Un policía siempre puede arrestar a cualquiera. Por cruzar la calle por donde no debe. Y una vez que uno ha sido arrestado, el drama es diferente. En la comisaría no hay un ala izquierdista capaz de protegerte. En el último mes, tres miembros importantes de mi partido han sido tratados cruelmente. No han quedado baldados, pero no tendrán ganas de acostarse con sus mujeres durante un año.

—¿Verdad?

Se echó a reír.

—Exagero —dijo.

—¿Exageras?

Se encogió de hombros.

—Ahora, temo la tortura.

Convinimos lo siguiente: si se enteraba de que iba a ser arrestado, debía llamarme. Si no podía hablar, su mensaje debía contener la palabra «lluvia».

Dos semanas antes de que abandonase Uruguay, un hombre llamó a la oficina una tarde para decir que llamaba de parte de LLUVIA. No se identificó, aunque me dijo que el señor Fuertes había sido arrestado y estaba en el Departamento de Policía. Sólo alguien que trabajara allí podía saberlo. Equivalía a decir que Fuertes había sobornado al hombre para que me llamase, y al hacerlo había revelado nuestra conexión.

Other books

A Different Kind by April, Lauryn
At the Heart of the Universe by Samuel Shem, Samuel Shem
The Duke's Disaster (R) by Grace Burrowes
Silver Bay by Jojo Moyes
The Traitor's Tale by Margaret Frazer
The Old Reactor by David Ohle
The Fright of the Iguana by Johnston, Linda O.