—Kittredge, ¡por Dios! —grité, y de inmediato la visualicé sumergida en el agua rosada de sangre.
La bañera, donde la había encontrado una vez, era la misma.
Estaba a punto de derribar la puerta, pero entonces oí su voz. Articulaba las vocales del modo en que lo podía haber hecho una viejecita completamente desequilibrada. Sonaba exactamente como su madre.
—Oh, Harry —dijo—, aguarda un minuto. No entres, querido. Todavía no. —Mi cuerpo se había estremecido de frío esa noche; ahora lo hacía mi mente. Algo iba mal, por cierto—. Querido, acabo de oír una noticia espantosa. Apenas si puedo decírtelo. —¿Sería el viento? No sabía si era el viento. Parecía haber un lamento en el aire—. Harry —dijo a través de la puerta—. Ha muerto Hugh. Me temo que lo han matado. Gobby está muerto.
—Kittredge, abre la puerta —grité.
En las pocas pero alarmantes noches en que hablaba con su madre muerta, Kittredge canturreaba una disonante canción de cuna. Exactamente como ahora.
En el silencio que siguió traté de asimilar la noticia. Harlot había muerto.
—Kittredge, te lo ruego. Háblame.
—Harry —dijo, con una voz innegablemente extraña—, ¿puedes dejarme sola?
—¿Sola?
—Un rato, nada más.
Si al llamar a la puerta hubiese pillado a mi mujer metida en la cama con un amante, su pánico no habría sido más evidente.
Pero no había ningún amante detrás de esa puerta. Sólo la presencia de su muerte. Mi corazón lo comprendió. La muerte resultaba tan íntima para sus delicados sentidos como las caricias de Chloe para los míos.
—No puedo dejarte aquí —dije—, a menos que me hables. —Como no respondió, repetí—: ¡Háblame!
—El cuerpo de Hugh apareció flotando en la bahía de Chesapeake. Muerto de un disparo. —Estuvo a punto de interrumpirse, pero prosiguió — . Seguridad dice que se trata de un suicidio. Eso es lo que declararán.
—¿Quién te ha dado esa información? —No respondió, de modo que volví a golpear la puerta—. Tienes que dejarme entrar.
—No lo haré. Nunca —dijo, y en su voz había tanta determinación que me pregunté si se habría enterado de lo mío con Chloe.
Pero, ¿cuándo? Sólo podía haber sido después de nuestra conversación telefónica.
—No sé qué seguridad puede haber para ti o para mí si estamos solos.
—Seguridad total.
Había un tono nuevo en su voz, el de la ira ilimitada que se despierta ante la obstinación del cónyuge.
—Kittredge, déjame entrar. Por favor.
—Oh, déjame entrar. Por favor —se burló Kittredge.
Me di la vuelta. La muerte de Harlot parecía lejana. Había morado en mi mente desde que yo tenía dieciséis años. Pero ahora estaba muerto. En un día o dos, ellos dirían que Harlot se había suicidado. Alguien de dentro debía de haberle dado la noticia a Kittredge.
Volví al cuarto junto a la despensa, descolgué el traje todavía húmedo, la camisa azul celeste de cuello Oxford y la ropa interior y los llevé al lavadero, al otro lado de la despensa. No sabía mucho acerca de estas cosas, pero obviamente tenía la sospecha de que nuestra secadora podía arruinar el traje. No importaba. No podía seguir mucho tiempo más con esa indumentaria de jardinero. Era como oler constantemente la pala con que se ha abierto una tumba. Debo confesar que bebí otro trago de Bushmills. Es un infierno no saber si uno lamenta la muerte de un amigo o se siente aliviado porque un superior implacable y/o traicionero se ha marchado.
Sin embargo, yo no estaba reaccionando como hubiese esperado. ¿Qué harían ustedes si recibieran la noticia incontrovertible de la muerte de Dios? Tal vez seguirían preparando el desayuno. En diez semanas, o diez meses, el filo de la noticia podría ser cortante como el de un cuchillo, pero ahora yo estaba esperando que mi traje se terminara de secar, mientras oía el ruido que hacía al girar en la secadora. Fuera, en el cobertizo abierto, algún animal pequeño, probablemente un mapache, recién salido de su estado de hibernación, hacía sonar las latas. El grifo del fregadero goteaba. En el rincón se había amontonado un poco de yeso, aflojado por la humedad. Ese polvillo, árido y triste, me hizo pensar en los restos de Harlot. ¿Lo incinerarían? ¿Habría dejado instrucciones? Otras preguntas sin respuesta surgieron, una a una, como las gotas del grifo del fregadero.
Trataba de rechazar la idea de que me encontraba en problemas. Ignoraba si mi sistema de alarma había sufrido un colapso, pero no tenía la sensación de que alguien estuviera viajando hacia mí. Por supuesto, ¿cómo podría nadie cruzar el canal en una noche como ésa? Al pensar en esto, me vi obligado a reconocer que mi inteligencia estaba adormecida. No importaba lo agitada que pudiese estar el agua, cualquier buen bote con un motor potente no tendría dificultades en llegar desde la isla de Bartlett o Seal Cove.
Una telaraña en el rincón más cercano del lavadero comenzó a llamar mi atención. La araña tenía en el lomo una especie de cara amarilla, o al menos unas pequeñas marcas que parecían órbitas oculares, una línea por nariz y algo semejante a una boca y mentón. Medité acerca de estos indicios cósmicos como un borracho que contempla el prodigio de una uña rota mientras las galaxias del fracaso de una noche giran alrededor de él.
Mi traje debía de estar listo. Listo o no —creo que el Bushmills estaba surtiendo su funesto efecto— abrí la puerta de la secadora, saqué la camisa, la ropa interior, el chaleco, la chaqueta y los pantalones, todo más embrollado que la fruta en el fondo de un vaso de Oíd Fashioned, y me vestí. Fue en ese momento cuando me llevé la mano al bolsillo superior de la chaqueta. Sólo mi deseo de exponer todos los acontecimientos de esa noche me obligan a confesar el siguiente detalle. Mi pasaporte —sin duda empapado durante el cruce del canal— había permanecido en el bolsillo superior de la chaqueta a pesar de las vueltas de la secadora. En seguida descubrí que todas sus páginas estaban hinchadas. Tenía una galleta por documento. Las letras eran apenas visibles. ¡Qué estupidez! Había llevado conmigo ese pasaporte desde que comencé con los Grandes Santones. Me lo había conseguido Harlot para la eventualidad de que tuviese que largarme del país. William Holding Libby era el simpático alias que Montague me había otorgado, un nombre verdaderamente terrible, pero no importaba. Si todo salía mal, era mi posibilidad de escape. Lo llevaba siempre conmigo. Ahora, de pie en el desnudo piso de madera del lavadero, vestido con mi traje arrugado y todavía húmedo, me sentí incapaz de reaccionar ante la situación en que me encontraba. ¡Eso sí que es indiferencia! Estaba en algún reino exótico donde el paso del tiempo no le recordaba a uno ninguna de sus responsabilidades.
Aun así, no tenía la certeza de que quisiese llamar nuevamente a la puerta de mi dormitorio. No soportaba ser rechazado una vez más. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? No me sentía mejor, ni probablemente peor, que un hombre a quien su superior le exige que justifique unos gastos escandalosamente altos. Subí la escalera. La casa estaba sumida en el silencio.
Encontré la puerta de nuestro dormitorio apenas entornada. ¿Habría salido Kittredge a buscarme? No parecía probable. Más lo era el que hubiese cambiado de opinión, al menos lo bastante para descorrer el cerrojo. Por supuesto, eso no significaba que fuera bienvenido.
Antes de entrar pude oír que hablaba. No tuve que entender lo que decía para reconocer por el tono de su voz, alto y un tanto abstracto, como el que se usa para dirigirse a una persona sorda, que estaba hablando con la pared. Tanto deseé que se tratara de su madre que visualicé a Maisie Minot Gardiner con su pelo canoso, sólidos dientes blancos y esa voz de loro que a menudo tienen las damas elegantes, como si ni siquiera soñaran con atreverse a usar una frase que antes no hubiese sido pronunciada por una persona socialmente apropiada. (Fue Eleanor Roosevelt, y los tonos que salían de su garganta, la primera persona que llamó la atención sobre este fenómeno.)
La madre de Kittredge tenía los ojos del mismo color cerúleo de las flores híbridas que crecían en su jardín. Yo conocía el nombre de las flores silvestres, pero a Maisie sólo le interesaban las especies absolutamente nuevas. Cultivaba las flores más altas, como las superzinias, que medían más de un metro y eran fabulosamente brillantes. Si alguien hubiese puesto un Bonnard sobre un caballete en medio de su jardín, la gama de matices de las flores de Maisie habría predominado sobre la del cuadro. En los días cálidos esas flores se mecían a su antojo, lo mismo que Maisie. Era notoriamente caprichosa en sus opiniones. «Harry —me decía—, no seas tonto con los franceses. No son de confiar.»
Sí, recé para que Kittredge estuviera hablando con su madre, pero sabía que no era así.
—No te seguiré a ninguna parte —oí decir a mi mujer.
La puerta se abrió ante la presión de mi mano. Era exactamente como esperaba. Es decir, mucho peor. Kittredge estaba sentada en una silla de cara a la pared. Tenía puesta una bata blanca, aunque no más blanca que su piel, lo que hacía que pareciese desnuda y vestida a la vez. Jamás había visto su cabello tan oscuro y lustroso, y sus ojos ya no estaban llenos de bruma. Resplandecían. No es normal que los ojos azules brillen en un dormitorio poco iluminado, pero podría haber jurado que la luz provenía de su interior. Por cierto, no reparó en mí.
—Te lo advertí, Hugh —dijo en voz alta—. He rezado por ti. Ahora soy libre. No te acompañaré fuera de esta casa.
En aquella ocasión, no mucho después de nuestra boda, cuando la oí hablar con su madre por primera vez, cometí el error de hacer una llamada de larga distancia desde Doane a McLean, Virginia, donde tenía su consultorio un psiquiatra contratado por la CIA. Kittredge estuvo a punto de no perdonármelo. Mejor ignorar el daño causado a su carrera (y a la mía), por este episodio que fue registrado en su legajo. Fue el menos importante de mis errores. Lo que ella no podía perdonar era la falta de respeto, simplemente. «Amo a mi madre —me dijo—, y es un privilegio poder hablar con ella. ¿No te das cuenta? Hablar con un médico fue un acto de prepotencia. Harry, pensaré que no estamos hechos el uno para el otro si vuelves a cometer otra barbaridad como ésa. Llamaste enfermedad a mi don.»
Nunca ha tenido que repetirme las cosas. Hice todo lo posible para reparar el eslabón roto. Sólo hablé con el psiquiatra una vez más. Cuando me llamó para seguir el caso, le di a entender que Kittredge y yo nos habíamos emborrachado, algo completamente inusual en nosotros, y en ese estado su modo de proceder no estuvo de acuerdo con el mío. Así lo expresé. «Después de todo, doctor —agregué—, una persona tiene derecho a torcer su rumbo por un instante cuando uno de sus padres muere.»
«Diga mejor por un litro», dijo él, y ambos nos echamos a reír, primero en armonía, luego en contrapunto. ¿Por qué será que la risa falsa está más musicalmente estructurada que la verdadera?
El daño en la carrera de mi mujer se limitó a una anotación en su ficha 201:
Ayuda psiquiátrica solicitada el 19 de mayo de 1978
. Dado el número de alcohólicos, divorciados y homosexuales descubiertos entre nosotros (no superior, puedo asegurarlo, al de cualquier corporación donde se desarrolle una gran actividad), tenía la esperanza de que aquello no la perjudicase demasiado. Sabía, no obstante, que las cuestas eran cada vez más resbaladizas. Nuestro matrimonio había sido un escándalo interno comparable al de la mujer de un general que se fuga con un comandante.
Todo esto tal vez ayude a explicar por qué me puse a caminar alrededor de la silla de Kittredge como si circunnavegara a un santo. Pueden estar seguros de que no busqué agua para lavarle la cara, ni le masajeé los pies, ni se me ocurrió sacudirla, ni siquiera tocarla. Con los hábitos de toda una vida de preparación para hacerme cargo de las cosas, lo único que podía hacer era sentarme.
Permaneció inmóvil durante un largo rato. Luego empezó a asentir con la cabeza. Dirigiéndose a la pared, dijo:
—Gobby, nunca pudiste admitir la verdad ante nadie. Pero conmigo puedes hablar. Si crees que es importante, tal vez lo mejor sería que lo hicieses, querido.
Era como cuando la Policía conversa con alguien que está por arrojarse al vacío desde un tejado, tratando de disuadirlo de que no lo haga. Sospecho que en esas ocasiones el diálogo llega a parecer natural. Kittredge hablaba con la pared como si no existiese la menor duda de que Harlot estuviera allí. Confieso que pronto comenzó a parecerme menos excepcional. La intensidad de las palabras de Kittredge no alteraban el orden de nuestro dormitorio, demasiado ascético para mi gusto, demasiado parecido al cuarto superior de una buena posada de Nueva Inglaterra (hasta los volantes blancos del cobertor eran profesionalmente castos). Cuando dejó de hablar, el cuarto recobró su blanco y penetrante silencio.
—Harry, vete a la mierda, ¿quieres?
Durante todos los años que pasamos juntos, raras veces se había expresado así. Pero ahora yo no estaba seguro de que ella hubiese hablado. ¿No podía haber sido la voz de Harlot surgiendo de la laringe de mi esposa?
Kittredge se inclinó hacia delante en su silla.
—Estás cubierto de algas, Gobby —dijo en voz alta—. Quítatelas. Es como si llevases una peluca.
Se echó a reír. Parecía la risa de un hombre, y poco a poco el tono se hizo inconfundiblemente más franco. Algunos hombres ríen como si los leños encendidos en el hogar y las hojas de tabaco de un buen cigarro fueran parte del espléndido servicio que los rodea. «Por Dios —pensé—, se ríe igual que mi padre.» Luego su rostro tomó una expresión que me recordó a Allen Dulles, difunto como mi padre.
Una vez, en Vietnam, después de una juerga en los Grandes Almacenes (así llamábamos al burdel más grande de Saigón), acabé en un cuarto de hotel con una joven y diminuta prostituta vietnamita que me ofreció opio. Fumé con un fuerte sentimiento de pecado, y vomité la cena con un sentimiento pleno de redención. Después me inundó la paz de la pipa, y empecé a tener alucinaciones. La cara de la puta se convirtió en la de mi madre, y luego en la de Kittredge, de quien estaba enamorado a distancia. Al cabo de un rato, era capaz de transformar los rasgos de la prostituta vietnamita en los de la mujer que eligiera.
En nuestro dormitorio, sin embargo, no podía elegir el rostro que a continuación quería ver, ni tenía tampoco la feliz seguridad de estar flotando en vaporosas nubes de alucinaciones controlables. En cambio, cada nuevo conjunto de rasgos aparecía como si alguien estuviese allí modelando la cara de Kittredge. Sobre su delicado labio superior apareció el tosco cepillo blanco y negro del bigote de Harlot. Sus gafas de montura de metal se ubicaron sobre la nariz de mi esposa, cuya generosa cabellera fue remplazada por una cabeza semicalva. Harlot me miró. Luego habló. Una voz, que bien podía haber sido la de Harlot, surgió de la boca de Kittredge.