El faro del fin del mundo (11 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras,Clásico

BOOK: El faro del fin del mundo
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Carcante echó un último vistazo al interior de la caverna.

—¡Lástima que tengamos que dejar todo esto! —dijo Vargas.

—No hay más remedio —repuso Carcante. ¡Ah, si la goleta fuera de trescientas toneladas!… Pero, en fin, nos llevaremos todo lo mejor, y espero que hemos de hacer todavía muy buenos negocios.

La chalupa se separó de la orilla y bien pronto el viento de popa la empujó hacia la bahía.

Vázquez salió de la caverna, dirigiéndose a su refugio.

Dentro de cuarenta y ocho horas no tendría nada que comer y era inútil contar con las provisiones del faro, pues no había duda que se las llevarían aquellos bandidos. ¿Cómo se las iba a arreglar para subsistir hasta la llegada del «aviso», que, aun suponiendo no sufriera retraso, no arribaría liaste dos semanas después?

La situación era, pues, de las mas graves. La energía de Vázquez no conseguiría mejorarla, a menos que no se mantuviera de tubérculos desenterrados en el bosque de hayas, o de la pesca en la bahía. Mas para esto era preciso que la Maule hubiese dejado definitivamente la Isla de los Estados. SÍ alguna circunstancia la obligase a permanecer aún algunos días fondeada. Vázquez moriría inevitablemente de hambre en su gruta del cabo San Juan.

A medida que avanzaba el día, el cielo se tornaba amenazador. Masas de espesas nubes lívidas se acumulaban en el este. La fuerza del viento iba aumentando progresivamente. El rizado de la superficie del mar se cambió bien pronto en extensas olas, las crestas de las cuales se coronaban de espuma, y no tardarían en precipitarse con entrépito contra las rocas del cabo.

Si el tiempo continuaba así, la goleta no podría seguramente hacerse a la mar con la marca del siguiente día.

Al llegar la noche no se produjo ningún cambio favorable en el estado atmosférico. Al contrario, la situación empeoró. No se trataba de una borrasca cuya duración se hubiera podido limitar a unas cuantas horas.

El huracán estaba próximo. Lo anunciaba el color del cielo y del mar, las nubes que se amontonaban, el tumulto de las olas contrarias y el mugido del viento. Un marino como Vázquez no se podía equivocar. Seguramente la columna barométrica señalaba tempestad.

A pesar de la violencia del viento, Vázquez había salido de la gruta, recorriendo la playa y mirando atentamente al horizonte, que iba obscureciéndose gradualmente. Los últimos rayos del sol no se habían extinguido aún, cuando Vázquez advirtió una masa negra que se movía a lo lejos.

—¡Un barco! —exclamó—. ¡Un barco que parece dirigirse a la isla!

Era efectivamente un barco procedente del este, bien fuera para embocar el estrecho o para cruzar hacia el sur.

La borrasca se desataba entonces con extraordinaria violencia. Era uno de esos poderosos huracanes a los que nada resiste y que echan a pique a los más potentes navíos. Cuando no tienen «huida» —empleando una locución marina—, es decir, cuando están próximos a tierra y el viento los empuja hacia la costa, es muy raro que puedan escapar al naufragio.

—¡Y esos miserables que no encienden el faro!… —exclamó Vázquez—. Este barco, que lo busca seguramente, no lo percibirá. No sabrá que tiene la costa delante, a unas cuantas millas de distancia solamente… El viento lo empuja hacia aquí, y acabará por estrellarse contra los arrecifes.

Un siniestro más que cargar a la cuenta de la banda Kongre. Sin duda, desde lo alto del faro los bandidos habían divisado aquel barco, que no podía mantenerse a la capa. Antes de media hora habría sido arrojado contra la costa, cuya existencia no sospechaba por faltarle la indicación del faro.

La tempestad había alcanzado toda su intensidad. La noche prometía ser terrible, y después de la noche, el siguiente día, pues no parecía posible que el huracán se calmase en veinticuatro horas.

Vázquez no pensaba en ganar su abrigo, y sus miradas no se apartaban del horizonte.

De vez en cuando veía las luces roja o verde que indicaban un barco de vela; un vapor hubiera mostrado la luz blanca. No tenía, por lo tanto, máquina que le permitiera luchar contra la tempestad.

Vázquez iba y venía por la playa, desesperado de su impotencia para impedir el naufragio. Su mano se tendía inútilmente hacia el faro apagado. En vano esperaba los destellos de la linterna, y el barco estaba destinado a perecer en las rocas del cabo San Juan.

Entonces se le ocurrió a Vázquez una idea que pudiera ser salvadora. Tenía a su disposición trozos de madera, y si encendía con ellos una hoguera en la punta del cabo, tal vez sirviera de indicación al barco para que se separara de la costa.

Vázquez puso manos a la obra amontonando varios pedazos de tabla. Cuando todo estuvo dispuesto trató de encenderlo.

Era ya tarde.

En medio de la oscuridad se destacó una masa enorme. Levantada por olas monstruosas, precipitóse en la costa con espantosa impetuosidad. Antes que Vázquez hubiera podido hacer un gesto, llegó como una tromba a la barrera de los arrecifes.

Produjese un espantoso estrépito y algunos gritos de angustia que bien pronto ahogaron los mugidos cíe la tempestad.

Después no se oyeron más que los silbidos del viento y el incesante bramar de las olas que se estrellaban contra la costa.

II. Después del naufragio

Al amanecer del siguiente día, la tempestad se desencadenó con más fuerza todavía. El mar aparecía blanco hasta su limite más lejano. En el extremo del cabo las olas espumaban a quince y veinte pies de altura. No era posible que con tan furioso temporal se pudiera entrar ni salir de la bahía. El aspecto del cielo, siempre amenazador, anunciaba que la tormenta se prolongarla algún tiempo en aquellos parajes magallánicos.

Era pues, de toda evidencia que la goleta no podría zarpar aquella mañana.

Fácil es imaginar la cólera de Kongre y de su banda. Tal era la situación, de la que Vázquez se dio cuenta cuando se levantó al lucir las primeras luces del alba.

Y he aquí el espectáculo que apareció ante sus ojos:

A trescientos pasos yacía el barco náufrago, de unas quinientas toneladas. De su arboladura no quedaba más que tres troncos rotos por su base, bien fuera porque el capitán se vio precisado a hacerlo o porque se hubieran venido abajo en el choque. En la superficie del mar no había ningún resto del naufragio; pero, bajo el formidable impulso del viento, era muy posible que esos despojos hubieran sido arrojados al fondo de la bahía de Elgor.

Si así era, Kongre debía ya saber que se había perdido un barco en los arrecifes del cabo San Juan.

Vázquez debía, por lo tanto, tomar sus precauciones, y no avanzó hasta asegurarse que estaba desierta la entrada de la bahía.

En pocos minutos llegó al sitio de la catástrofe. La marea estaba baja y pudo dar la vuelta al barco, leyendo en la popa: Century Mobile.

Era, pues, un velero americano, teniendo por puerto de matrícula aquella capital del Estado de Alabama, al sur de la Unión, sobre el golfo de México.

El Century estaba perdido totalmente. No se veía ningún superviviente del naufragio, y en cuanto al barco, no quedaba de él más que un casco informe, que al choque habíase divido en dos. Las olas habían dispersado la carga: cajas, fardos, barricas estaban esparcidas a lo largo del cabo, sobre la playa.

El casco del Century estaba en seco y Vázquez pudo examinar el interior.

La devastación era completa. Las olas lo habían destruido todo.

No había alma viviente, ni oficiales ni, marineros.

Vázquez llamó en voz alta, sin obtener respuesta. Penetró hasta el fondo de la cala, sin encontrar ningún cadáver. O habían sido arrastrados por algún golpe de mar o se ahogaron en el momento que el Century se estrellaba contra las rocas.

Vázquez volvió a la playa, se aseguró de nuevo que ni Kongre m ninguno de la banda se dirigía hacía el lugar del naufragio y luego, a pesar de la borrasca, remontó hasta la extremidad del cabo San Juan.

—¡Quién sabe —decíase Vázquez— si habrá por aquí alguno de los náufragos del Century a quien socorrer!

Sus pesquisas fueron estériles. — Tal vez —pensaba— encuentre alguna caja de conservas que asegure mi subsistencia durante dos o tres semanas.

Bien pronto dio con un barril y una caja, que el mar había lanzado más allá de los arrecifes y que tenían escrito en el exterior su contenido. La caja contenía una provisión de galletas, y el barril, carne en conserva.

Era el alimento asegurado lo menos para un par de meses.

Vázquez transportó primero la caja a la gruta, y después llevó rodando el barril hasta ella.

Desde la punta del cabo echó de nuevo una ojeada por la bahía. No le cabía duda que Kongre estaba ya enterado del naufragio, y puesto que la Maule estaba prisionera del temporal, la banda acudiría a la entrada de la bahía para aprovecharse de los restos de la catástrofe.

Sumido estaba Vázquez en estas reflexiones, cuando llegaron a su oído angustiosos gritos, que eran como un doloroso llamamiento lanzado por una voz doliente.

El torrero se lanzó en dirección de aquella voz.

No había andado cincuenta pasos cuando advirtió un hombre tendido al pie de una roca. Su mano agitábase pidiendo auxilio. Vázquez acudió presuroso a prestárselo.

El hombre que yacía en tan deplorable situación, representaba de treinta a treinta y cinco años, y parecía vigorosamente constituido. Vestido con traje de marinero, acostado del lado derecho, los ojos cerrados, la respiraron anhelante, agitábanle sobresaltos. No parecía estar herido y ninguna huella de sangre manchaba su traje.

Este hombre, acaso el único superviviente del Century, no había oído aproximarse a Vázquez. Sin embargo, cuando éste apoyó la mano en su pecho, hizo un esfuerzo para incorporarse, pero volvió a caer sobre la arena; mas sus ojos se abrieron un instante y las palabras «¡socorro!, ¡socorro!» salieron de sus labios…

Vázquez arrodillado cerca de él, lo recostó con cuidado contra la roca, repitiéndole:

—¡Aquí estoy, amigo mío…! Míreme usted… Yo le salvaré.

Tender la mano es lo único que pudo hacer el infeliz, que perdió enseguida el conocimiento.

Era preciso, sin perder minuto, prestarle los cuidados que exigía su estado de extrema debilidad.

—Oíos hará que haya llegado a tiempo —se dijo el noble Vázquez.

Era necesario, ante todo, separarse de allí, porque de un momento a otro pudieran llegar los de la banda Kongre con el bote o la chalupa, y transportar aquel hombre a la gruta, donde estaría completamente seguro.

Esto es lo que hizo Vázquez Deslizándose por entre las rocas, con el inanimado cuerpo a la espalda, Vázquez llegó a la gruta, al cabo de un cuarto de hora y deposité su carga sobre una manta, apoyándole la cabeza en un paquete de ropa.

El hombre no había vuelto en si aunque respiraba. Aunque no tenía ninguna herida visible, ¿no se habría roto algún brazo o alguna pierna en un choque contra los arrecifes? Es lo que temía Vázquez que en semejante caso no hubiera sabido qué hacer. Lo palpó por todas partes, examinó el juego de sus extremidades, pareciéndole que todo el cuerpo estaba intacto.

Vázquez echó agua en una taza mezclándola con algunas gotas de aguardiente, e introdujo parte de ella por entre los labios del náufrago; luego le friccionó los brazos y el pecho, reemplazando después sus empapados vestidos por otros que había tomado en la caverna de los piratas. No le era dable hacer más. Pasados algunos minutos, tuvo la satisfacción de ver que el náufrago volvía a la vida. El hombre consiguió incorporarse a medias, y mirando a Vázquez, que le sostenía entre sus brazos, le pidió con voz débil: —¡Agua!…, ¡agua! Vázquez le tendió la taza, preguntándole: —¿Se siente usted mejor? —¡Si, sí!— contestó el náufrago. Y luego, como queriendo reunir sus recuerdos, aún vagos, dijo:

—¡Aquí!…, ¿usted?… ¿Dónde de estoy? —y estrechó débilmente la mano de su salvador.

Expresábase en inglés, idioma que también hablaba Vázquez, que le respondió:

—Está usted en lugar seguro. Lo he encontrado sobre la playa, después del naufragio del Century.

—¡El Century!… Sí, ya me acuerdo. —¿Cómo se llama usted? —¿Davis… John Davis? ¿El capitán del buque náufrago?

—No… el segundo… ¿Y los otros?

—Todos han perecido —contestó Vázquez—, todos. Usted es el único que ha escapado de la catástrofe. —¿Todos?… —¡Todos! John Davis quedó como aterrado al saber que era el único superviviente del naufragio. Comprendió que debía la vida a aquel desconocido que con tanta solicitud le atendía.

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