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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras,Clásico

El faro del fin del mundo (18 page)

BOOK: El faro del fin del mundo
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Si el «aviso» se había puesto en marcha para entrar en la bahía, se detendría seguramente al restablecerse la oscuridad… Si llegase a rebasar la entrada, procuraría salir al ver que le faltaba la luz que le guiara hasta la caleta, o, a lo sumo, fondearía esperando el alba.

Kongre mandó echar al agua el bote, en el que se acomodaron el jefe, Carcante y diez de sus hombres, armados de fusiles, revólveres y cuchillos.

En un minuto atracaron a la orilla, precipitándose hacia el faro, que no distaba más que milla y media.

Este trayecto fue recorrido en un cuarto de hora caminando en compacto grupo. Toda la banda, menos los hombres dejados a bordo, se encontraba reunida al pie del faro.

Arriba estaban Vázquez y John Davis. A todo correr, sin tomar precauciones, puesto que sabían que nadie había de interponérseles, llegaron hasta la puerta del faro, que Vázquez quería encender para que el «aviso» pudiera ganar la caleta sin tener que esperar el día. Lo que él temía, temor que le devoraba, era que Kongre hubiese destruido las lentes, roto las lámparas y que el aparato no estuviese en disposición de funcionar. Si así era, la goleta tenía grandes probabilidades de huir sin ser advertida del Santa Fe.

Ambas se lanzaron hacia las habitaciones de los torreros, se introdujeron en el corredor, empujaron la puerta de la escalera, que cerraron tras de sí con todos los cerrojos, subieron la escalera y llegaron a la cámara de cuarto.

La linterna estaba en buen estado, las lámparas en su lugar, provistas de las mechas y el aceite con que las dejaron el día en que por última vez habían lucido. Kongre no había destruido el aparato de la linterna, no queriendo más que impedir el funcionamiento del faro durante el tiempo de su permanencia en la bahía de Elgor. ¿Y cómo iba a prever en qué circunstancias tendría que abandonarla?

El faro volvía a lucir de nuevo. El «aviso» podía, sin riesgo, entrar en su antiguo fondeadero.

Golpes violentos resonaron al pie de la torre. La banda entera trataba de forzar la puerta para subir a la galería y apagar el faro. Todos arriesgaban su vida por retardar la llegada del Santa Fe.

No habían encontrado a nadie ni a la entrada ni en las habitaciones de los torreros. Los que estaban en la cámara de cuarto no podían ser muchos y se les podría reducir fácilmente. Los matarían a todos, y el faro no proyectaría más en la noche sus temibles rayos.

Sabido es que la puerta que daba acceso a la escalera estaba recubierta con una gruesa capa de hierro. Era imposible quebrantar los cerrojos; imposible también hacerla saltar a golpes de hacha. Carcante, que quiso hacerlo, comprendió bien pronto lo estéril de su intento. Después de inútiles esfuerzos fue a unirse con Kongre y otros que se habían quedado fuera.

¿Qué hacer? ¿Habla algún medio de elevarse por el exterior hasta la linterna del faro?

Si este recurso no existía, la banda tendría que huir hacia el interior de la isla para evitar caer en manos del comandante Lafayate y de su tripulación.

En cuanto a regresar a bordo de la goleta, ¿para qué? Además el tiempo faltaba. No había dudas que el «aviso» estaría ya en marcha hacia la caleta.

Si, por el contrario, el faro se extinguía, el Santa Fe no solamente no podría continuar su marcha, sino que acaso tuviera que retroceder y tal vez la goleta pudiera pasar.

Existía un medio de llegar hasta la galería del faro.

—¡La cadena del pararrayos! —exclamó Kongre.

Efectivamente, a lo largo de la torre se tendía una cadena metálica, mantenida de tres en tres pies por garfios de hierro. Elevándose a pulso, a fuerza de puños, era posible ganar la galería, y acaso sorprender a los que ocupaban la cámara de cuarto.

Kongre iba a intentar este último medio de salvación. Carcante y Vargas le precedieron. Agarrados a la cadena, empezaron a gatear el uno cerca del otro, esperando pasar inadvertidos en la oscuridad de la noche.

Sus manos alcanzaban ya los barrotes de la galería, y sólo les faltaba escalarla para estar en la cámara del cuarto.

En aquel preciso momento sonaron dos detonaciones.

John Davis y Vázquez, que estaban a la defensiva, habían disparado sus revólveres.

Los dos malvados cayeron heridos por las certeras balas.

Entonces se oyeron distintamente los silbidos del «aviso» que llegaba a la caleta, y los agudos mugidos que lanzaba la sirena del vapor a través del espacio. Ya no era tiempo de huir. En pocos minutos, el Santa Fe fondearía frente al faro.

Kongre y sus compañeros, comprendiendo que era ya inútil toda tentativa, se precipitaron al exterior, huyendo tierra adentro.

Un cuarto de hora después, en el momento en que el comandante Lafayate echaba el ancla, la reconquistada chalupa de los torreros atracaba al costado del navío de guerra en unos cuantos golpes de remo. John Davis y Vázquez estaban a bordo del «aviso».

El desenlace

El «aviso» Santa Fe había salido de Buenos Aires el 19 de febrero, llevando a bordo el relevo del faro de la Isla de los Estados. Favorecida por el viento y el mar, la travesía fue muy rápida. La gran tempestad, que duró casi ocho días, no se había extendido más allá del estrecho de Magallanes. El comandante Lafayate no había sentido sus efectos, llegando a su destino con algunos días de anticipación.

Doce horas más tarde hubiera sido inútil perseguir a la banda Kongre, porque la goleta estaría en pleno océano.

El comandante Lafayate no dejó que pasara la noche sin ponerse al corriente de lo que había sucedido en la bahía de Elgor durante los tres pasados meses.

Si Vázquez estaba a bordo, sus camaradas Felipe y Moriz no le acompañaban. El otro, John Davis, era completamente desconocido.

El capitán del Santa Fe les hizo

entrar en su camarote, y dijo dirigiéndose a Vázquez: —El faro se ha encendido tarde. —Hace nueve semanas que no funciona —respondió Vázquez.

—¡Nueve semanas! ¿Qué significa esto? ¿Y sus dos compañeros?

—Felipe y Moriz no existen. Veintiún días después de la partida del Santa Fe, el faro no tenía más que un torrero, mi comandante.

Vázquez relató los acontecimientos que había sido teatro la Isla de los Estados. Una banda de piratas, bajo las órdenes de un tal Kongre, hacía varios años que estaba instalada en la bahía de Elgor, atrayendo los navíos hacia los arrecifes del cabo San Juan, recogiendo los restos de los naufragios y asesinando a los supervivientes. Nadie sospechó su presencia durante el tiempo que duró la construcción del faro, porque los bandidos se habían refugiado en el cabo San Bartolomé, extremo occidental de la isla. Cuando partió el

Santa Fe y los torreros quedaron solos, la banda Kongre remontó la bahía de Elgor en una goleta que por casualidad cayó en su poder.

Minutos después de fondear en la caleta, Moriz y Felipe caían muertos sobre la cubierta del barco pirata. SÍ Vázquez escapó a la catástrofe, fue por encontrarse en aquel momento en la cámara de cuarto. Huyendo de los bandidos, se refugió en el litoral del cabo San Juan, donde pudo sostenerse, gracias a las provisiones descubiertas en una caverna, donde los piratas almacenaban sus reservas.

Luego, Vázquez refirió el naufragio del Century y la suerte que tuvo de poder salvar al segundo de a bordo, y cómo vivieron los dos esperando la llegada del Santa Fe. Su más viva esperanza era que la goleta, retenida por importantes reparaciones, no pudiera hacerse a la mar para ganar los parajes del Pacifico antes del regreso del «aviso» en los primeros días de marzo. Pero seguramente hubiera podido abandonar la isla antes de esta fecha, si los dos proyectiles que John Davis le metió en el casco no la hubiesen detenido unos días más.

Vázquez concluyó su relato, guardando silencio acerca del último accidente que tanto decía en honor suyo. Entonces intervino John Davis diciendo:

—Lo que Vázquez olvida decir a usted, mi comandante, es que nuestros dos proyectiles no alcanzaron el éxito. A pesar de los agujeros que le hicimos en el casco, la Maule hubiera zarpado si Vázquez, con gran peligro de su vida, no hubiera llegado a nado hasta la goleta, colocando en ella un cartucho de pólvora. Verdad es que no se obtuvo todo el resultado apetecido. Las averías fueron ligeras, pudiendo ser reparadas en doce horas; pero ese breve tiempo fue el suficiente para que pudiese usted encontrar la goleta en la bahía. Es a Vázquez, por lo tanto, a quien se debe este resultado, y a él también se le ocurrió la idea de correr hacia el faro y encenderle para que el «aviso» pudiera entrar en la bahía.

El comandante Lafayate estrechó afectuosamente las manos de Vázquez y John Davis, quienes por su valerosa intervención habían logrado que el Santa Fe llegase a la bahía de Elgor antes de la partida de la goleta.

El capitán del «aviso», a la hora en que el crepúsculo empezaba a oscurecer el cielo, había distinguido perfectamente, si no la costa este de la isla, al menos los elevados picos que se alzan en segundo término. Se encontraba entonces a unas diez millas, y contaba con estar en el fondeadero dos horas más tarde.

Era el momento en que el Santa Fe había sido divisado por John Davis y Vázquez.

Entonces fue también cuando Carcante, desde lo alto del faro, le señaló a Kongre, quien tomó sus disposiciones para aparejar a toda prisa, a fin de salir de la bahía antes que el Santa Fe entrase en ella.

Durante este tiempo, el Santa Fe continuaba navegando hacia el cabo San Juan. El mar estaba en calma, y apenas se sentían los últimos soplos de la brisa de alta mar.

Seguramente, antes de establecerse el Faro del Fin del Mundo, el comandante Lafayate no hubiese cometido la imprudencia de aproximarse tanto a tierra durante la noche, y menos de aventurarse en la bahía de Elgor para ganar la caleta. Pero ahora, la costa y la bahía estaban alumbradas, y no le pareció necesario esperar hasta el siguiente día. El «aviso» continuó, por lo tanto, su ruta hacia el sudoeste, y cuando la noche cayó por completo, se hallaba a menos de una milla de la bahía de Elgor.

El Santa Fe se mantuvo allí sobre la máquina, esperando a que luciera el faro.

Transcurrió una hora sin que se divisara ningún punto luminoso sobre la isla. El comandante Lafayate no podía equivocarse acerca de su posición; indudablemente allí estaba la bahía de Elgor. Seguramente estaba a la vista del faro… ¡y el faro no se encendía!…

Los del «aviso» pensaron que algún accidente había ocurrido al aparato. Tal vez durante la última tempestad, que tan violenta había sido, habíase roto la linterna, desmontadas las lentes y las lámparas puestas fuera de servicio. No se les pudo pasar por la mente que los terreros habían sido victimas del ataque de una banda de piratas; que dos de ellos hubiesen caído bajo los golpes de los asesinos, y que el tercero se hubiera visto obligado a huir para no sufrir la misma suerte.

—Yo no sabia qué hacer —dijo el comandante Lafayate—. La noche era muy oscura y no podía aventurarme en la bahía. No tenía más remedio que mantenerme a distancia hasta que amaneciera. Mis oficiales, mi tripulación, todos éramos presa de mortal ansiedad presintiendo alguna desgracia. Por último, a eso de las nueve, el faro brilló. El retraso debía depender de algún accidente. Entonces ordené aumentar la presión y puse la proa hacia la entrada de la bahía. Una hora después, el Santa Fe entraba en ella. A milla y media de la caleta encontré fondeado un barco que parecía abandonado… Iba a enviar unos cuantos hombres a bordo, cuando resonaron tiros, disparados desde la galería del faro… Comprendimos que los torreros eran atacados, y que se defendían, probablemente, contra la tripulación de aquella goleta. Hice mugir la sirena para asustar a los agresores y un cuarto de hora después el Santa Fe echaba el ancla.

—A tiempo, mi comandante —dijo Vázquez.

—Lo que no hubiera podido hacer si usted no hubiese arriesgado su vida para alumbrar el faro. Ahora la goleta estaría en alta mar. Nosotros no la hubiéramos visto salir de la bahía, y esos miserables se nos hubieran escapado.

Conocida bien pronto la historia, por todos los del «aviso», Vázquez y John Davis no cesaron de recibir entusiastas felicitaciones.

La noche se pasó tranquilamente, y al día siguiente, Vázquez conoció a los tres torreros que iban a relevar a sus compañeros en el servicio del faro.

No hay para qué decir que durante la noche se envió a la goleta un fuerte destacamento de marineros para tomar posesión del barco, a fin de evitar que Kongre intentase reembarcar y salir de la bahía aprovechando el reflujo.

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