Read El fin de la infancia Online
Authors: Arthur C. Clarke
—He pensado en eso —dijo Jan, un poco molesto—. Me alimentaré con azúcar y chocolate.
—Muy bien. Me alegra ver que ha estudiado a fondo el problema y que no piensa que al fin y al cabo siempre puede echarse atrás, si no le gusta el cariz que toma el asunto. Es usted el que se juega la vida; no me gusta sentir que estoy ayudándolo a suicidarse. Sullivan alzó pensativamente el cráneo de pescado. Jan puso la mano sobre los dibujos para evitar que se enrollaran.
—Por suerte —continuó el profesor Sullivan— el equipo que usted necesita es bastante común, y nuestro taller podrá construirlo en unas pocas semanas. Y si decide usted cambiar de idea...
—No lo haré —dijo Jan.
...He considerado todos los riesgos, y el plan no parece tener ninguna falla. Al cabo de seis semanas saldré de mi escondite como un polizón cualquiera. Por ese entonces —en mi tiempo, recuérdalo— el viaje estará tocando a su fin. Estaremos a punto de descender en el país de los superseñores.
Por supuesto, lo que pase entonces es cosa de ellos. Probablemente me envíen de vuelta en la primera nave; pero algo espero ver. Llevaré conmigo una cámara de cuatro milímetros y miles de metros de films. No será culpa mía si no puedo usarlos. En el peor de los casos habré probado que el hombre no puede vivir indefinidamente en cuarentena. Habré creado un precedente que obligará a Karellen a tomar alguna decisión.
Esto es, mi querida Maia, todo lo que tengo que decirte. Sé que no me extrañarás mucho; seamos honestos y admitamos que nunca nos unieron lazos muy fuertes. Y ahora que te has casado con Rupert podrás ser realmente feliz en tu universo privado. Por lo menos, así lo espero.
Adiós, entonces, y buena suerte. Espero encontrarme algún día con tus nietos. Háblales de mí, ¿lo harás?
Tu hermano que te quiere, Jan.
Cuando Jan vio el esqueleto de metal, creyó estar observando el fuselaje de un pequeño crucero aéreo. Tenía veinte metros de largo y era perfectamente aerodinámico. Estaba rodeado por ligeros andamios en los que se encaramaban algunos hombres, armados de poderosas herramientas.
—Sí —dijo Sullivan, respondiendo a la pregunta de Jan— Usamos las técnicas comunes de la aerodinámica, y la mayor parte de esos hombres procede de la industria de la navegación aérea. Es difícil creer que exista un ser de este tamaño ¿no es cierto? O que pueda saltar limpiamente del agua como yo lo he visto.
Todo eso era muy fascinante, pero Jan tenía otras cosas en qué pensar. Buscó con los ojos, a lo largo del gigantesco esqueleto, un lugar conveniente para su celdita. "El ataúd de aire acondicionado", como la había bautizado Sullivan. En un punto, por lo menos, se sintió tranquilo. Había bastante espacio como para una docena de polizones.
—La armadura parece casi completa —dijo Jan—. ¿Cuándo le pondrán la piel? Me imagino que ya habrán cazado la ballena, pues si no no hubiesen sabido qué longitud tendría el esqueleto.
Sullivan pareció muy divertido ante esta observación.
—No pensamos cazar ninguna ballena. Por otra parte, estos animales no tienen piel, en el sentido común del término. Sería muy poco práctico envolver esa armadura con una manta de grasa de veinte centímetros de espesor. No, imitaremos la piel con materiales plásticos, pintados adecuadamente. Nadie notará la diferencia.
En ese caso, pensó Jan, hubiera sido más razonable que los superseñores llevasen algunas fotografías y armasen ellos mismos el modelo, allá, en su planeta. Pero quizá las naves de aprovisionamiento volvían vacías, y una ballenita de veinte metros apenas ocupaba lugar. Cuando se tiene tanto poder, y tantos recursos, es inútil preocuparse por pequeñas economías...
El profesor Sullivan se encontraba no muy lejos de una de las grandes estatuas que habían desafiado, todos los conocimientos arqueológicos desde el descubrimiento de la isla de Pascua. Rey, dios, o quienquiera que fuese, su mirada sin ojos parecía estar clavada en la suya cada vez que dejaba su trabajo y levantaba la cabeza. Estaba orgulloso de su obra. Lamentablemente, pronto desaparecería de la vista de los hombres.
El cuadro podía haber sido creado por algún artista loco, en uno de sus confusos delirios. Sin embargo era una copia fiel de la realidad. El artista era, en este caso, la naturaleza. Hasta el perfeccionamiento de la televisión submarina muy pocos hombres habían visto esa escena, y esos pocos sólo durante algunos segundos, en aquellos raros momentos en que los gigantescos antagonistas salían a la superficie. Las batallas se llevaban a cabo en la noche interminable de las profundidades del océano, donde las ballenas buscaban su comida. Una comida que se oponía vigorosamente a ser devorada...
La larga mandíbula inferior de la ballena, de dientes serrados, colgaba dispuesta a clavarse en la presa. La cabeza del animal casi había desaparecido bajo los blancos y enredados brazos del pulpo gigante que luchaba desesperadamente por su vida. Unas lívidas marcas, de veinte centímetros o más de diámetro, moteaban la piel de la ballena en los sitios en que se habían posado los brazos. Uno de los tentáculos era sólo un muñón, y ya podía adivinarse el resultado final de la batalla. Cuando las dos bestias más grandes de la Tierra se trababan en combate, la ballena era siempre la ganadora. A pesar de toda la fuerza de su bosque de tentáculos, la única esperanza del pulpo era la de escapar antes que la paciente y demoledora mandíbula lo hiciese trizas. Los grandes ojos inexpresivos, separados por medio metro, miraban al verdugo; aunque, muy probablemente en esas sombras abisales ninguna de las criaturas podía ver a la otra.
La escena, rodeada por vigas de aluminio, abarcaba más de treinta metros de largo. Unos ganchos unidos a las vigas facilitarían el trabajo de la grúa. Todo estaba terminado, esperando las órdenes de los superseñores. Sullivan tenía la esperanza de que no tardasen mucho; el suspense se estaba haciendo un poco incómodo.
Alguien salió de las oficinas, a la luz brillante del sol, buscando indudablemente a Sullivan. El profesor reconoció a su asistente principal, y fue hacia él.
—Hola, Bill. ¿Qué pasa?
El hombre traía una hoja en la mano y parecía muy contento.
—Buenas noticias, profesor. Un honor para nosotros. El supervisor vendrá a ver nuestra obra antes que la embarquemos. ¡Piense en la publicidad que esto significa! Será de gran ayuda para nuestro próximo contrato. He estado deseando una cosa semejante.
El profesor Sullivan tragó saliva. No se oponía a la publicidad, pero temía que esta vez fuese algo exagerada.
Karellen se detuvo junto a la cabeza de la ballena y observó la hinchada prominencia de la mandíbula tachonada de dientes. Sullivan, ocultando su inquietud, se preguntó qué estaría pensando el supervisor. No parecía sospechar nada, y la visita podía ser enteramente normal. Pero Sullivan se sentiría muy contento cuando el superseñor se fuera.
—En nuestro planeta no hay animales tan grandes —dijo Karellen—. Por eso le pedimos que arreglase este grupo. Mis... este... compatriotas lo encontrarán fascinante.
—Pero ustedes viven en un mundo de poca gravedad —replicó Sullivan—. Yo pensaba que debían de tener algunos animales enormes. Ustedes mismos son mucho más grandes que nosotros.
—Sí... pero no tenemos océanos. Y en lo que se refiere al tamaño, la tierra no podrá nunca competir con el mar.
Esto era perfectamente cierto, pensó Sullivan. Y no creía que nadie conociese esa característica del mundo de los superseñores. Jan, maldito fuese, se interesaría mucho. En ese momento el joven se encontraba a un kilómetro de distancia, en una cabaña, mirando ansiosamente a través de unos binoculares. Se decía continuamente a sí mismo que no había nada que temer. Ninguna inspección de la ballena, aun desde muy cerca, podía revelar el escondite. Pero existía siempre la posibilidad de que Karellen sospechase algo... y estuviese jugando con ellos.
Era una sospecha que crecía también en la mente de Sullivan mientras el supervisor espiaba en la cavernosa garganta.
—En la Biblia —dijo Karellen— hay una notable historia sobre un profeta hebreo, Jonás, que fue tragado por una ballena y llevado a salvo a la costa. ¿Esa leyenda tendrá alguna base?
—Creo —replicó Sullivan cautelosamente— que una vez un ballenero fue tragado y expulsado sin sufrir daño alguno. Pero naturalmente, si hubiese estado en el interior de la ballena unos pocos instantes, habría muerto sofocado. Y no sé cómo no chocó con los dientes. Es una historia increíble casi, pero no totalmente imposible.
—Muy interesante —dijo Karellen. Se quedó un momento mirando la mandíbula y al fin se volvió hacia el pulpo. Sullivan confió en que el supervisor no hubiese oído su suspiro de alivio.
—Si hubiese sabido en qué me estaba metiendo —dijo el profesor Sullivan— lo hubiese echado de la oficina tan pronto como trató usted de contagiarme su locura.
—Lo siento —dijo Jan—. Pero ya hemos salido de eso.
—Espero que si. Buena suerte, de todos modos. Si cambia de parecer, tiene por lo menos unas seis horas.
—No las necesito. Ahora sólo Karellen puede detenerme. Gracias por todo —Si vuelvo y escribo un libro sobre los superseñores se lo dedicaré a usted.
—No me servirá de nada —dijo Sullivan de mal humor—. Por ese entonces ya estaré bien muerto.
Sullivan descubrió sorprendido, y con cierta consternación, pues no era un sentimental, que la despedida comenzaba a afectarlo. Durante estas semanas en que habían conspirado juntos había llegado a encariñarse con Jan. Además temía haberse convertido en el instrumento de un complicado suicidio.
Sostuvo firmemente la escalera mientras Jan subía hacia la boca del animal, evitando la hilera de dientes. A la luz de la linterna eléctrica vio que el joven se volvía y lo saludaba con la mano antes de perderse en la cavernosa abertura. Se oyó el sonido con que se abría y se cerraba la cámara de aire, y, luego, silencio.
A la luz de la luna, que había transformado la inmóvil batalla en una escena de pesadilla, el profesor Sullivan caminó lentamente hacia su oficina. Se preguntaba aún qué había hecho, y cómo terminaría este asunto. Pero, naturalmente, no lo sabría nunca. Jan volvería a caminar por aquí, pues el viaje hasta el hogar de los superseñores y el retorno a la Tierra no le llevarían más que unos meses. Pero si lo lograba, se encontraría del otro lado de la infranqueable barrera del tiempo, ya que habrían pasado ochenta años.
Las luces del cilindro metálico se encendieron tan pronto como Jan cerró la puerta. No quiso entregarse a meditaciones de ninguna clase y comenzó enseguida a revisar los alrededores. Los objetos y los alimentos habían sido almacenados con anterioridad, pero luego de una nueva revisión se sentiría más tranquilo.
Una hora después, se declaró satisfecho. Se acostó de espaldas en la hamaca de goma, e hizo una recapitulación de sus planes. Sólo se oía el débil murmullo del reloj calendario que le advertiría el momento en que el viaje tocaba a su fin.
Sabía que no podía sentir nada aquí, dentro de su celda, pues las tremendas fuerzas que impulsaban las naves de los superseñores tenían que estar perfectamente compensadas. Sullivan había confirmado esta suposición, advirtiendo que su escena se haría pedazos si se la sometía a una presión de unas pocas atmósferas. Sus... clientes le habían asegurado que no había ningún peligro.
Tendría que producirse, sin embargo, una considerable alteración de la presión atmosférica. Esto no tenia importancia, ya que los modelos podían "respirar" a través de varios orificios. Antes de dejar su celda, Jan tendría que uniformar la presión. Era posible, además, que la atmósfera del interior de las naves fuese irrespirable. Una simple máscara y un cilindro de oxígeno evitarían esos inconvenientes; no había necesidad de mayores complicaciones. Si podía respirar sin la ayuda de aparatos, mucho mejor.
No había por qué seguir esperando; sólo se pondría más nervioso. Sacó la jeringa con la solución cuidadosamente preparada. La narcosamina había sido descubierta mientras se estudiaba la hibernación de los animales; no era cierto —como se decía comúnmente— que suspendiese la vida. Sólo hacía más lentos los procesos vitales; el metabolismo continuaba a un reducido nivel. Ocurría algo así como si alguien cubriese de cenizas el fuego de la vida, reduciéndolo a rescoldos. Pero cuando, después de semanas o meses, se borraba el efecto de la droga, el fuego se encendía otra vez y el durmiente volvía a vivir. La narcosamina era totalmente inofensiva. La naturaleza la había usado durante un millón de años para proteger a sus criaturas del estéril invierno.
Así que Jan se durmió. No llegó a sentir el tirón de los cables cuando la gigantesca armazón de metal comenzó a elevarse hacia el carguero. No oyó las puertas que se cerraban, para no volver a abrirse durante trescientos billones de kilómetros. No oyó, a lo lejos y débilmente, a través de las fuertes paredes, el grito de protesta de la atmósfera cuando la nave se elevó con rapidez hacia su natural elemento.
—Y no advirtió el movimiento de la nave.
La sala de conferencias estaba siempre repleta en estas reuniones semanales, pero la aglomeración era tanta ese día que los periodistas apenas podían escribir. Por centésima vez se gruñeron unos a otros a propósito del conservadorismo de Karellen y de su falta de consideración. En cualquier otra parte del mundo hubiesen podido usar cámaras de TV, aparatos grabadores, y todos los otros instrumentos de su tan mecanizado oficio. Pero aquí tenían que contentarse con herramientas tan arcaicas como lápiz, papel, y —parecía increíble— taquigrafía..
Se habían concebido, por supuesto, distintos planes para introducir subrepticiamente algunos grabadores. Pero, una vez afuera, una simple ojeada a las cámaras humeantes había bastado para comprobar la inutilidad de la experiencia. Todos entendieron entonces por qué se les había advertido que no entrasen en la sala con relojes y otros objetos metálicos...
Para hacer las cosas más incómodas, el mismo Karellen registraba todas las palabras. Los periodistas culpables de algún descuido, o de alguna mala interpretación —aunque esto era muy raro—, habían sido sometidos a cortas y desagradables sesiones con los ayudantes de Karellen. Durante esas sesiones se les había obligado a escuchar atentamente todo lo que el supervisor había realmente dicho. No era necesario repetir la lección.
Era curioso cómo corrían los rumores. No se hacía ningún anuncio previo, pero siempre había un lleno cuando Karellen anunciaba algo importante. Esto ocurría dos o tres veces al año.