Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
¿Habría regresado la joven gorda al subterráneo, donde la esperaba su abuelo? ¿O habrían aparecido de nuevo los semióticos o los del Sistema y la habrían capturado? Me dije que, de todas maneras, ella sabía muy bien lo que hacía. Era diez veces más capaz que yo de afrontar cualquier situación, por peligrosa que fuera. Y, además, tenía la mitad de años que yo, lo cual no carecía de importancia. Al colgar, sentí un poco de nostalgia pensando que no volvería a verla. Era una sensación parecida a la que produce ver cómo van sacando todos los sofás y las lámparas de araña de un hotel que en breve será clausurado. Las ventanas se van cerrando una tras otra, se descuelgan las cortinas.
Bebimos cerveza mientras contemplábamos la luz blanca que emitía el cráneo.
—¿Crees que eres tú quien hace brillar la luz? —preguntó.
—No lo sé —dije—, pero esa impresión me da. Claro que también es posible que no y que brille en respuesta a otra cosa.
Me serví el resto de cerveza en el vaso y la apuré lentamente. El mundo de antes del amanecer era silencioso y desierto como el corazón de un bosque. Sobre la alfombra estaban esparcidas mis ropas y las suyas. Mi blazer, mi camisa, mi corbata, mis pantalones, su vestido, sus medias, su combinación. Me dio la sensación de que aquel amasijo de ropa tirada por el suelo era la materialización de los treinta y cinco años de mi vida.
—¿Qué estás mirando? —me preguntó.
—La ropa.
—¿Y por qué la miras?
—Porque hasta hace poco era una parte de mí. Y tu ropa era una parte de ti. Pero ahora ya no. Parece una ropa distinta de unas personas distintas. No parece mi ropa.
—Eso quizá te pasa porque has hecho el amor —dijo ella—. Después de hacer el amor, las personas tienden a la introspección.
—No, no es eso —dije con el vaso vacío en la mano—. No estoy introspectivo. Sólo es que me llaman la atención las cosas pequeñas que componen el mundo. Los caracoles, las gotas de lluvia que caen del tejado, el escaparate de una ferretería, esa clase de cosas.
—¿Recojo la ropa?
—No, ya está bien como está. Así me siento más tranquilo. No hace falta que la recojas.
—Háblame de los caracoles.
—He visto un caracol delante de la lavandería —dije—. No sabía que hubiera caracoles en otoño.
—Hay caracoles todo el año.
—Sí, ya lo he visto.
—¿Sabías que en Europa los caracoles tienen un sentido mítico? —dijo ella—. La concha significa el mundo de las tinieblas, y el hecho de que el caracol asome de la concha significa que ha salido la luz del sol. Por eso las personas, cuando ven un caracol, tienen el gesto instintivo de golpear la concha para que el caracol salga. ¿Lo has hecho alguna vez?
—No —dije—. Sabes muchas cosas.
—Trabajando en una biblioteca se aprenden un montón de cosas.
Cogí la cajetilla de Seven Star de encima de la mesa y encendí un cigarrillo con las cerillas que me habían dado en la cervecería. Entonces volví a mirar la ropa esparcida por el suelo. Una manga de mi camisa descansaba sobre sus medias azul pálido. Su vestido de terciopelo estaba doblado por la mitad, como si se retorciera, y la fina combinación estaba a su lado como una bandera arriada. Sus collares y su reloj estaban dispersos sobre el sofá, y el bolso negro de piel descansaba sobre una mesa de café que había en un rincón de la habitación.
Su ropa tirada por el suelo parecía más ella que ella misma. O quizá era que mi ropa parecía más yo que yo mismo.
—¿Por qué empezaste a trabajar en una biblioteca? —quise saber.
—Porque me gustan las bibliotecas. Son tranquilas, están llenas de libros, rebosan conocimientos. No me apetecía trabajar ni en un banco ni en una empresa comercial, y tampoco quería ser profesora.
Exhalé el humo del cigarrillo hacia el techo, contemplé su trayectoria.
—¿Quieres saber más cosas sobre mí? —me preguntó—. ¿Dónde nací, cómo era de jovencita, a qué universidad fui, cuándo perdí la virginidad, qué color me gusta, estas cosas?
—No —contesté—. Ahora no. Quiero saberlo poco a poco.
—Yo también quiero conocerte poco a poco.
—Nací cerca del mar —dije—. Cuando me acercaba a la playa por la mañana, después de un tifón, en la orilla había todo tipo de objetos arrojados por las olas. Uno encontraba las cosas más sorprendentes. Desde botellas,
geta
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, sombreros, estuches de gafas, y hasta mesas y sillas. No tengo ni idea de cómo llegaban hasta la playa. Pero a mí me encantaba ir a buscarlos y esperaba ilusionado a que llegara un tifón. Seguro que los habían tirado en alguna playa y que las olas los habían arrastrado hasta allí. —Apagué el cigarrillo en el cenicero y dejé el vaso vacío sobre la mesa—. Todos aquellos objetos arrojados por las olas estaban asombrosamente limpios. Eran sólo trastos inútiles, pero estaban limpísimos. No había ni uno solo que estuviera tan sucio que no se pudiera tocar. El mar es algo muy especial. Cuando pienso en aquella época, siempre me acuerdo de esa basura varada en la playa. Mi vida siempre ha consistido en esto. En recoger basura, ir limpiándola a mi modo e ir arrojándola a otra parte. Pero es una basura inútil. Y se pudre allí donde está. Nada más.
—Pero para hacer eso se necesita estilo. Para limpiarla, quiero decir.
—¿Y qué necesidad hay de tener un estilo así? También un caracol tiene estilo. Lo único que hago yo es ir de una playa a otra. Recuerdo muchas cosas que han sucedido en mi vida, pero sólo las recuerdo. Ninguna de ellas tiene nada que ver con el hombre que soy ahora. Simplemente las recuerdo. Son cosas limpias, pero sin utilidad alguna.
Ella posó una mano en mi hombro, se levantó del sofá y fue a la cocina. Sacó del refrigerador una botella de vino, llenó una copa, la puso sobre una bandeja junto con otra cerveza y la trajo a la mesa.
—Estas horas de oscuridad antes del amanecer me encantan —dijo—. Porque son limpias y no sirven para nada, supongo.
—Pero se terminan enseguida. Amanece y viene el repartidor de periódicos, el de la leche, empiezan a circular los trenes.
Ella se deslizó a mi lado, se subió la manta hasta el pecho y tomó un sorbo de vino. Yo me serví la cerveza y, con el vaso en la mano, contemplé el cráneo, encima de la mesa, que aún no había perdido su resplandor. Arrojaba su pálida luz sobre la botella de cerveza, el cenicero y las cerillas. Ella posó la cabeza en mi hombro.
—Antes te he estado mirando mientras venías de la cocina —dije.
—¿Y qué te parece?
—Pues que tienes unas piernas muy bonitas.
—¿Te gustan?
—Mucho.
Ella dejó la copa sobre la mesa y me dio un beso justo debajo de la oreja.
—¿Sabes? —dijo—. Me encantan los cumplidos.
Cuando amaneció y poco a poco fue haciéndose de día, la luz del cráneo, como lavada por el sol, fue perdiendo lentamente su brillo y el cráneo volvió a ser un montón de huesos blancos anodinos. Abrazados en el sofá, contemplamos cómo la luz de la mañana iba arrebatando las sombras al mundo que había al otro lado de las cortinas. Su cálido aliento humedecía mi hombro, sus senos eran pequeños y suaves.
Cuando acabó de beberse el vino, se durmió plácidamente, como plegándose a aquel pequeño espacio de tiempo. La luz del sol teñía los tejados de las casas vecinas, los pájaros venían al jardín y se marchaban. La voz de un locutor daba las noticias, alguien ponía en marcha el motor de su coche. Yo ya no tenía sueño. No recordaba cuántas horas había dormido, pero el sopor había desaparecido por completo y tenía ya la cabeza despejada de los efectos del alcohol. Aparté con suavidad su cabeza de mi hombro, me levanté del sofá, fui a la cocina, bebí varios vasos de agua y me fumé un cigarrillo. Luego cerré la puerta que separaba la cocina del cuarto de estar, encendí el radiocasete de encima de la mesa y sintonicé a bajo volumen una emisora de FM. Me apetecía escuchar una melodía de Bob Dylan, pero, desgraciadamente, no pusieron ninguna. En cambio, pusieron
Autumn Leaves,
de Roger Williams. Era otoño.
Su cocina se parecía mucho a la mía. Había un fregadero, un extractor, una nevera con congelador, un calentador de gas. El tamaño, la funcionalidad y el número de cacharros eran casi los mismos. La única diferencia era que allí no había un horno de gas sino un microondas. También había una cafetera eléctrica. Se veía un juego de cuchillos de cocina distribuidos según su uso, pero afilados de manera desigual. Hay pocas mujeres que sepan afilar bien los cuchillos. Todos los cuencos para cocinar eran de pírex, muy prácticos para el microondas, y las sartenes estaban cuidadosamente untadas de aceite. El recogedor de basura que había debajo del fregadero estaba limpio.
Ni yo mismo sé por qué me interesan tanto las cocinas ajenas. No pretendo escudriñar los detalles de la vida cotidiana de los otros, pero reconozco que las cocinas me llaman la atención de un modo muy natural. Acabó
Autumn Leaves,
de Roger Williams, y le siguió
Autumn in New York,
por la Frank Chacksfield Orchestra. Envuelto en la luz de una mañana de otoño, contemplé distraídamente las cazuelas, los cuencos y los botes de especias alineados en los estantes. La cocina es un mundo en sí mismo. Ya lo decía William Shakespeare. El mundo es una cocina.
Al acabar la melodía, una locutora comentó: «¡Ya estamos en otoño!». Luego habló del olor del primer jersey que te pones en otoño. Dijo que en una novela de John Updike hay una buena descripción de este olor. La siguiente melodía fue
Early Autumn,
de Woody Herman. El reloj de cocina de encima de la mesa señalaba las siete y veinticinco minutos. Las siete y veinticinco minutos de la mañana del 3 de octubre. Lunes. El cielo estaba tan claro y parecía tan profundo como si hubiesen escarbado su fondo con un cuchillo afilado. No parecía un mal día para dejar este mundo.
Puse agua a calentar y escaldé unos tomates que había en el frigorífico, y piqué ajo y unas verduras que encontré para preparar una salsa de tomate; luego añadí unas salchichas y dejé que se cociera todo a fuego lento. Mientras tanto, corté pimiento y pepino en trozos pequeños, preparé una ensalada, hice café en la cafetera, rocié con unas gotas de agua una barra de pan, la envolví en papel de aluminio y la tosté en el horno. Cuando la comida estuvo lista, la desperté, y recogí el vaso, la copa y la botella de cerveza vacía de encima de la mesa del comedor.
—¡Qué bien huele! —dijo ella.
—¿Puedo vestirme ya? —pregunté.
No me visto nunca antes de que lo haga la mujer. Creo que da mala suerte. En la sociedad civilizada quizá se considere educación.
—Claro, adelante —dijo, quitándose la camiseta. La luz de la mañana creaba suaves sombras en sus pechos y en su vientre, y hacía brillar el vello de su piel. Ella permaneció unos instantes así, contemplando su cuerpo desnudo.
—No está mal, ¿verdad?
—No, no está nada mal —dije.
—No tengo grasa, tampoco arrugas en la barriga, y la piel todavía está tersa. De momento, claro —dijo ella, apoyando las dos manos en el sofá y volviéndose hacia mí—, Pero, un día, todo esto desaparecerá de repente, ¿no te parece? Se acabará, como un hilo que se corta, sin posibilidad de volver atrás. Es triste.
—Comamos —dije.
Ella fue a la habitación contigua, se pasó una sudadera amarilla por la cabeza y se enfundó unos viejos vaqueros descoloridos. Yo me puse los pantalones chinos y la camisa. Y nos sentamos frente a frente en la mesa de la cocina; comimos el pan, las salchichas y la ensalada, y tomamos café.
—¿Tú te acostumbras tan rápido a las cocinas de todas las casas? —me preguntó.
—En esencia, todas las cocinas son iguales —dije—. En ellas se cocina y se come. No hay gran diferencia entre una y otra.
—¿No te hartas a veces de vivir solo?
—No lo sé. Es que nunca he pensado en ello. Viví cinco años con mi mujer, pero ahora ni siquiera recuerdo qué tipo de vida llevaba. Me da la sensación de haber vivido siempre solo.
—¿Nunca has pensado en casarte otra vez?
—Me da lo mismo —dije—. Es igual una cosa que otra. Es como una perrera con una entrada y una salida. No importa por dónde se entra y por dónde se sale.
Ella se rió y se enjugó con una servilleta de papel la salsa de tomate de las comisuras de los labios.
—Es la primera vez que oigo a alguien comparar el matrimonio con una perrera.
Cuando terminamos de desayunar, calenté el café que quedaba y serví una taza para cada uno.
—La salsa de tomate estaba muy buena —dijo.
—Con laurel y orégano habría estado aún mejor —dije—, Y dejándola diez minutos más en el fuego, también.
—De todas formas, estaba buena. Hacía tiempo que no tomaba un desayuno tan bien preparado —dijo—. ¿Qué vas a hacer ahora?
Miré el reloj. Eran las ocho y media.
—A las nueve podemos salir —dije—. Ir a algún parque y tomar el sol mientras nos bebemos una cerveza. Y a las diez y media, te acompaño en coche a donde tú quieras y me voy. ¿Qué harás luego?
—Volveré a casa, haré la colada y limpiaré, y después, sola, me sumergiré en los recuerdos del sexo de esta noche. No está mal, ¿verdad?
—No está mal —dije. No estaba mal.
—Oye, no creas que me acuesto enseguida con cualquiera —añadió ella.
—Ya lo sé.
Mientras yo lavaba los platos, ella se duchó cantando. Lavé la cazuela y los platos con un jabón hecho de grasa de origen vegetal que apenas hacía espuma, los sequé con un trapo y los dejé sobre la mesa. Me lavé las manos, tomé prestado un cepillo de dientes que encontré en la cocina y me cepillé los dientes. Luego fui al cuarto de baño y le pregunté si tenía alguna maquinilla de afeitar.
—Mira en el estante de arriba a la derecha. Creo que allí está la que usaba mi marido.
Efectivamente, en el estante había espuma de afeitar de Gillette, con aroma a lima-limón, y una elegante maquinilla. El envase de espuma estaba medio vacío y en la boca del pulverizador había adherida espuma blanca, ya seca. Morir significa marcharse dejando un envase de espuma de afeitar a medias.
—¿La has encontrado? —me preguntó.
—Sí —dije.
Volví a la cocina con la maquinilla, la espuma de afeitar y una toalla limpia, calenté agua y me afeité. Al terminar, lavé cuidadosamente la maquinilla y la funda. Los pelos de mi barba y los pelos de la barba del hombre muerto se mezclarían en la tubería del lavabo y se hundirían en el fondo.