—Bueno, todo eso me parece ridículo —replica, pero se muestra interesado.
—Si mi plan tiene éxito, y lo tendrá, el mérito irá a parar directamente a ti, lo que no sólo demuestra que eres un cruzado a favor de la justicia y que tienes un gran corazón, sino que te lanza al ámbito internacional. Serás el personaje del año de la revista
Time
.
Se congelará el infierno antes de que Lamont le ceda el mérito. Y si alguien va a ser el personaje del año, será ella.
—Por fascinante que pueda ser pensar que esa chica ciega británica fue asesinada por el Estrangulador de Boston —dice el gobernador—, no veo cómo demonios vas a demostrarlo.
—No se puede demostrar lo contrario. Eso es lo que nos garantiza el éxito.
—Más vale que vayas sobre seguro con esto —le advierte—. Si se convierte en un motivo de vergüenza, me aseguraré de que cargues tú con el asunto, no yo.
—Por eso debemos mantenerlo al margen de la prensa de momento —reitera Lamont.
Mather lo filtrará de inmediato.
—Lo haremos público sólo si tiene éxito —dice ella.
El gobernador no va a esperar.
—Lo que, como he dicho, estoy convencida de que ocurrirá —añade.
Naturalmente, él lee entre líneas. Lamont ve lo que piensa en sus ojos pequeños y brillantes. «Vaya imbécil cobarde y superficial está hecho». Seguro que quiere que los medios aborden todo el asunto de inmediato, porque de acuerdo con su estrechez de miras, si la iniciativa de Lamont fracasa, será la gota que colma el vaso para ella y lo más probable es que no se recupere. Si tiene éxito, él dará un paso al frente una vez acabado todo y se arrogará el mérito, con lo que (y eso es lo que no alcanza a ver) quedará como el político fraudulento y cínico que es. El único ganador al final de la jornada será ella, como hay Dios.
—Tienes razón —dice el gobernador—. Vamos a mantenerlo en secreto por el momento, esperaremos a que sea un hecho consumado.
* * *
Alameda de Reveré Beach, a toda velocidad por delante de Richie's Slush con su tejado a rayas como una piruleta, en dirección a Chelsea.
—No hay que confundirlo con el Chelsea de Londres —señala Stump.
—¿Se trata de otra de tus elaboradas alusiones literarias? —dice Win.
—No. Sólo una parte preciosa y muy en boga de Londres.
—No he estado nunca en Londres.
El Chelsea de Massachusetts, a tres kilómetros de Boston, es una de las ciudades más pobres del estado, con uno de los mayores índices de inmigrantes sin papeles, así como la mayor tasa de crímenes. Plurilingüe, multicultural, atestado y en decadencia, la gente no se lleva bien y sus diferencias suelen dar con sus huesos en la cárcel o en el cementerio. Las pandillas son una plaga que roba, viola y asesina simplemente porque está en su mano hacerlo.
—Un ejemplo de lo que ocurre cuando la gente no se entiende entre sí —dice Stump—. He leído en alguna parte que por aquí se hablan treinta y nueve idiomas. La gente no puede comunicarse, al menos un tercio son analfabetos. Se malinterpretan, y antes de darse cuenta, alguien recibe una paliza, es acuchillado o le pegan un tiro en plena calle. ¿Hablas español?
—Algunas palabras clave, como «no», que en español quiere decir «no» —responde.
El paisaje sigue deteriorándose, una manzana tras otra de casas destartaladas con barras en las ventanas, cantidad de locales para canjear cheques, túneles de lavado de coches, conforme Stump se va adentrando en el corazón oscuro y deprimente de la ciudad a medida que el GPS que cuelga oscilante del espejo retrovisor le va indicando que gire hacia aquí o hacia allá. Entran en una zona industrial que en los buenos tiempos de la mafia era el lugar ideal para deshacerse de cadáveres, un kilómetro y medio cuadrado escuálido y aterrador de cobertizos medio oxidados, instalaciones de almacenaje y vertederos. Algún que otro negocio es legal, le explica Stump. Muchos son tapaderas para el tráfico de drogas, el trapicheo de mercancía robada y otras actividades turbias como la «desaparición» de coches, camionetas, motos y aviones pequeños.
—Hasta un yate en cierta ocasión —añade—. Un tipo quería cobrar el seguro, denunció el robo de su barco, lo trajo hasta aquí y lo redujo a un cubo de chatarra.
Otra vez el iPhone de Win. Comprueba la identidad de quien llama: «Número privado». El número de Lamont siempre se refleja así. Responde, y la voz del periodista del
Crimson
, Cal Tradd, resuena en su oído.
—¿Cómo has conseguido este número? —le pregunta Win.
—Monique me ha dicho que te llamara. Tengo que hacerte unas preguntas sobre el caso de Janie Brolin.
«Maldita sea». Le prometió que no trascendería nada a la prensa hasta que el caso estuviera resuelto.
—Oye, esto es importante —continúa Cal—. Tengo que verificar que estás llevando a cabo una misión especial, y que hay un vínculo con el Estrangulador de Boston.
—Que te den por el saco. Cuántas veces tengo que decirte que no hablo con periodistas…
—¿Has escuchado la radio o visto la tele? Tu jefa está hecha una furia. Alguien ha filtrado todo esto, y sospecho que tiene que ver con la oficina del gobernador. No voy a citar nombres, pero basta con decir que conozco a alguno de los idiotas que trabajan allí…
—No voy a confirmar nada —lo ataja Win, que cuelga, y le dice a Stump—: La noticia está en todas partes.
Ella guarda silencio, ocupada en conducir y maldecir el GPS, que le indica que haga un giro indebido.
Stump aparca en una callejuela desde donde tienen una buena vista de DeGatetano & Hijos, una chatarrería con montañas de metal retorcido detrás de una verja rematada con alambre de espino.
—¿Has visto dónde estamos? —le pregunta ella.
—He visto dónde estamos antes de llegar aquí. Igual te crees que me paso la vida en las cafeterías de Cambridge —comenta Win.
Clientes de aspecto rudo van llegando en camionetas, furgonetas y coches, todos cargados de aluminio, hierro, latón y, naturalmente, cobre. Sus miradas son furtivas, tipos que llenan carritos de supermercado y los empujan hacia el taller de máquinas, desvaneciéndose en una ruidosa oscuridad.
—¿Un Taurus sin distintivo policial en una callejuela? —continúa Stump—. Es como si fuéramos un Boeing 747. Igual deberíamos prestar atención a lo que nos rodea, porque desde luego ellos nos están prestando atención a nosotros.
—Entonces, igual no deberías llamar tanto la atención —sugiere Win.
—Eso hacen los que van con el fin de disuadir: llamar la atención.
—Claro. Igual que perseguir cucarachas. Las asustas de un rincón a otro hasta que acaban en el rincón del que han salido. ¿Por qué me traes aquí?
—La de perseguir cucarachas no es exactamente la impresión que quiero que se lleve la gente. Quiero que piensen que voy detrás de ladrones de poca monta. Obreros, instaladores, contratistas, esos capullos que roban metal de los solares en construcción. Una parte es chatarra, pero hay mucho que no lo es. Lo traen aquí, no les piden identificación ni les hacen preguntas, se les paga en metálico, los clientes a los que estafan no tienen ni idea. Recuérdame que nunca restaure ni construya una casa.
—Si vienes por aquí habitualmente, ¿para qué necesitas el GPS? —indaga.
—Vale. Resulta que tengo un sentido de la orientación horrible. Más bien, no lo tengo en absoluto. —Tal como lo dice, parece que es cierto—. Y te agradecería que no lo vayas comentando por ahí.
Win se fija en una persona delgada con ropa holgada y gorra de béisbol que se apea de una camioneta con la caja llena de material de cobre de techado, tuberías y cañerías con abolladuras.
—Yo lo llamo crimen desorganizado —dice Stump—. A diferencia de los viejos tiempos, cuando era una chavala en Watertown. Todo el mundo se conocía, comían en el mismo restaurante que los mafiosos, los mismos tipos que se acordaban de tu abuela en Navidad o te compraban un helado. ¿A decir verdad? Mantenían las calles limpias de gentuza. ¿Los rateros, violadores, pedófilos? Acababan en el río Charles con la cabeza y las manos cortadas.
La persona delgada que está viendo es una mujer.
—El crimen organizado estaba bien —sigue Stump—. Al menos tenían un código, no estaban por la labor de dar palizas a ancianitas, robar coches, allanar casas, abusar de niños, pegarte un tiro en la cabeza por tu billetero, o sin razón alguna.
La mujer delgada empuja dos carritos vacíos hacia su camioneta.
—Cobre. Ahora mismo va a unos ocho de los grandes la tonelada en el mercado negro chino. —Stump cambia de tema de repente, siguiendo la mirada de Win—. ¿Empiezas a entender por qué te he traído aquí?
—Raggedy Ann —dice—. O comoquiera que se llame en realidad.
Está llenando un carrito con cobre de desecho.
—Supercriminal —comenta Stump.
—¿Esa tarada? —dice Win, con descreimiento.
—Bueno, es una criminal, desde luego, pero no la que persigo. Quiero trincar al tipo que está dando golpes importantes, despojando edificios de plomería, cañerías y material de techado. Arranca kilómetros de cableado de líneas eléctricas y solares en construcción, roba camionetas de compañías telefónicas. Quizá se dedica al tráfico de drogas, coge el dinero para comprar oxicodona que luego revende en la calle. Hoy en día va a un dólar el miligramo. Los crímenes relacionados con la droga llevan a otros crímenes que desembocan en la violencia, incluido el asesinato.
—Y crees que el supercriminal descarga aquí el cobre robado —supone Win.
—Por aquí cerca, sí. ¿En este magnífico establecimiento en concreto? Probablemente es uno de los muchos que utiliza.
Win observa a Raggedy Ann y dice:
—Una confidente, imagino.
—Ahora empiezas a pillarlo —asiente Stump.
Raggedy Ann empuja su carrito, no parece incómoda en absoluto, como si se sintiera igual que en su casa en el peligroso mundo de las chatarrerías de Chelsea.
—¿Qué te lleva a pensar que es la misma persona la que lleva a cabo todos los robos de calado? —pregunta Win.
—Un detalle constante en todos los chanchullos importantes. Creo que saca fotos. Hemos recuperado el envoltorio de cámaras desechables, siempre de la misma marca, una Solo H
2
O sumergible con flash, van a unos dieciséis pavos en las tiendas, si las encuentras. Y en Internet por seis o siete. Las deja en el escenario, a la vista.
La mansión en la calle Brattle. El vandalismo, las cañerías y canalones de cobre desaparecidos, la plomería arrancada y la caja de cámara desechable Solo H
2
O en la cocina de una casa donde Win encontró pruebas que, teme, alguien puso allí a posta, pruebas que podrían conducir hasta él. Está a punto de contarle a Stump lo de su bolsa del gimnasio robada, pero no lo hace. ¿Cómo demonios va a saber quién está detrás de cada cosa? Está atrapado en una telaraña de conexiones, y la araña en el centro es Lamont.
—¿Alguna huella en los envoltorios de cámara que estáis encontrando? —pregunta.
—No ha habido suerte. Los típicos reactivos no han dado resultado con el papel, y la supercola no ha revelado ninguna huella en el plástico. Pero que no se vea una huella no quiere decir que no esté ahí. Igual el laboratorio tiene más suerte, porque desde luego disponen de más instrumentos de la era espacial que yo. Eso, si es que alguna vez ponen manos a la obra.
Casi le pregunta si alguna vez ha oído hablar de una sociedad anónima llamada FDI, pero no se atreve. Lamont pasó más de una hora en el interior de esa mansión victoriana abandonada. ¿Con quién estaba? ¿Qué estaba haciendo?
—Déjame que te haga una pregunta, sólo por hacer conjeturas —dice Win—. ¿Por qué habría de sacar fotos en los escenarios de los crímenes tu ladrón de cobre?
—Lo primero que se me ocurre —responde ella— es que disfruta con ello.
—¿Algo así como un ladrón de bancos que disfruta dejando el mismo tipo de nota todas las veces? Disfruta alardeando, haciendo saber a todo el mundo que es el mismo tipo quien lleva a cabo todos los atracos sin dejar una huella ni siquiera parcial, aunque en las cintas de vigilancia se ve que no lleva guantes, ¿no crees?
—¿Sugieres que podría ser el mismo tipo quien está haciendo todo esto? ¿Los atracos a bancos y los robos de cobre? —pregunta, escéptica.
—No lo sé, pero los criminales que alardean de sus delitos y se los restriegan en la cara a la policía no son precisamente habituales. De manera que tener dos oleadas de crímenes en la misma zona geográfica al mismo tiempo, y que ambas tengan lo que parece ser el
modus operandi
que describo, es sumamente extraño.
—No sabía que, además de todos tus otros talentos, poseyeras el de elaborar perfiles criminales.
—Sólo quiero ayudarte.
—No necesito tu ayuda.
—Entonces, ¿qué hago aquí sentado? Podrías haberme dicho que esa tal Raggedy Ann es una confidente para que sepa por qué debo mantenerme apartado de ella. No hacía falta que lo viera con mis propios ojos.
—Hay que ver para creer.
—¿Vas a decirme cómo se llama, o voy a tener que llamarla Raggedy Ann el resto de mi vida?
—No seguirás conociéndola el resto de tu vida, eso te lo prometo. No pienso decirte cómo se llama, y las reglas son las siguientes. —Stump mira hacia el otro lado de la calle—. No la has visto nunca, y ella no nos ha visto nunca a nosotros, ni tiene el menor interés en vernos. Estamos aquí porque nos venía de paso. No tiene mayor importancia. Como te he explicado, lo hago de vez en cuando.
—Supongo que tú también vas a comportarte como si no la conocieras.
—Supones bien.
Raggedy Ann entra al taller con el carrito.
—El tipo que lleva la chatarrería es Bimbo, el mayor borrachuzo de Chelsea. Se cree que somos colegas. Venga —le dice Stump.
Se posan en ellos miradas desde todos los lados cuando se apean del coche y cruzan la calle. El taller es un sitio sucio y ruidoso, con hombres que separan y limpian el metal, lo cortan, lo despojan de tuercas, tornillos, pernos, clavos, aislamiento. Lo lanzan todo a los montones, en medio de un estruendo metálico. Raggedy Ann aparca su carrito lleno de cobre en una balanza a ras de suelo, igual que las que se utilizan en los depósitos de cadáveres para pesar los cuerpos, y sale un hombre de un despacho con aspecto de pocilga. Es bajo, con el cabello moreno abundantemente engominado y un cuerpo nutrido de esteroides, corpulento como un fardo de heno.