Read El general en su laberinto Online
Authors: Gabriel García Márquez
Tags: #Novela Histórica, Narrativa
«Así fue como empezó a acabarse el mundo», decía.
Era tan riguroso en el manejo de los dineros públicos que no conseguía volver sobre este asunto sin perder los estribos. Siendo presidente había decretado la pena de muerte para todo empleado oficial que malversara o se robara más de diez pesos. En cambio era tan desprendido con sus bienes personales, que en pocos años se gastó en la guerra de independencia gran parte de la fortuna que heredó de sus mayores. Sus sueldos eran repartidos entre las viudas y los lisiados de guerra. A sus sobrinos les regaló los trapiches heredados, a sus hermanas les regaló la casa de Caracas, y la mayoría de sus tierras las repartió entre los numerosos esclavos que liberó desde antes de que fuera abolida la esclavitud. Rechazó un millón de pesos que le ofreció el congreso de Lima en la euforia de la liberación. La quinta de Monserrate, que el gobierno le adjudicó para que tuviera un lugar digno donde vivir, se la regaló a un amigo en apuros pocos días antes de la renuncia. En el Apure se levantó de la hamaca en que estaba durmiendo y se la regaló a un baquiano para que sudara la fiebre, y él siguió durmiendo en el suelo envuelto en un capote de campaña. Los veinte mil pesos duros que quería pagar de su dinero al educador cuáquero José Lancaster no eran una deuda suya sino del estado. Los caballos que tanto amaba se los iba dejando a los amigos que encontraba a su paso, hasta Palomo Blanco, el más conocido y glorioso, que se quedó en Bolivia presidiendo las cuadras del mariscal de Santa Cruz. De modo que el tema de los empréstitos malversados lo arrastraba sin control a los extremos de la perfidia.
«Casandro salió limpio, como el 25 de septiembre, desde luego, porque es un mago para guardar las formas», decía a quien quisiera oírlo. «Pero sus amigos se llevaban otra vez para Inglaterra la misma plata que los ingleses le habían prestado a la nación, con réditos de leones, y los multiplicaban a su favor con negocios de usureros».
Les mostró a todos, durante noches enteras, los fondos más turbios de su alma. Al amanecer del cuarto día, cuando la crisis parecía eterna, se asomó en la puerta del patio con la misma ropa que tenía puesta cuando recibió la noticia del crimen, llamó a solas al general Briceño Méndez, y conversó con él hasta los primeros gallos. El general en su hamaca con mosquitero, y Briceño Méndez en otra hamaca que José Palacios le colgó al lado. Tal vez ni el uno ni el otro eran conscientes de cuánto habían dejado atrás los hábitos sedentarios de la paz, y habían retrocedido en pocos días a las noches inciertas de los campamentos. De aquella conversación quedó en claro para el general que la inquietud y los deseos expresados por José María Carreño en Turbaco no eran sólo suyos, sino que eran compartidos por una mayoría de oficiales venezolanos. Estos, después del comportamiento de los granadinos contra ellos, se sentían más venezolanos que nunca, pero estaban dispuestos a matarse por la integridad. Si el general hubiera dado la orden de que se fueran a pelear en Venezuela, se habrían ido en estampida. Y Briceño Méndez antes que nadie.
Fueron los días peores. La única visita que el general quiso recibir fue la del coronel polaco Miecieslaw Napierski, héroe de la batalla de Friedland y sobreviviente del desastre de Leipzig, que había llegado por esos días con la recomendación del general Poniatowski para ingresar en el ejército de Colombia.
«Llega usted tarde», le había dicho el general. «Aquí no queda nada».
Después de la muerte de Sucre quedaba menos que nada. Así se lo dio a entender a Napierski, y así lo dio a entender éste en su diario de viaje, que un gran poeta granadino había de rescatar para la historia ciento ochenta años después. Napierski había llegado a bordo de la Shannon. El capitán de la nave lo acompañó a la casa del general, y éste les habló de sus deseos de viajar a Europa, pero ninguno de los dos advirtió en él una disposición real de embarcarse. Como la fragata haría una escala en La Guayra y regresaba a Cartagena antes de volver a Kingston, el general le dio al capitán una carta para su apoderado venezolano en el negocio de las minas de Aroa, con la esperanza de que al regreso le mandara algún dinero. Pero la fragata volvió sin respuesta, y él se mostró tan abatido, que nadie pensó en preguntarle si se iba.
No hubo una sola noticia de consuelo. José Palacios, por su parte, se cuidó de no agravar las que se recibían, y trataba de demorarlas lo más posible. Algo que preocupaba a los oficiales del séquito, y que ocultaban al general para no acabar de mortificarlo, era que los húsares y granaderos de la guardia iban sembrando la semilla de fuego de una blenorragia inmortal. Había empezado con dos mujeres que repasaron la guarnición completa en las noches de Honda, y los soldados habían seguido diseminándola con sus malos amores por dondequiera que pasaban. En aquel momento no estaba a salvo ninguno de los números de la tropa, a pesar de que no había medicina académica o artificio de curandero que no hubieran probado.
No eran infalibles los cuidados de José Palacios para impedir amarguras inútiles a su señor. Una noche, una esquela sin membrete pasó de mano en mano, y nadie supo cómo llegó hasta la hamaca del general. El la leyó sin los lentes, a la distancia del brazo, y luego la puso en la llama de la vela y la sostuvo con los dedos hasta que acabó de consumirse.
Era de Josefa Sagrario. Había llegado el lunes con su esposo y sus hijos, de paso para Mompox, alentada por la noticia de que el general había sido depuesto y se iba del país. El no reveló nunca lo que decía el mensaje, pero toda la noche dio muestras de una gran ansiedad, y al amanecer le mandó a Josefa Sagrario una propuesta de reconciliación. Ella resistió a las súplicas, y prosiguió el viaje como estaba previsto, sin un instante de flaqueza. Su único motivo, según le dijo a José Palacios, era que no tenía ningún sentido hacer las paces con un hombre que ya daba por muerto.
Aquella semana se supo que estaba recrudeciéndose en Santa Fe la guerra personal de Manuela Sáenz por el regreso del general. Tratando de hacerle la vida imposible, el ministerio del interior le había pedido entregar los archivos que tenía bajo custodia. Ella se negó, y puso en marcha una campaña de provocaciones que estaba sacando de quicio al gobierno. Fomentaba escándalos, distribuía folletos glorificando al general, borraba los letreros de carbón de las paredes públicas, acompañada por dos de sus esclavas guerreras. Era de dominio público que entraba en los cuarteles con el uniforme de coronel, y lo mismo participaba en las fiestas de los soldados que en las conspiraciones de los oficiales. El rumor más intenso era que estaba promoviendo a la sombra de Urdaneta una rebelión armada para restablecer el poder absoluto del general.
Era difícil creer que él tuviera fuerzas para tanto. Las fiebres del atardecer se hicieron cada vez más puntuales, y la tos se volvió desgarradora. Una madrugada, José Palacios lo oyó gritar: «¡Puta patria!». Irrumpió en el dormitorio, alarmado por una exclamación que el general le reprochaba a sus oficiales, y lo encontró con la mejilla bañada en sangre. Se había cortado afeitándose, y no estaba tan indignado por el percance mismo como por su propia torpeza. El boticario que lo curó, llevado de urgencia por el coronel Wilson, lo encontró tan desesperado que trató de calmarlo con unas gotas de belladona. Él lo paró en seco.
«Déjeme como estoy», le dijo. «La desesperación es la salud de los perdidos».
Su hermana María Antonia le escribió de Caracas. «Todos se quejan de que no has querido venir a componer este desorden», decía. Los curas de los pueblos estaban decididos por él, las deserciones en el ejército eran incontrolables, y los montes estaban llenos de gente armada que decía no querer a nadie más que a él. «Esto es un fandango de locos que no se entienden ellos mismos que hicieron su revolución», decía su hermana. Pues mientras unos clamaban por él, las paredes de medio país amanecían pintadas con letreros de injurias. Su familia, decían los pasquines, debía ser exterminada hasta la quinta generación. El golpe de gracia se lo dio el Congreso de Venezuela, reunido en Valencia, que coronó sus acuerdos con la separación definitiva, y la declaración solemne de que no habría arreglo con la Nueva Granada y el Ecuador mientras el general estuviera en territorio colombiano. Tanto como el hecho mismo, le dolió que la nota oficial de Santa Fe le fuera transmitida por un antiguo conjurado del 25 de septiembre, su enemigo a muerte, que el presidente Mosquera había hecho regresar del exilio para nombrarlo ministro del interior. «He de decir que éste es el suceso que más me ha afectado en la vida», dijo el general. Pasó la noche en vela, dictando a varios amanuenses distintas versiones para una respuesta, pero fue tanta su rabia que se quedó dormido. Al amanecer, al término de un sueño azorado, dijo a José Palacios:
«El día que yo me muera repicarán las campanas en Caracas».
Hubo más. Al conocer la noticia de la muerte, el gobernador de Maracaibo había de escribir: «Me apresuro a participar la nueva de este gran acontecimiento que sin duda ha de producir innumerables bienes a la causa de la libertad y la felicidad del país. El genio del mal, la tea de la anarquía, el opresor de la patria ha dejado de existir». El anuncio, destinado al principio a informar al gobierno de Caracas, terminó convertido en una proclama nacional.
En medio del horror de aquellos días infaustos, José Palacios le cantó al general la fecha de su cumpleaños a las cinco de la mañana: «Veinticuatro de julio, día de santa Cristina, virgen y mártir». El abrió los ojos, y una vez más debió tener conciencia de ser un elegido de la adversidad.
No era su costumbre celebrar el aniversario sino el onomástico. Había once san Simones en el santoral católico, y él hubiera preferido ser nombrado por el cirineo que ayudó a Cristo a cargar su cruz, pero el destino le deparó otro Simón, el apóstol y predicador en Egipto y Etiopía, cuya fecha es el 28 de octubre. Un día como ése, en Santa Fe, le pusieron durante la fiesta una corona de laureles. Él se la quitó de buen talante, y se la puso con toda su malicia al general Santander, quien la asumió sin inmutarse. Pero la cuenta de su vida no la llevaba por el nombre sino por los años. Los cuarenta y siete tenían para él un significado especial, porque el 24 de julio del año anterior, en Guayaquil, en medio de las malas noticias de todas partes y el delirio de sus fiebres perniciosas, lo estremeció un presagio. A él, que nunca admitió la realidad de los presagios. La señal era nítida: si lograba mantenerse vivo hasta el cumpleaños siguiente ya no habría muerte capaz de matarlo. El misterio de ese oráculo secreto era la fuerza que lo había sostenido en vilo hasta entonces contra toda razón.
«Cuarenta y siete años ya, carajos», murmuró. «¡Y estoy vivo!»
Se incorporó en la hamaca, con las fuerzas restablecidas y el corazón alborotado por la certidumbre maravillosa de estar a salvo de todo mal. Llamó a Briceño Méndez, cabecilla de los que querían irse para Venezuela a luchar por la integridad de Colombia, y le transmitió la gracia acordada a sus oficiales con motivo de su cumpleaños.
«De tenientes para arriba», le dijo, «todo el que quiera irse a pelear en Venezuela, que aliste sus corotos».
El general Briceño Méndez fue el primero. Otros dos generales, cuatro coroneles y ocho capitanes de la guarnición de Cartagena se sumaron a la expedición. En cambio, cuando Carreño le recordó al general su promesa anterior, le dijo:
«Usted está reservado para más altos destinos».
Dos horas antes de la partida decidió que se fuera José Laurencio Silva, pues tenía la impresión de que la herrumbre de la rutina le estaba agravando la obsesión por sus ojos. Silva declinó el honor.
«También este ocio es una guerra, y de las más duras», dijo. «De modo que aquí me quedo, si mi general no ordena otra cosa».
En cambio, Iturbide, Fernando y Andrés Ibarra no consiguieron ser admitidos. «Si usted ha de irse será para otra parte», le dijo el general a Iturbide. A Andrés le dio a entender con un motivo insólito que el general Diego Ibarra estaba ya en la lucha, y que dos hermanos eran demasiados en una misma guerra. Fernando no se ofreció siquiera, porque estaba seguro de obtener la misma respuesta de siempre: «L/n hombre se va entero a la guerra, pero no puede permitir que se le vayan sus dos ojos y su mano derecha». Se conformó con el consuelo de que aquella respuesta era en cierto modo una distinción militar.
Montilla aportó los recursos para viajar la misma noche en que fueron aprobados, y participó en la sencilla ceremonia con que el general despidió a cada uno con un abrazo y una frase. Se fueron separados y por distintos caminos, unos por Jamaica, otros por Curazao, otros por la Guajira, y todos en ropa civil, sin armas ni nada que pudiera delatar su identidad, como habían aprendido en las acciones clandestinas contra los españoles. Al amanecer, la casa del Pie de la Popa era un cuartel desmantelado, pero el general se quedó sostenido por la esperanza de que una nueva guerra hiciera reverdecer los laureles de antaño.
El general Rafael Urdaneta se tomó el poder el 5 de septiembre. El congreso constituyente había concluido su mandato, y no había otra autoridad válida para legitimar el golpe, pero los insurgentes apelaron al cabildo de Santa Fe que reconoció a Urdaneta como encargado del poder mientras lo asumía el general. Así culminó una insurrección de las tropas y oficiales venezolanos acantonados en la Nueva Granada, que derrotaron a las fuerzas del gobierno con el respaldo de los pequeños propietarios de la sabana y del clero rural. Era el primer golpe de estado en la república de Colombia, y la primera de las cuarenta y nueve guerras civiles que habíamos de sufrir en lo que faltaba del siglo. El presidente Joaquín Mosquera y el vicepresidente Caycedo, solitarios en medio de la nada, abandonaron sus cargos. Urdaneta recogió del suelo el poder, y su primer acto de gobierno fue enviar a Cartagena una delegación personal para ofrecerle al general la presidencia de la república.
José Palacios no recordaba a su señor en mucho tiempo con una salud tan estable como la de aquellos días, pues los dolores de cabeza y las fiebres del atardecer rindieron las armas tan pronto como se recibió la noticia del golpe militar. Pero tampoco lo había visto en un estado de mayor ansiedad. Preocupado por eso, Montilla había logrado la complicidad de fray Sebastián de Sigüenza para que le prestara al general una ayuda encubierta. El fraile aceptó de buen grado, y lo hizo bien, dejándose ganar al ajedrez en las tardes áridas en que esperaban a los enviados de Urdaneta.