El gran desierto (2 page)

Read El gran desierto Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El gran desierto
3.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

La oficina de personal del Departamento de Policía había promulgado edictos: prohibido prestar instrumentos médicos de la ciudad; prohibido confraternizar con el personal del condado mientras se estaba de servicio; prohibido hacer juerga a la luz de los mecheros Bunsen, por miedo a que se etiquetaran mal los cadáveres y que los fragmentos de cuerpos robados como recuerdos condujeran a escándalos que respaldaran las revelaciones de Brenda Allen. Danny Upshaw siguió la camilla que llevaba al cadáver 1-1/1/50 al depósito del condado, consciente de que las probabilidades de lograr que su patólogo favorito de la ciudad hiciera la autopsia eran casi nulas.

El depósito del condado era un hervidero: víctimas de accidentes en camillas, ayudantes colgando etiquetas en dedos gordos, agentes redactando informes y hombres del forense fumando un cigarrillo tras otro para matar el tufo a sangre, formaldehído y comida china rancia. Danny dobló hacia una salida de emergencia y se dirigió al depósito de la ciudad, interrumpiendo a un trío de policías que cantaban el villancico
Auld Lang Syne
. El ambiente era similar al del depósito del condado, excepto que los uniformes eran azul marino en vez de verde oliva y caqui.

Danny se dirigió al despacho del doctor Norton Layman, subjefe de investigación médica de la ciudad de Los Ángeles, autor de
La ciencia contra el delito
, y profesor de Danny en el curso nocturno de Patología Forense para Principiantes en la Universidad de California Sur. Había una nota clavada en la puerta. «Trabajaré en el turno de día a partir del 1 de enero. Dios bendiga esta nueva era con menos trabajo que en la primera mitad de este sangriento siglo. - N.L.»

Mascullando una maldición, Danny sacó su pluma y su libreta y escribió:

«Doctor, debí suponer que usted se tomaría libre la noche más ajetreada del año. Hay un interesante 187 en el depósito del condado. Sexo masculino, mutilaciones sexuales. Material para su nuevo libro. Como recibí el aviso, estoy seguro de que conseguiré el caso. ¿Tratará usted de conseguir la autopsia? El capitán Dietrich dice que el investigador médico del condado que tiene el turno de día es jugador y susceptible al soborno. A buen entendedor… — D. Upshaw.» Dejó el papel sobre el secante del escritorio de Layman, lo sujetó con un cráneo humano ornamental y regresó al territorio del condado.

Había menos movimiento. La luz del día empezaba a filtrarse en el depósito; la pesca de esa noche yacía apilada sobre planchas de acero. Danny echó una ojeada y vio que la única persona viva del lugar era un ayudante de investigación sentado en una silla junto a la sala de despacho, que se escarbaba alternativamente la nariz y los dientes.

Danny se le acercó. El viejo, con aliento a licor, le preguntó quién era.

—Agente Upshaw, Hollywood Oeste. ¿Quién es el jefe?

—Bonita tarea. ¿No eres un poco joven para un trabajo tan duro?

—Me gusta trabajar. ¿Quién es el jefe?

El viejo restregó por la pared el dedo con el que se escarbaba la nariz.

—Por lo que veo, no eres muy conversador. El doctor Katz llevaba la voz cantante, sólo que unos tragos le hicieron cantar a él. Ahora duerme la mona en su coche. ¿Por qué todos los judíos conducen Cadillacs? Tú eres detective. ¿Tienes una respuesta para eso?

Danny hundió los puños en los bolsillos y los apretó, su recurso para conservar la calma.

—Ni idea. ¿Cómo se llama usted?

—Ralph Carty es mi…

—Ralph, ¿alguna vez ha hecho preparativos para una autopsia? Carty rió.

—Hijo, los he hecho todos. Rodolfo Valentino, que estaba seco como un grillo. Lupe Vélez y Carole Landis. Tengo fotos de ambas. Lupe se afeitaba la entrepierna. Finges que no están muertas y lo pasas bien. ¿Qué dices? ¿Lupe y Carole, cinco dólares cada una?

Danny cogió la billetera y extrajo dos billetes de diez; Carty metió la mano en el bolsillo interior y sacó un fajo de fotografías.

—No —atajó Danny—. El sujeto que quiero está allá, en una plancha de acero.

—¿Qué?

—Haré los preparativos.
Ahora
.

—Hijo, tú no eres un empleado calificado de este depósito.

Danny añadió cinco dólares al soborno y se los dio a Carty; el viejo besó la borrosa fotografía de una actriz muerta.

—Supongo que ya lo eres.

Danny trajo su equipo del coche y se puso a trabajar mientras Carty montaba guardia por si aparecía el investigador médico de turno.

Alzó la sábana que cubría el cadáver y palpó los miembros buscando lividez
post mortem
; levantó los brazos y las piernas, los soltó y notó esa dureza previa al rigor mortis. En su libreta anotó: «Hora probable del deceso: alrededor de la una de la mañana.» Luego embadurnó de tinta los dedos del cadáver y los apretó contra un cartón duro. Se alegró 'de obtener buenas huellas en el primer intento.

Luego examinó el cuello y la cabeza, midiendo las profundas marcas rojas con un calibrador y anotando los detalles. Las marcas abarcaban el cuello entero; demasiado largas y anchas para ser de una cuerda con simple o doble lazo. Entornando los ojos, descubrió una fibra bajo el mentón; la recogió con una pinza, la clasificó como un género de algodón, la puso en un tubo de ensayo y abrió con impulso las mandíbulas rígidas, manteniéndolas en esa posición con un depresor. Alumbró la boca con la linterna de bolsillo y encontró fibras idénticas en el paladar, la lengua y las encías. Anotó: «Estrangulado y asfixiado con tela de toalla blanca.» Respiró hondo y examinó las cuencas oculares.

El haz de la linterna iluminó membranas magulladas, manchadas por la sustancia gelatinosa que Danny había visto en la obra en construcción; con una tenacilla, Danny extrajo tres muestras de cada cavidad. La sustancia olía a compuesto medicinal mentolado.

Danny examinó cada centímetro del cadáver; algo le llamó la atención en la parte interior de los codos: viejas señales de agujas, borrosas, pero presentes en ambos brazos. La víctima era un drogadicto. Tal vez rehabilitado, pues ninguna de las marcas era reciente. Anotó el dato, cogió el calibrador y se armó de valor para examinar las heridas del torso.

Había tres centímetros de separación entre cada uno de los seis óvalos. Todos presentaban marcas de dientes, demasiado extendidas para sacar moldes. Eran demasiado grandes para que una boca humana los hubiera hecho de una dentellada. Danny extrajo sangre coagulada de los conductos intestinales que salían por las heridas, colocó las muestras en platinas y se lanzó a una audaz especulación que habría irritado al doctor Layman: el asesino había usado uno o varios animales para mutilar el cadáver.

Danny observó el pene del muerto, descubrió inequívocas marcas de dientes humanos en el glande: lo que Layman llamaba «afecto homicida», buscando risas en un aula atestada de policías ambiciosos. Sabía que debía registrar la parte inferior y el escroto. Advirtió que Ralph Carty le observaba y puso manos a la obra. No encontró más mutilaciones.

—Lo han dejado seco —rió Carty.

—Cierre el pico —dijo Danny.

Carty se encogió de hombros y siguió leyendo un ejemplar de
Screenworld
. Danny hizo girar el cadáver y soltó un suspiro.

Una maraña de tajos profundos cruzaba la espalda y los hombros en todas las direcciones. Había astillas de madera pegadas a las angostas estrías de sangre reseca.

Danny comparó las mutilaciones del frente y la espalda tratando de llegar a una conclusión. Un sudor frío le empapaba los puños de la camisa, haciéndole temblar las manos. Oyó un rezongo:

—Carty, ¿quién es este tipo? ¿Qué está haciendo?

Danny se volvió, luciendo una sonrisa pacificadora; vio a un hombre gordo con un delantal blanco manchado y un sombrero de cotillón donde decía «1950» en lentejuelas verdes.

—Agente Upshaw. ¿Es usted el doctor Katz?

El gordo iba a darle la mano, pero cambió de parecer.

—¿Qué hace con ese cadáver? ¿Y con qué permiso entra aquí para interferir en mi trabajo?

Carty se encogía a espaldas de Katz, dirigiendo una mirada de súplica.

—Me llamaron para este asunto y quise preparar el cuerpo personalmente. Estoy capacitado para eso. Le mentí a Ralph, diciéndole que usted decía que era
kosher
.

—Lárguese, Upshaw —espetó Katz.

—Feliz Año Nuevo —dijo Danny.

—Es la verdad, doctor —intervino Ralph Carty—. Que me trague la tierra si miento.

Danny guardó su instrumental, preguntándose adónde ir, si a la calle Allegro o a su casa, a dormir y a soñar: Kathy Hudgens, Buddy Jastrow, la sangrienta escena en una casa de un camino del condado de Kern. Mientras caminaba hacia la rampa, miró atrás. Ralph Carty estaba repartiendo el dinero del soborno con el médico que llevaba sombrero de cotillón.

2

El teniente Mal Considine contemplaba una fotografía de su esposa y su hijo, tratando de no pensar en Buchenwald.

Eran poco más de las ocho de la mañana; Mal estaba en su cubículo de la Oficina de Investigación Criminal de la Fiscalía, después de un profundo sueño producido por un exceso de scotch. Tenía los pantalones llenos de confeti; la coqueta estenógrafa le había dibujado besos en la puerta, poniendo la inscripción OFICIAL EJECUTIVO entre paréntesis debajo de Crimson Decadence de Max Factor. El sexto piso del Ayuntamiento parecía una plaza de armas después del desfile; Ellis Loew acababa de despertarlo con una llamada telefónica: tenía que encontrarse con él y «otra persona» en el Pacific Dining Car dentro de media hora. Y había dejado a Celeste y Stefan solos en casa para recibir la llegada de 1950, pues sabía que su esposa transformaría esa ocasión en una guerra.

Mal cogió el teléfono y llamó a su casa. Celeste atendió al tercer timbrazo.

—¿Sí? ¿Quién es este que llama? —La torpeza de la construcción indicaba que había estado hablando en checo con Stefan.

—Soy yo. Quería avisarte que tardaré unas horas más. —¿La rubia se puso exigente, Herr teniente?

—No hay ninguna rubia, Celeste. Sabes que no hay ninguna rubia, y sabes que siempre duermo en el Ayuntamiento después de Año Nuevo…

—¿Cómo se dice
rotkopf
? ¿Pelirroja?
Kleine rotkopf scheisser schtupper

—¡Habla en inglés, maldita sea! ¡No te pases de lista conmigo! Celeste rió: gorjeos teatrales que adornaban sus frases en lengua extranjera y siempre lo sacaban de quicio.

—¡Ponme con mi hijo, maldita sea!

Silencio, y luego la rutina típica de Celeste Heisteke Considine.

—No es tu hijo, Malcolm. Su padre era Jan Heisteke, y Stefan lo sabe. Eres mi benefactor y mi esposo, y el niño tiene once años y debe ser consciente de que su legado cultural no consiste en tu jerga policíaca
amerikanisch
, béisbol y…

—¡Ponme con mi hijo, demonios!

Celeste rió suavemente. Lo había obligado a usar su voz de policía. Hubo un silencio; Celeste despertó a Stefan canturreando en checo. El niño se puso al aparato.

—¿Papá? ¿Malcolm?

—Sí. Feliz Año Nuevo.

—Vimos los fuegos artificiales. Fuimos a la azotea con par… par…

—¿Paraguas?

—Sí. Vimos el Ayuntamiento iluminado, y después estallaron los fuegos artificiales. Las llamas… ¿fisuraban?

—Siseaban, Stefan —corrigió Mal—. S-i-s-e-a-b-a-n. Una fisura es como un agujero en el suelo.

Stefan repitió esa palabra nueva para él.

—¿Fisurra?

—Fisura. Tendré que darte una clase cuando llegue a casa. Podemos ir a Westlake Park a dar de comer a los patos.

—¿Viste los fuegos artificiales? ¿Te asomaste para ver?

En el momento de los fuegos artificiales, Mal se había dedicado a rechazar el ofrecimiento de Penny Diskant: un polvo rápido en el guardarropa. Los pechos y las piernas lo apretujaban y él deseaba poder aceptar.

—Sí, fue bonito. Hijo, tengo que dejarte. Trabajo. Vuelve a dormir, así estarás descansado para nuestra clase.

—Sí. ¿Quieres hablar con Mutti?

—No. Adiós, Stefan.

—Adiós, p-p-papá.

Mal colgó. Le temblaban las manos y tenía los ojos empañados.

El centro de Los Ángeles estaba tranquilo como si durmiera la mona. Los únicos ciudadanos visibles eran borrachos que hacían fila para pedir café y bollos frente a la Union Rescue Mission; los coches estaban aparcados al azar —morros contra parachoques aplastados— frente a los hoteluchos de South Main. Había confeti mojado en las ventanas y la acera, y el sol que despuntaba sobre la cuenca del este tenía un regusto a calor, vapor y resaca alcohólica. Mal enfiló hacia el Pacific Dining Car deseándole una muerte prematura al primer día de la nueva década.

El restaurante estaba atestado de turistas con cámaras que pedían el «Rose Bowl Special»: pescado frito, Bloody Marys y café. El camarero le dijo a Mal que el señor Loew y otro caballero le esperaban en el Salón de la Fiebre del Oro, un reducto íntimo al que concurrían los leguleyos. Mal retrocedió y golpeó la puerta; la abrieron una fracción de segundo después, y el «otro caballero» sonrió.

—Toc, toc, ¿quién es? Es Dudley Smith. ¡Alerta, rojos! Adelante, teniente. Ésta es una prometedora reunión de cerebros policiales, y debemos celebrar la ocasión con el fasto pertinente.

Mal le dio la mano, reconociendo el nombre, el estilo y un acento con frecuencia imitado por otros. El teniente Dudley Smith, Homicidios, Departamento de Policía de Los Ángeles. Alto, tirando a obeso y rubicundo; nacido en Dublín, criado en Los Ángeles, educado en un colegio jesuita. Hombre fuerte de cada jefe de policía de Los Ángeles desde Dick Steckel. Siete hombres muertos en cumplimiento del deber. Corbatas especiales: sietes, esposas y escudos del Departamento bordados en círculos concéntricos. Según los rumores, llevaba un calibre 45 del ejército, cargado con balas dum-dum lubricadas, y un puñal de resorte.

—Teniente, es un placer.

—Llámame Dudley. Tenemos el mismo rango. Yo soy mayor, pero tú eres más guapo. Ya veo que seremos excelentes compañeros. ¿No crees, Ellis?

Mal miró a Ellis Loew. El jefe de la Sección Criminal de la Fiscalía de Distrito estaba apoltronado en una silla de cuero que parecía un trono, comiendo ostras y tocino.

—Ya lo creo. Siéntate, Mal. ¿Quieres desayunar?

Mal se sentó frente a Loew; Dudley Smith se acomodó entre ambos. Los dos usaban trajes de tweed con chaleco: el de Loew era gris, el de Smith marrón. Ambos ostentaban insignias: el abogado una llave Phi Beta Kappa
[1]
, el policía escudos en las solapas. Mal ajustó la raya de sus arrugados pantalones de franela y pensó que Smith y Loew parecían dos malos cachorros de la misma camada.

Other books

The Reunion by Jennifer Haymore
Sandra Hill by Down, Dirty
Rowdy (A Taboo Short) by Jenika Snow, Sam Crescent
The Hinky Bearskin Rug by Jennifer Stevenson
Above The Thunder by Renee Manfredi
A Blue So Dark by Holly Schindler
And Condors Danced by Zilpha Keatley Snyder
Annabelle by Beaton, M.C.
The Family Fang: A Novel by Kevin Wilson