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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El Gran Sol de Mercurio

BOOK: El Gran Sol de Mercurio
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Lucky Starr y Bigman Jones, el marciano, son enviados por el Consejo Científico a Mercurio para investigar el origen de los incidentes que han surgido en el desarrollo del Proyecto Luz , destinado a investigar un método para enviar naves a las estrellas. En Mercurio se enfrentarán a Urteil, el hombre enviado por el Senador Swenson, que está enfrentado a la política del Consejo Científico, y tendrán que averiguar la existencia de un posible saboteador entre el personal del complejo o bien averiguar si se trata de un complot del robotizado mundo de Sirio que amenaza con la invasión de la Tierra.

Isaac Asimov

El Gran Sol de Mercurio

Lucky Starr IV

ePUB v1.0

Volao
26.10.11

A Robyn Joan, que hizo todo lo posible para interferir.

Introducción

Este libro fue publicado en 1956, y la descripción de la superficie de Mercurio se hizo de acuerdo con las creencias astronómicas de la época.

Sin embargo, desde 1956 los conocimientos astronómicos del sistema solar han experimentado un considerable avance gracias al empleo del radar y de los cohetes.

En 1956, se creía que una de las caras de Mercurio estaba siempre expuesta al Sol, de modo que había una parte permanentemente iluminada y una parte permanentemente a oscuras, con algunas regiones limítrofes que a veces tenían Sol y a veces no.

Sin embargo, en 1965 los astrónomos estudiaron la reflexión de las ondas ultra- magnéticas del radar sobre la superficie de Mercurio y, con gran sorpresa, descubrieron que no era así. Mientras que Mercurio giraba en torno al Sol en 88 días, el movimiento de rotación lo hacía en 59 días. Eso significaba que todas las partes de Mercurio estaban expuestas al Sol en una u otra época y que, después de todo, no había «parte oscura»

Confío en que, de todos modos, este relato sea del agrado de los lectores, pero no querría que aceptaran como verdaderas algunas de las afirmaciones que en 1956 eran «exactas», pero que ahora resultan anticuadas.

Isaac Asimov Noviembre de 1970

1. LOS FANTASMAS DEL SOL

Lucky Starr y su pequeño amigo, John Bigman Jones, siguieron al joven ingeniero hacia la antecámara de compresión que conducía a la superficie del planeta Mercurio.

Lucky pensó: «Por lo menos, las cosas van deprisa»

Sólo hacía una hora que estaba en Mercurio. Apenas había tenido tiempo de hacer otra cosa que ver su nave, el Shooting Starr, cuidadosamente guardada en el hangar subterráneo. Sólo había visto a los técnicos que se habían ocupado de los trámites de desembarco y del acomodo de su nave.

Es decir, a los técnicos y a Scott Mindes, el ingeniero encargado del Proyecto Luz. Fue como si el joven hubiera estado al acecho. Casi inmediatamente sugirió un viaje a la superficie.

—Para ver el panorama —explicó. Naturalmente, Lucky no le creyó. El rostro de barbilla huidiza del ingeniero expresaba cierta confusión, y su boca se fruncía al hablar. Sus ojos evitaban la serena y recta mirada de Lucky.

Sin embargo, Lucky accedió a visitar la superficie. Hasta el momento, lo único que sabía acerca de los problemas de Mercurio era que planteaban un espinoso asunto al Consejo de la Ciencia. Estaba dispuesto a dejarse llevar por Mindes y ver adónde le conducía.

En cuanto a Bigman Jones, siempre estaba dispuesto a seguir a Lucky a cualquier parte y en cualquier momento, con razón o sin ella.

Pero fue Bigman el que frunció las cejas cuando los tres se estaban poniendo los trajes, e hizo un movimiento de cabeza casi imperceptible hacia la pistolera del traje de Mindes.

Por toda respuesta, Lucky movió tranquilamente la cabeza. El también se había fijado en la culata de un lanzarrayos de gran calibre que sobresalía de la pistolera.

El joven ingeniero fue el primero en pisar la superficie del planeta. Lucky Starr salió detrás de él y Bigman lo hizo en último lugar.

De momento, se perdieron absolutamente de vista en la casi total oscuridad. Sólo las estrellas eran visibles, brillantes y fuertes en la fría atmósfera insustancial.

Bigman fue el primero en recobrarse. La gravedad de Mercurio era casi exactamente igual a la de su Marte nativo. Las noches marcianas eran casi igual de oscuras. Las estrellas que titilaban en su cielo nocturno eran casi igual de brillantes.

Su aguda voz sonó claramente en los receptores de los otros.

—Oigan, ya empiezo a ver las cosas.

Lucky también, y el hecho le asombró. Era imposible que la luz de las estrellas fuera tan brillante. Había una ligera y luminosa neblina que se cernía sobre el accidentado paisaje y rozaba sus escarpados riscos con una pálida consistencia lechosa.

Lucky había visto algo parecido en la Luna durante la larga noche de dos semanas de duración. Allí también nauta un paisaje completamente árido, escabroso y áspero. Jamás, a lo largo de millones de años, ni en la Luna ni en Mercurio, había habido el suavizante contacto del viento o la lluvia. La roca desnuda, más fría de lo que la imaginación puede concebir, se alzaba sin un toque de escarcha en un mundo sin agua.

Y en la noche lunar también había observado aquella misma consistencia lechosa. Pero allí, por lo menos en más de la mitad de la Luna, había habido luz terrestre. Cuando la Tierra estaba llena, brillaba con una luminosidad dieciséis veces más intensa que la de la Luna vista desde la Tierra.

En Mercurio, en el Observatorio Solar del Polo Norte, no había ningún planeta cercano que reflejara su luz.

—¿Es eso la luz de las estrellas? —preguntó finalmente, sabiendo que no lo era.

Scott Mindes repuso cansadamente: —Es el resplandor de la corona.

—¡Gran Galaxia! —dijo Lucky con una risita—. ¡La corona! ¡Naturalmente! ¡Debería haberlo supuesto!

—¿Supuesto qué? —preguntó Bigman—. ¿Qué es lo que pasa? Oiga, Mindes, ¡explíquese de una vez!

Mindes dijo:

—Dese la vuelta. Le está dando la espalda.

Todos se volvieron. Lucky dejó escapar un silbido entre los dientes; Bigman aulló de sorpresa. Mindes no dijo nada.

Una sección del horizonte resaltaba vivamente contra una nacarada sección del cielo. Cada una de las irregularidades de aquella parte del horizonte resaltaba claramente. Encima de ella, el cielo mostraba un suave resplandor, que se desvanecía con la altura, hasta una tercera parte de la distancia al cenit. El resplandor consistía en brillantes y curvadas franjas de pálida luz.

—Esa es la corona, señor Jones —dijo Mindes.

A pesar de su asombro, Bigman no olvidaba su propia concepción de las conveniencias. Gruñó:

—Llámeme Bigman. —Después dijo—: ¿Se refiere a la corona que hay alrededor del Sol? No pensaba que fuera tan grande.

—Tiene un millón y medio de kilómetros de altura, o quizá más —dijo Mindes—, y nosotros estamos en Mercurio, el planeta más cercano al Sol. En este momento sólo nos separan unos cuarenta y cinco millones de kilómetros del Sol. Usted es de Marte, ¿verdad?

—Allí he nacido y allí me he criado —dijo Bigman.

—Bueno, si ahora pudiera ver el Sol, comprobaría que es treinta y seis veces más grande que visto desde Marte, al igual que la corona. Así pues, es treinta y seis veces más brillante.

Lucky asintió. El Sol y la corona serían unas nueve veces más grandes que vistos desde la Tierra. Y la corona no podía verse desde la Tierra a no ser en períodos de eclipse total. Bueno, Mindes no había mentido del todo. Había hermosos panoramas que ver en Mercurio. Intentó completar la corona, imaginarse el Sol que ésta rodeaba y que estaba oculto justo debajo del horizonte. ¡Sería un panorama maravilloso!

Mindes prosiguió, con una inconfundible amargura en la voz:

—Llaman a esta luz «el fantasma blanco del Sol»

Lucky dijo:

—Me gusta. Es una frase muy lograda.

—¿Muy lograda? —replicó violentamente Mindes—. Yo no lo creo así. Se habla demasiado de fantasmas en este planeta. Es un planeta maldito. Aquí no hay nada que vaya bien. Las minas no... —Su voz se desvaneció. Lucky pensó: «Dejaremos que se calme» En voz alta dijo:

—¿Dónde está ese fenómeno que íbamos a ver, Mindes?

—Oh, sí. Tendremos que andar un poco. No es muy lejos, considerando la gravedad, pero será mejor que tengan cuidado. Aquí no tenemos caminos, y el resplandor coronario puede resultar muy desconcertante. Sugiero que encendamos las luces de los cascos.

Encendió la suya mientras hablaba, y un haz de luz surgió por encima de la placa de recubrimiento, convirtiendo el terreno en un áspero conjunto de remiendos amarillos y negros. Otras dos luces se encendieron, y las tres figuras se pusieron en marcha sobre sus botas aislantes. No hacían ningún ruido en el vacío, pero cada uno de ellos notaba las suaves vibraciones ocasionadas por cada paso en el aire dentro de su traje.

Mindes parecía reflexionar sobre el planeta a medida que andaba. Dijo, con voz baja y tensa:

—Odio Mercurio. Hace seis meses que estoy aquí, dos años de Mercurio, y ya estoy harto. Creía que no iba a estar más de seis meses; ahora ya ha pasado el tiempo y no se ha hecho nada. Nada. En este sitio todo son problemas. Es el planeta más pequeño. Es el más cercano al Sol. Sólo una de sus caras está expuesta al Sol. Por allí —y su brazo se extendió hacia el resplandor de la corona— está el lado iluminado, donde hay lugares en que el calor derrite el plomo y hace hervir el azufre. Por aquella otra dirección —su brazo volvió a extenderse— está la única superficie planetaria de todo el sistema solar que no ve nunca el Sol. No hay nada en ella que valga la pena.

Se detuvo un momento para saltar una grieta poco profunda, de unos dos metros de anchura, que había en la superficie, posible mente causada por un terremoto, que no podía cerrarse sin viento ni lluvia. Saltó con torpeza, como un terrícola que, incluso en Mercurio, se atiene a la gravedad artificial del Observatorio.

Bigman chasqueó la lengua con desaprobación al verlo. Él y Lucky dieron el salto sin hacer apenas otra cosa que alargar el paso.

Unos quinientos metros más lejos, Mindes dijo bruscamente:

—Podemos verlo desde aquí; hemos llegado justo a tiempo.

Se detuvo, tambaleándose hacia delante, con los brazos en cruz para recobrar el equilibrio. Bigman y Lucky se detuvieron con un pequeño salto que levantó una nube de polvo. La luz del casco de Mindes se apagó. Estaba señalando algo. Lucky y Bigman apagaron también sus luces y allí, en la oscuridad, donde Mindes había señalado, vieron una pequeña e irregular mancha blanca.

Era brillante, una luz solar más candente de lo que Lucky había visto jamás en la Tierra.

—Este es el mejor ángulo para verlo —dijo Mindes—. Es la cima de la Montaña Blanca y Negra.

—¿Es así como se llama? —preguntó Bigman.

—Sí. Comprenden por qué, ¿verdad? Está a la distancia justa del terminator... es la frontera entre la parte oscura y la parte iluminada.

—Ya lo sabía —dijo Bigman con indignación—. ¿Acaso cree que soy un ignorante?

—Yo me limito a dar las explicaciones. Hay este pequeño lugar alrededor del Polo Norte, y otro alrededor del Polo Sur, donde el terminator no se mueve mucho cuando Mercurio gira en torno al Sol. Ahora bien, en el ecuador, el terminator se mueve mil cincuenta kilómetros en una dirección durante cuarenta y cuatro días y otros mil cincuenta kilómetros de vuelta durante los próximos cuarenta y cuatro. Aquí no llega a moverse más de ochocientos metros, por lo cual éste es un lugar idóneo para un observatorio. El Sol y las estrellas están inmóviles.

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