El guardián de los arcanos (31 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

BOOK: El guardián de los arcanos
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13 de noviembre de 1938

Soc. Thule. Cena, Wewelsburg. Moral alta después acontecimientos de 9-10, WvS hace una broma sobre la «destrucción de las esperanzas judías». DH dijo que estarían aún más destruidas si lo de De Relincourt saliera bien, tras lo cual larga discusión sobre cátaros, etc. Faisán, champán, coñac. Disculpas de FK y WJ.

Una veloz comprobación reveló que Wewelsburg era un castillo del noroeste de Alemania, el cuartel general de las SS de Himmler; la Sociedad de Thule, una orden casi esotérica dedicada a la promoción de la mitología aria; los «acontecimientos de 9-10», la destrucción masiva de propiedades judías, denominada después
Kristallnacht
, y los cátaros, un nombre que ya había encontrado en otros artículos, una especie de secta herética cristiana que había florecido en los siglos XII y XIII (y, un dato muy interesante, especialmente activa en la región francesa del Languedoc). Las iniciales WvS, FK y WJ, por lo que pudo colegir, pertenecían a Wolfram von Sievers, Friedrich Krohn y Walter Jankuhn, académicos nazis y miembros de la Sociedad de Thule.

Todo era de lo más interesante. Por desgracia, sobre la única parte del extracto que necesitaba desentrañar, es decir, las iniciales DH y el significado de la frase «si lo de De Relincourt sale bien», carecía de más datos. No había número de contacto ni dirección de Jean-Michel Dupont, y tras media hora de zigzaguear por la red con la intención de aclarar la cuestión, llegó a la conclusión de que todo el asunto era otra pista falsa y tiró la toalla.

—¡Mierda! —masculló encolerizada, y dio un puntapié a la pata de la mesa—. ¿Qué coño estoy buscando? ¡Joder!

Ya era casi medianoche. Contempló la pantalla con la vista borrosa a causa del cansancio y después tendió la mano para cerrar el portátil, resignada a que no conseguiría encontrar mucho más aquella noche. En ese momento, más por pura rabia que por la convicción de lograr algo útil, tecleó una última combinación aleatoria de palabras en el campo de busca, como si sus dedos hubieran tomado la iniciativa: «Relincourt Francia tesoro nazis secreto judíos». Se detuvo una fracción de segundo para leer lo que había escrito y luego, más por puro reflejo que por una decisión razonada, sustituyó «Relincourt» por «Guillermo» y pulsó el icono de búsqueda.

Fue el primer resultado de la lista.

Sociedad Historiográfica de St. John's College... El profesor Magnus Topping, con el impresionante título de «El Pequeño Guillermo y el Secreto de Castelombres: un relato de nazis, tesoros...

www.joh.cam.ac.uk/historysoc/lent.html

El sitio, como indicaba el título, pertenecía a la Sociedad Historiográfica del St. John's College, de Cambridge, y consistía fundamentalmente en un largo y florido informe sobre los acontecimientos y actividades del trimestre anterior, la mayoría de los cuales, a juzgar por los j-pegs acompañantes de estudiantes ebrios con togas y pelucas naranja, tenían poco o nada que ver con el estudio de la historia. El penúltimo párrafo del informe decía así:

La última charla de este extraordinario trimestre de charlas (¡no, cornucopia de charlas!) fue pronunciada por nuestro nunca bien ponderado profesor Magnus Topping, con el impresionante título de «El Pequeño Guillermo y el Secreto de Castelombres: un relato de nazis, tesoros, cátaros y la Inquisición». En esta ilustrativa y colorida disquisición, el profesor Topping explicó que sus investigaciones de los anales de la Inquisición en el siglo XIII habían revelado un vínculo inesperado entre el legendario tesoro de los cátaros y el llamado «Secreto de Castelombres»; este último es un castillo de la región francesa de Languedoc donde, según la leyenda medieval, se hallaba un tesoro de valor incalculable, aunque de naturaleza desconocida. Desde este punto de partida se nos condujo a una fascinante excursión al mundo de los cultos mistéricos judíos, los arqueólogos nazis y los horrores sin cuento de la Inquisición católica (el Pequeño Guillermo era un interrogador particularmente brutal), y el efecto global no fue el del típico seminario de historia, sino más bien el de una intriga histórica absorbente y fascinante. Una velada de lo más memorable, ¡y más aún debido a la asombrosa consunción de una botella entera de Lagavulin a cargo de nuestro honorable orador! ¡Llorad, todos los que no acudisteis!

Al leer esto, la reacción inmediata de Laila fue reírse de la inmadura ampulosidad del estilo, además de experimentar cierta decepción por el hecho de que, al contrario de lo que había esperado, el Guillermo mencionado no tenía nada que ver con el que le interesaba. Era una señal de su cansancio y embotamiento, además de su escepticismo, después de una noche de dar vueltas en un lodazal de chorradas históricas, el que sólo tras una segunda lectura estableciera la relación entre el informe y su investigación. Y fue únicamente al leer el fragmento por tercera vez cuando, como un pájaro que alzara el vuelo ruidosamente desde un matorral, la palabra «Castelombres» le llamó la atención.

Castelombres. Languedoc. C.

Por un momento se quedó inmóvil contemplando el nombre y después, al tiempo que experimentaba una descarga de adrenalina, se puso a examinar las notas diseminadas sobre su escritorio, localizó la traducción de la carta codificada y la sostuvo bajo la lámpara, mientras sus ojos recorrían el texto: «Te la envío ahora con la certeza de que estará a salvo en C».

—Oh, Dios mío —susurró.

Repasó el informe una vez más, con gran detenimiento, tomó notas con letra cada vez más ilegible a causa del nerviosismo, a continuación trasladó la página web a su carpeta de favoritos y regresó a Google, donde tecleó «Castelombres» en el campo de búsqueda. Aparecieron seis resultados. Seleccionó el primero: «Genealogía de los condes de Castelombres». Durante un tiempo la pantalla quedó en blanco, después, como niebla disipada por una potente ráfaga de viento, empezó a tomar forma un árbol genealógico, más bien un arbusto, pues había menos de una docena de nombres en sus ramas, como jirones de follaje. El que le llamó la atención se encontraba en el centro.

Lo miró y remiró con mucha atención y después, con un grito agudo, tanto de alivio como de placer, dio un puñetazo sobre la mesa.

—¡Lo tengo! —gritó.

38

Pueblo de Queyeram, entre Luxor y Qus

—Los palestinos son nuestros hermanos en Alá. Tenedlo siempre presente. Sus sufrimientos no son lejanos ni abstractos. Son nuestros sufrimientos. Cuando sus casas son destruidas, son nuestras casas las que son destruidas. Cuando sus mujeres son violadas, son nuestras mujeres las violadas. Cuando sus hijos son asesinados, son nuestros hijos los que mueren.

La voz del
shayj
Omar Abd al-Karim, estridente y apasionada, resonaba en la mezquita del pueblo, una sencilla estancia de paredes encaladas desnudas y techo abovedado donde un círculo de ladrillos de vidrio coloreado filtraba y suavizaba el cegador sol de la mañana, de modo que una tenue luz submarina de tonos azules, verdes y grises neblinosos invadía la sala. Varias docenas de hombres, jóvenes en su mayoría,
fellahin
, vestidos con chilabas e
immam
, arrodillados en el suelo cubierto de esteras, contemplaban al orador en su púlpito, con las manos enlazadas sobre el regazo, los ojos brillantes de ira e indignación. Jalifa se hallaba en el umbral de la puerta del fondo, ni dentro ni fuera, y sus dedos jugueteaban con el bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

—Nuestro deber como musulmanes es oponernos a los
yahudiin
con todas nuestras fuerzas —continuó el
shayj
, con voz casi de falsete, mientras su dedo huesudo acuchillaba el aire—. Porque son una raza ignorante. Una raza codiciosa, mentirosa, asesina, enemiga del islam. ¿No fueron acaso los judíos quienes rechazaron al santo profeta Mahoma cuando fue a Yatrib? ¿Acaso no los maldice el sagrado Corán por su perversión e infidelidad? ¿Acaso los
Protocolos de los Sabios de Sión
no descubren su deseo de dominar el mundo, de convertirnos a todos en esclavos?

Era un hombre de edad avanzada, encorvado y de barba poblada, vestido con un caftán oscuro y un casquete de punto, con unas gafas de plástico apoyadas sobre el puente de la nariz. Hacía mucho tiempo se le había prohibido predicar en Luxor (menos por su antisemitismo, sospechaba Jalifa, que por sus ataques abiertos contra la corrupción del gobierno), de manera que limitaba sus actividades a las aldeas de la periferia y viajaba de pueblo en pueblo para esparcir su versión particular del fundamentalismo islámico.

—No puede existir acuerdo con los sionistas —gritaba, mientras descargaba un puño artrítico sobre el borde del atril—. ¿Habláis con la cobra que escupe? ¿Entabláis amistad con el toro furioso? No, hay que maldecirlos, expulsarlos, borrarlos de la faz de la tierra como la pestilencia que son. Es nuestro deber como musulmanes. Como dice el sagrado Corán: «Hemos preparado para los infieles un castigo ignominioso. Hemos dispuesto el infierno como prisión de los infieles».

Hubo murmullos de asentimiento por parte de sus oyentes. Uno de ellos, un muchacho con una sombra de barba en la barbilla y el labio superior, de unos catorce o quince años, agitó un puño en el aire y vociferó,
«Al-Maut li yahudiinh
(¡Muerte a los judíos!), coreado por el resto de la congregación, hasta que toda la sala tembló con los gritos de «¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!». Jalifa los miró con los labios apretados. Luego exhaló un suspiro y salió al atrio de la mezquita, donde se calzó los zapatos que había dejado junto con los demás, alineados en pulcras hileras como coches en un embotellamiento de tráfico. Se detuvo un momento y oyó que el
shayj
llamaba al
Yihad
, a la Guerra Santa contra los israelíes y todos aquellos que los apoyaban, y a continuación salió al ardiente sol de la mañana.

Estaba asqueado por lo que acababa de oír. ¿Cómo no iba a estarlo? Utilizar las enseñanzas del santo Profeta para incitar a la violencia y el odio, citar el Corán como justificación del fanatismo, los prejuicios y la intolerancia... Era algo que rechazaba con todas las células de su cuerpo. No obstante... no obstante...

¿Acaso no había una parte de él que también estaba de acuerdo? Una parte que, cuando escuchaba las noticias de otro palestino asesinado por los israelíes, de otra familia cuya casa habían destruido, de otro huerto arrasado por las excavadoras, también deseaba alzar el puño al aire, pedir venganza y destrucción a gritos, corear «¡Muerte, muerte, muerte!» junto con sus hermanos musulmanes.

Meneó la cabeza y, tras encender un cigarrillo, se acuclilló en un delgado gajo de sombra junto a la entrada de la mezquita. Jamás había experimentado tal confusión: sobre su adscripción, sobre sus creencias, sobre lo que debería creer. Incluso en sus momentos más desesperados (la abrumadora pobreza de su juventud, la muerte de sus padres y de su hermano mayor, el forzado abandono de sus estudios en la Universidad de El Cairo), siempre había existido un núcleo de certeza interior, una pizca de solidez y seguridad. Pero ahora cada giro de su investigación, cada senda por la que le conducía (judíos, israelíes, fundamentalistas), parecía abrir grietas más anchas en su persona. «Ve hacia lo que temes. —Eso le había dicho Zainab—. Investiga lo que no entiendas. Pues así maduras y te conviertes en una persona mejor.» Pero no se sentía madurar. Al contrario, más bien tenía la impresión de que todo se estaba desmoronando en su interior, fragmentándose como un espejo roto en una serie de partes constituyentes dentadas y contradictorias que, incluso cuando el caso se cerrara por fin, dudaba que fuera capaz de volver a unir en un todo armonioso.

Dio una calada al cigarrillo y contempló la polvorienta calle que se extendía delante de la mezquita. El pueblo se hallaba tan sólo a veinte kilómetros al norte de Luxor, pero bien podría decirse que pertenecía a otro mundo, un poblado destartalado de humildes viviendas de adobe y corrales llenos de maleza. El único edificio que daba una sensación de solidez o durabilidad era el que tenía detrás. Con sus ropas de ciudad y las facciones del Bajo Egipto (piel pálida, pelo liso) destacaba como un pulgar hinchado entre los habitantes de piel más oscura y vestimenta tradicional de Saidi, un hecho que sólo contribuía a intensificar su sensación de distanciamiento e incomodidad.

—Maldita sea —masculló, abatido.

Transcurrieron otros veinte minutos antes de que el sermón llegara a su fin. La congregación recitó la
shahada
, cantó
«Al-salamu aleikum wa Ramat Allah»
y empezó a salir al porche delantero para calzarse. Jalifa se puso en pie, volvió a quitarse los zapatos, los dejó caer en el porche y empezó a abrirse paso entre la muchedumbre hasta el interior de la mezquita, sin hacer caso de las miradas suspicaces que le lanzaban. El
shayj
había bajado de su púlpito y se hallaba al fondo de la sala, apoyado en un bastón, hablando animadamente con un pequeño grupo de seguidores. Jalifa sabía muy bien los peligros de abordarle así. Unos años antes, los partidarios del
shayj
habían propinado una buena paliza a un par de policías de paisano que habían intentado infiltrarse en una de sus reuniones, cerca de Qift. La alternativa era presentarse con un furgón lleno de uniformes y detener al hombre, un acto de provocación que, teniendo en cuenta la popularidad del
shayj
y la naturaleza independiente de estos pueblos alejados, habría provocado graves disturbios. Jalifa prefería una opción menos ofensiva, aun cuando entrañara un elemento de riesgo personal.

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