El guardián de los arcanos (55 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

BOOK: El guardián de los arcanos
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—Si eso sucediera, créame, nos lanzaríamos de cabeza al vacío y ningún proceso de paz conseguiría rescatarnos.

El cigarrillo de Jalifa se había consumido en su mano y una tenue excrecencia de ceniza colgaba del extremo. Algo se avecinaba, lo presentía. Algo que no quería oír.

—Al-Mulatham desconoce la existencia de la Menorah —murmuró—. Hoth murió antes de que pudiera decírselo.

Marsudi negó con la cabeza.

—No estamos seguros. Sabemos que Hoth hizo todo cuanto pudo por ponerse en contacto con al-Mulatham. Tal vez fracasó, pero tal vez no. Tal vez al-Mulatham está buscando la Menorah en este mismo momento. Tal vez otros la estén buscando. No podemos correr ese riesgo.

Jalifa tenía la garganta seca y el estómago encogido. Intuía que le estaban manipulando. Se sentía acorralado, como cuando era niño y una pandilla de chicos mayores le perseguía por las calles apartadas de Giza y al final siempre le alcanzaban y apaleaban.

—¿Por qué me cuentan todo esto? —repitió.

Se oyó un resoplido en el fondo de la habitación.

—¿Por qué cojones cree que se lo están contando?

Era la primera vez que Ben Roi hablaba.

—Fue usted quien empezó este rollo. Ahora, ayude a concluirlo.

Jalifa paseó la mirada alrededor. Sentía un latido en la frente, como si hubiera algo vivo en su interior que estuviera golpeándole las sienes.

—¿Qué quiere decir «ayude a concluirlo»? ¿Por qué me han traído aquí? ¿Qué está pasando?

Habló en tono desesperado. Gulami se quitó las gafas, las miró y volvió a ponérselas. Como Milan, su rostro adquirió de repente una expresión cansada y tensa.

—Hay que encontrar la Menorah, inspector —dijo en voz baja—. Y deprisa. Hay que encontrarla sin que nadie más se entere de que todavía existe.

Siguió una pausa, mientras Jalifa asimilaba las palabras. Después se levantó.

—No.

Fue casi un grito, que le sorprendió por su vehemencia, pero fue incapaz de contenerse, incluso delante de alguien tan poderoso como Gulami. No quería participar en esto. No quería saber nada de Israel, el judaismo, las menorahs... Desde el primer momento no había querido saber nada, pese a lo que Zainab había dicho acerca de investigar lo que no se comprende, madurar y convertirse en una persona mejor. Lo único que deseaba, lo único que siempre había deseado, era llevar una vida discreta, normal, vulgar, estar con su familia, seguir trabajando, ir ascendiendo. Pero esto... Era demasiado grande, demasiado grande para él.

—No —repitió al tiempo que negaba con la cabeza.

—¿Qué coño quiere decir «no»?

Ben Roi había avanzado un paso, con los ojos encendidos. Jalifa no le hizo caso y habló a Gulami.

—Soy un policía. Esto... ¡no tiene nada que ver conmigo!

—Todo lo contrario —replicó, airado, Ben Roi—. ¿Es que no ha escuchado?

Jalifa siguió sin hacerle caso.

—No es mi responsabilidad. No quiero mezclarme en esto. No quiero implicarme.

—¿Qué coño le importa a nadie lo que quiera usted? —gritó Ben Roi, con la cara congestionada—. Hay cosas más importantes en juego.

—Por favor, Arieh. —Milan intentó apoyar una mano sobre el hombro de Ben Roi, pero este se zafó.

—¡Quién coño se cree que es!

—¡Arieh!

—«No quiero implicarme.» ¿Quién se cree que es este moraco? ¡Vaya morro!

Jalifa giró en redondo, con los puños apretados. No solía perder los estribos, sólo le había ocurrido dos, tal vez tres veces en su vida, pero esta vez los perdió por completo.

—¡Cómo te atreves! —replicó enfurecido, sin importarle ya dónde ni con quién estaba—. ¡Cómo te atreves, arrogante hijo de puta judío!

—¡Jalifa!

Tanto Gulami como Marsudi se pusieron en pie.

—Ben Zohna!
—rugió Ben Roi, y se lanzó hacia delante agitando los brazos—. ¡Hijo de puta! ¡Voy a matar a este cabrón!

Milan consiguió agarrarle de la chaqueta y retenerle. Marsudi se plantó ante Jalifa, que también estaba avanzando, y le sujetó por los hombros.

—Lech tiezdayen, zayin!
—gritó con desprecio Ben Roi, al tiempo que hacía un corte de mangas al egipcio—. ¡Que te den por el culo, capullo!

—Enta ghebee, koos!
—espetó Jalifa, quien también hizo un corte de mangas—. ¡Que te den por el culo, maricón!

Hubo más insultos e imprecaciones, mientras los dos hombres pugnaban por lanzarse el uno contra el otro, hasta que al final Gulami exclamó:
«Halas!
¡Basta!», y ambos enmudecieron, con la respiración entrecortada. Gulami, Marsudi y Milan se miraron con los labios apretados, y a continuación el ministro de Asuntos Exteriores ordenó a Jalifa que saliera de la casa y se calmara. Después de lanzar una mirada asesina a Ben Roi, el detective se encaminó hacia la puerta, la abrió y salió a la noche tras cerrar con un portazo. Dio dos profundas bocanadas de aire, limpio, fresco, reconfortante, y se dirigió a una fila de rocas negras dentadas que se hallaban a treinta metros, donde se sentó y encendió un cigarrillo.

Transcurrieron varios minutos. El mundo estaba sumido en el silencio, aparte del leve susurro de la brisa, el cielo sembrado de una número increíble de estrellas, como salpicaduras de pintura blancoazulada. Luego se oyó el crujido de la puerta al abrirse y el ruido de pasos sobre la grava. Alguien se detuvo detrás de él. Marsudi.

—Ezayek?
—preguntó el palestino al tiempo que apoyaba una mano sobre el hombro de Jalifa—. ¿Se encuentra bien?

El detective asintió.

—Ana asif
—murmuró—. Lo siento. No tendría que haber...

La mano de Marsudi le dio un apretón tranquilizador.

—Créame, eso no ha sido nada comparado con algunas de las cosas que este lugar ha oído en los últimos catorce meses. Vivimos tiempos difíciles. Es inevitable que se crucen palabras fuertes.

Volvió a apretarle el hombro y se sentó al lado de Jalifa. Siguió una larga pausa. El silencio que los rodeaba era absoluto, ese silencio que sólo se encuentra en los desiertos y en las cumbres de las montañas. Luego Marsudi señaló el cielo.

—¿Ve esa constelación de las cuatro estrellas brillantes? —preguntó—. Allí no. Sí, esa. La llamamos tanque. Esa línea de estrellas que hay debajo son las orugas, después está la torreta, y allí, el cañón.

Jalifa siguió el movimiento del dedo del palestino, que trazaba la forma poco a poco, y se dio cuenta de que recordaba vagamente la silueta de un tanque.

—Y allí... —añadió Marsudi moviendo la mano hacia otra constelación— ... el Kalashnikov. Fíjese, la culata, el cañón, el gatillo. Y allí... —Tomó el codo de Jalifa y le hizo girar—. Eso es la granada: cuerpo, brazo, espoleta. Todos los demás pueblos del mundo miran el cielo y ven belleza. Sólo en Palestina alzamos la vista y vemos objetos de guerra.

A lo lejos, un chacal empezó a aullar, pero el sonido se interrumpió apenas iniciado. Jalifa dio una calada al cigarrillo y se ciñó la chaqueta para protegerse del frío.

—No puedo hacerlo —susurró—. Lo siento, pero no puedo trabajar con ellos.

Marsudi sonrió con tristeza, echó hacia atrás la cabeza y escudriñó la noche.

—¿Cree que yo no siento lo mismo? Mi padre murió en una prisión israelí. Cuando tenía nueve años, vi volar por los aires a mi hermano, alcanzado por el proyectil de un tanque, justo delante de mí. ¿Cree que después de eso deseaba hablar con ellos, venir aquí y negociar? Créame, tengo más motivos para odiarlos que usted.

Siguió con la vista clavada en el cielo, la cara pálida como la de un muerto a la luz de la luna.

—Pero vine aquí —añadió con voz queda— y hablé con ellos. ¿Y sabe una cosa? Durante estos últimos catorce meses, Yehuda y yo nos hemos hecho amigos. Nosotros, que hemos dedicado toda la vida a luchar el uno contra el otro. Buenos amigos.

Jalifa terminó el cigarrillo y lo lanzó a las sombras. La colilla siguió ardiendo un momento, como la punta del cuerpo de una luciérnaga antes de fundirse con la oscuridad.

—Es Ben Roi —murmuró—. Si fuera otro... Pero Ben Roi... es peligroso. Lo veo en sus ojos. En sus movimientos. No puedo trabajar con él.

Marsudi asintió y hundió las manos en los bolsillos de los pantalones.

—¿Tiene mujer,inspector?

Jalifa asintió.

—Por lo visto Ben Roi iba a casarse.

—¿Y?

Siguió un breve silencio.

—Un mes antes de la boda, su prometida fue asesinada. Un atentado suicida. Al-Mulatham.

—Allahu akbar.
—Jalifa agachó la cabeza—. No lo sabía.

Marsudi se encogió de hombros, sacó las manos de los bolsillos y se dio unos golpecitos en los labios con el índice y el dedo corazón para pedir un cigarrillo a Jalifa. Éste sacó uno del paquete, se lo entregó y encendió. La llama del mechero iluminó por un momento el rostro delgado y hermoso del palestino, antes de que se sumiera en las tinieblas de nuevo.

—Dentro de seis días habrá un mitin en el centro de Jerusalén —dijo en voz baja—. Yehuda y yo hemos elegido ese mitin para dar a conocer lo que hemos estado haciendo aquí este último año. Presentaremos nuestras propuestas y anunciaremos la formación de un nuevo partido político, un partido mixto de israelíes y palestinos que buscará la cooperación y la paz, y que trabajará para llevar a la práctica nuestras propuestas. Como dijo Yehuda, las cosas tardarán años, generaciones en cambiar, pero creo que podemos conseguirlo, lo creo con sinceridad, a menos que la Menorah caiga en malas manos. Si eso sucede, todo nuestro trabajo, todas nuestras esperanzas, todos nuestros sueños...

Dio otra larga calada y clavó la vista en el suelo.

—Ayúdenos, inspector. De musulmán a musulmán, de hombre a hombre, de ser humano a ser humano... haga el favor de ayudarnos.

¿Qué podía decir Jalifa? Nada. Exhaló un profundo suspiro, restregó el suelo con el pie y asintió. Marsudi le tocó el hombro, enlazó un brazo en el suyo y le condujo de vuelta al edificio.

La reunión se prolongó una hora más. Casi toda la conversación corrió a cargo de Jalifa y Ben Roi, fría y formal, sin mirarse a los ojos, aportando toda la información que poseían sobre Hoth y la Menorah, con la intención de estrechar la búsqueda, desarrollar posibles líneas de acción. Los demás hombres intercalaron algún comentario, pero por lo demás escucharon en silencio mientras los dos detectives hablaban. Era pasada la medianoche cuando callaron por fin.

—Deberíamos abordar una última cuestión —dijo Milan, mientras apagaba su puro—. Esa mujer, al-Madani. ¿Qué hacemos con ella?

Gulami vació el contenido del vaso que sostenía en la mano.

—¿No puede permanecer detenida hasta que esto esté solucionado? —preguntó.

Marsudi negó con la cabeza.

—Es muy popular entre mi pueblo. Y muy querida. Mantenerla detenida atraería demasiada atención. Algo que no necesitamos en la actual situación.

—¿Entonces? —inquirió Gulami, que estrujó el vaso y lo arrojó al otro lado de la sala.

Nadie contestó. Tenían la vista perdida, absortos en sus pensamientos, mientras la estancia se llenaba de cuñas aterciopeladas de sombras a medida que las lámparas de queroseno se iban apagando. Transcurrió un minuto.

—Podría trabajar conmigo.

Era Ben Roi. Todos levantaron la vista.

—Sabe tanto como nosotros —añadió—. Lo de Hoth, el descubrimiento de la Menorah, tal vez más. Y comprende lo que ocurriría si al-Mulatham le pone las manos encima. Deberíamos utilizarla.

Parecía una propuesta razonable, de modo que Gulami, Marsudi y Milan asintieron. Sólo Jalifa parecía dudar; con el ceño fruncido, escrutaba el rostro de Ben Roi, observaba cómo se humedecía los labios con la lengua una y otra vez, un tic que había visto a menudo durante los interrogatorios policiales, cuando el interrogado estaba nervioso e intentaba ocultar algo. Aquí hay algo más, se dijo. Algo que no nos estás diciendo. No se trata de una mentira, pero... algo te llevas entre manos. ¿O acaso el hombre le desagradaba tanto que no podía aceptar la sinceridad de nada de lo que decía? Antes de que se decidiera, Gulami se puso en pie y dio por terminada la reunión.

Cuando se encaminaron hacia los helicópteros, Jalifa se descubrió andando detrás de Ben Roi, el cual le sacaba una cabeza y era casi el doble de ancho. Después de todo lo sucedido aquella noche, no sentía grandes deseos de hablarle, de tener el menor contacto con él, salvo lo absolutamente necesario para terminar el trabajo. No obstante, sus buenos modales se impusieron, de modo que se colocó a su lado y le dijo que, pese a lo ocurrido antes, lamentaba lo sucedido a su novia, pues él tenía mujer e hijos y no podía imaginar cómo sería perder a un ser querido. Ben Roi le miró, masculló un «Que te den por el culo» y se alejó.

—Una extraña coincidencia, ¿verdad? —La voz de Gulami les llegó desde la cabeza del grupo—. Un egipcio, un israelí y un palestino iniciaron todo este proceso. Ahora, su supervivencia depende de un egipcio, un israelí y un palestino. Me gusta pensar que se trata de una buena señal.

—Dios lo quiera —dijo Milan.

—Dios lo quiera —dijo Marsudi.

70

Campo de refugiados de Kalandia, entre Jerusalén y Ramallah

El sobre estaba esperando a Yunis Abu Jish cuando despertó al amanecer, deslizado bajo la puerta de su casa, si bien no tenía ni idea de quién lo había entregado, ni cómo ni cuándo. Dentro había una sencilla nota mecanografiada en la cual se le informaba de que su martirio tendría lugar al cabo de seis días. A las cinco en punto de la tarde de aquel día debía hallarse ante la cabina de la esquina entre las calles Abu Taleb e Ibn Jaldún de Jerusalén Oriental, donde recibiría las órdenes definitivas.

Leyó la nota tres veces y después, tal como se le indicaba, salió a la sucia y estrecha callejuela que había detrás de la casa y la quemó. Mientras el papel se retorcía, ennegrecía y transformaba en cenizas, experimentó unas náuseas repentinas. Se puso a gatas y empezó a vomitar.

T
ERCERA
P
ARTE
Tres días después
71

Luxor

—¿Qué es? ¿Qué han encontrado?

Jalifa se inclinó sobre la barandilla de la galería, nervioso y agitado.

—El armazón de una bicicleta, inspector —contestó una voz.

—¡Maldición! ¿Estás seguro?

—Creo que mis hombres saben reconocer una bicicleta.

—¡Maldita sea!

El detective escupió su cigarrillo a medio consumir y lo pisó, al tiempo que mascullaba frustrado por la última falsa alarma. Delante de él, inclinados con sus
turias
entre los restos del jardín de Dieter Hoth, cuyos pulcros arriates y césped inmaculado se veían ahora surcados por una serie de zanjas y montones de arena y barro, se hallaban cuatro docenas de trabajadores con chilabas manchadas de tierra. Habían estado cavando tres días con sus noches.
Gurnawis fellahin
, peones agrícolas de las aldeas de la orilla occidental del río Nilo, los mejores excavadores de Egipto. Si había algo enterrado en el jardín, serían ellos quienes lo desenterraran. Pero no habían encontrado nada, sólo un par de tuberías de cemento, los restos podridos de un antiguo
shaduf
de madera, y ahora, parte de una bicicleta. Era evidente que Dieter Hoth no había ocultado la Menorah allí. En el fondo, Jalifa siempre lo había sabido.

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