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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (41 page)

BOOK: El guardián invisible
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James miró a Amaia visiblemente confundido.

—Bueno, lo he supuesto, la verdad es que no me ha dicho que esté muerta, lo di por sentado. Ayer mismo supe lo que ocurrió en el hospital, cuando hablasteis de que entró en crisis, supuse que…

Amaia, ya más serena, se volvió para explicarse.

—Después de mi última visita, mi madre cayó en un estado catatónico en el que permaneció durante días, pero una mañana, mientras una enfermera se inclinaba sobre ella para ponerle el termómetro, se incorporó, la agarró por el pelo y le mordió en el cuello con tanta fuerza que le arrancó un trozo de tejido, que masticó y se tragó. Cuando las demás enfermeras acudieron, la enfermera estaba en el suelo y mi madre sobre ella no cesaba de golpearla mientras la sangre se derramaba por su cuello y por la boca de mi madre. La enfermera sufrió graves daños, la bajaron a quirófano, le pusieron varias transfusiones y salvó la vida porque se encontraba en un hospital. Tuvo suerte, aunque llevará una cicatriz en el cuello de por vida.

Flora la miraba clavando sus ojos cargados de desprecio en ella mientras en su boca se dibujaba un rictus tan duro y seco como un corte infligido por un hacha.

—Tuvimos suerte —continuó Amaia—, mi madre ingresó en una institución psiquiátrica por orden judicial y el hospital acabó como responsable civil subsidiario por no haber previsto el peligro en una paciente que ya estaba diagnosticada.

Miró a Flora a los ojos.

—Yo no pude hacer nada, no había nada que nosotras pudiéramos hacer a esas alturas, el juez fue el que lo decidió.

—Y tú estuviste de acuerdo —le soltó Flora.

—Flora —dijo Amaia armándose de paciencia—. Me ha costado mucho tiempo y dolor poder decir esto en voz alta, pero la
ama
quiere matarme.

—Oh, ¡estás loca!, pero además eres muy mala.

—La
ama
quiere matarme —repitió, como si haciéndolo pudiera conjurar ese mal.

James puso una mano sobre su hombro.

—Cariño, no debes hablar así, eso ocurrió hace mucho tiempo, pero ahora estás a salvo.

—Me odia —susurró Amaia como si no le hubiera oído.

—Sólo fue un accidente —repitió Flora, obcecada.

—No, Flora, no fue un accidente. Intentó matarme, sólo paró porque creyó que lo había conseguido, y cuando creyó que estaba muerta me enterró en la artesa de la harina.

Flora se puso en pie golpeando la mesa con la cadera y haciendo tintinear las copas.

—Maldita seas, Amaia. Maldita seas el resto de tu vida.

—El resto de mi vida no creo que lo sea más de lo que lo he sido hasta ahora —contestó Amaia con voz cansada.

Flora tomó su bolso, que colgaba en el respaldo de la silla, y salió dando un portazo. Víctor susurró una disculpa y salió tras ella visiblemente consternado. Cuando se hubieron marchado, todos quedaron en silencio incapaces de atreverse a decir nada que rompiera la tensión de la tormenta que parecía haberse abatido sobre ellos. Al fin fue James de nuevo el que intentó poner una nota de cordura en todo aquello. Abrazó a su mujer.

—Debería estar muy enfadado contigo por no habérmelo contado todo antes. Sabes que te quiero, Amaia, no hay nada que pueda cambiar eso, por eso me cuesta entender por qué no confiaste en mí. Sé que todo esto habrá sido muy doloroso para todas vosotras, y en especial para ti, Amaia, pero has de entender que en los últimos días he tenido más información sobre tu familia de la que había tenido en los últimos cinco años.

Engrasi dobló su servilleta cuidadosamente mientras decía:

—James, hay ocasiones en que el dolor es tan grande y está tan enquistado que uno desea y cree que se quedará así para siempre, escondido y callado, sin querer afrontar el hecho de que los dolores que no han sido llorados y expiados en su momento regresan una y otra vez a nuestras vidas como restos de un naufragio, van llegando a la playa de nuestra realidad para recordarnos que hay toda una flota fantasma hundida bajo las aguas que jamás nos olvida y que irá regresando poco a poco para esclavizarnos de por vida. No reproches a tu esposa el que no te lo haya contado. No creo que ni ella misma lo haya pensado con esa claridad ni una sola vez desde la noche en que ocurrió.

Amaia alzó la mirada, pero sólo dijo:

—Estoy muy cansada.

—Debemos terminar con esto, Amaia —rogó él—, y éste es el momento. Sé que es muy doloroso, pero quizá porque lo veo desde fuera, sin implicación emocional, creo que deberías planteártelo desde otro punto de vista. Es horrible lo que pasó, pero al final debes asumir que tu madre es sólo una pobre mujer desequilibrada, no creo que te odiase. Muchas veces los enfermos mentales se vuelven contra los que más quieren. Es verdad que te agredió, como agredió a aquella enfermera, como consecuencia de un ataque de locura que la desequilibró, pero no hubo nada personal en ello.

—No, James. La enfermera a la que atacó tenía una larga melena rubia y más o menos mi edad y complexión. Cuando entraron las demás enfermeras, mi madre la golpeaba mientras se reía y gritaba mi nombre. La atacó porque la confundió conmigo.

41

El teléfono atronaba con su molesto zumbido

—Buenas noches, inspectora.

—Ah, hola, doctora Takchenko —contestó ella reconociendo la voz—. No esperaba su llamada tan pronto… ¿Han revisado las imágenes?

—Sí, las hemos revisado —respondió, evasiva.

—¿Y?

—Inspectora, estamos en el hotel Baztán, acabamos de llegar desde Huesca y creo que debería pasarse por aquí cuanto antes.

—¿Están aquí? —Se sorprendió.

—Sí, debo hablar con usted personalmente.

—¿Es por las imágenes?

—Sí, pero no sólo por eso. Estamos en la habitación doscientos dos. —Y colgó.

El aparcamiento del hotel se veía inusitadamente tranquilo el domingo por la noche, aunque en la parte de atrás se veían varios coches aparcados junto a la entrada del restaurante. Las luces de la cafetería en la que se habían reunido en la ocasión anterior estaban medio apagadas, las sillas se veían boca abajo colocadas sobre las mesas y un par de mujeres fregaban el suelo. La adolescente que atendía la recepción del hotel había sido sustituida por un chico de unos dieciocho años con el rostro cubierto de acné. Amaia se preguntó de dónde sacaban a los recepcionistas. Como su predecesora, estaba absorto en un ruidoso juego
on-line
. Se dirigió a las escaleras sin detenerse, subió hasta el segundo piso y cuando entró en el pasillo encontró de frente la habitación doscientos dos. Llamó y la doctora le abrió de inmediato, como si hubiera estado esperando tras la puerta. La habitación era agradable y estaba bien iluminada. Sobre la cama, un ordenador portátil y dos carpetas con tapas de cartón marrón.

—Su llamada me ha sorprendido, no esperaba verles aquí —dijo Amaia a modo de saludo.

El doctor González la saludó mientras desenmarañaba unos cables, colocó un ordenador sobre el pequeño escritorio, lo encendió y lo giró hacia Amaia.

—Esta grabación corresponde al viernes pasado en el sector siete de observación. Coincide con el lugar donde hablamos el día que llegamos a Elizondo y donde usted dijo haber visto un oso. Las imágenes que va a ver están un poco desencuadradas, se debe a que siempre disponemos los objetivos en lugares altos, desde donde se puedan obtener planos abiertos y atendiendo a los senderos naturales del bosque, que son las rutas que por instinto toman los animales y que por norma general no coinciden con las que tomarían los humanos.

Accionó la grabación. Amaia pudo ver una porción del majestuoso hayedo; durante unos segundos, la imagen apareció estática, pero de pronto una sombra irrumpió en el plano, ocupando la parte superior de la pantalla. Amaia reconoció su plumífero azul.

—Creo que es usted —apuntó la doctora.

—Sí.

La figura pasó de parte a parte de la pantalla y desapareció.

—Bueno, ahora hay unos diez minutos sin nada, Raúl los ha pasado para que pueda ver lo que nos interesa.

Amaia fijó de nuevo su mirada en la pantalla y cuando lo vio sintió que el corazón le daba un vuelco. No lo había soñado, no había sido una alucinación producida por el estrés. Allí estaba, y no había lugar a dudas. Su figura antropomórfica medía más de dos metros, la fuerte musculatura se evidenciaba bajo la melena oscura que pendía desde su cabeza cubriendo una espalda fuerte y definida. La parte inferior del cuerpo estaba tan poblada de vello que parecía que llevase puestos unos pantalones de pelo de animal. Se entretenía en tomar pequeñas porciones de liquen de un árbol, estirando unos dedos largos y hábiles; se demoró así un minuto, después se volvió lentamente y alzó la majestuosa cabeza. Amaia quedó sobrecogida. Los rasgos recordaban a la cabeza de un felino, quizás un león. Las líneas de su rostro eran redondas y bien definidas, y la ausencia de hocico le daba un aire inteligente y pacífico. El vello que cubría el rostro era oscuro, y se ampliaba bajo la barbilla formando una tupida barba partida en dos guedejas que se extendían hasta la mitad de su vientre.

La criatura levantó muy despacio la mirada y la posó un instante en el objetivo de la cámara. Los ojos, con múltiples tonalidades ambarinas, quedaron congelados en la pantalla del ordenador cuando Raúl detuvo la grabación.

Amaia suspiró, abrumada por la belleza, el encanto y el significado de lo que acababa de ver, de lo que ahora estaba segura de haber visto. La doctora se acercó a la mesa y bajó la tapa del ordenador, liberando a la inspectora del influjo hechizante de aquellos ojos.

—Dígame, ¿es éste su oso?

Amaia la miró absorta, sin saber qué reacción esperar. Contestó, evasiva:

—Supongo que sí, no lo sé.

—Pues deje que se lo diga yo: no es un oso.

—¿Está completamente segura?

—Estamos —dijo mirando a su marido— completamente seguros, no existe ninguna raza de oso con esas características.

—Puede ser otro animal —sugirió Amaia.

—Sí, uno mitológico —respondió él—. Inspectora, yo sé lo que creo que es, la doctora también lo sabe. Dígame usted, ¿qué cree que es?

Amaia dudó, calibrando el efecto de la respuesta que acudía a su mente y a su boca. Parecían personas íntegras, pero ¿qué efecto podía tener algo así en ellos?

—Creo que no es un oso —contestó, ambigua.

—De nuevo veo que no se arriesga. Yo se lo diré. Es un basajaun.

Amaia suspiró una vez más, mientras la tensión se acumulaba en sus piernas imprimiéndoles un ligero temblor, que esperó fuera imperceptible para los doctores.

—De acuerdo —concedió—, independientemente de lo que sea esa criatura que hemos visto la pregunta es: ¿qué va a pasar ahora?

La doctora Takchenko se colocó junto a su marido y la miró.

—Inspectora, Raúl y yo dedicamos nuestra vida a la ciencia, tenemos una importante carrera con una beca de investigación y el objetivo principal de nuestro trabajo ha sido, es y será la defensa de la naturaleza y de los grandes plantígrados en particular. Lo que aparece en esta grabación no es un oso, no creo que sea un animal de ninguna clase; creo, como mi marido, que se trata de un basajaun. Y creo que el hecho de que las cámaras lo grabaran no es fruto de la casualidad ni de un descuido por parte de la criatura, como usted lo llama, sino que obedece al deseo de ese ser de mostrarse ante usted, y ante nosotros para llegar a usted. Puede estar tranquila, ni Raúl ni yo tenemos intención de hacer público este hallazgo. Seguramente haría polvo nuestras carreras, se cuestionaría su veracidad, porque estoy segura de que aunque pusieran una cámara en cada árbol no volverían a captar la imagen de esa criatura. Y lo que es peor, los montes se verían tomados al asalto por una marabunta de energúmenos buscando al basajaun.

—Hemos borrado la cinta original y sólo tenemos esta copia —dijo el doctor González abriendo el compartimento para discos del portátil y tendiéndole a Amaia un DVD con la copia de la grabación.

Ella lo tomó con sumo cuidado.

—Gracias —dijo—, muchas gracias.

Se quedó sentada a los pies de la cama con el DVD arrancando destellos de arco iris entre sus manos y sin saber muy bien qué hacer.

—Hay otra cuestión —dijo la doctora interrumpiendo sus pensamientos y sacándola de golpe de su ensimismamiento.

Amaia se puso en pie y tomó una de las carpetas de tapas marrones que la doctora le tendía. Abrió la tapa y vio que dentro había una copia de la analítica de la harina.

—¿Recuerda que le dije que efectuaría algún análisis más a las muestras que me dio?

Amaia asintió.

—Bien, pues practiqué en cada una de las muestras un análisis de espectrografía de masas. Es una analítica que no usamos inicialmente porque lo que queríamos era compararlas para establecer coincidencias, por eso usamos la HPLC; pero no habiendo obtenido resultados me decidí por esta prueba, en la que se obtiene un desglosamiento mineral completo estableciendo cualquier tipo de presencia y evidenciando todos y cada uno de los elementos que forman cada muestra. ¿Me sigue? —Amaia asintió, expectante—. Como le he dicho, de poco nos hubiera servido inicialmente un análisis tan minucioso cuando de lo que se trataba era de establecer una simple coincidencia.

Amaia se impacientaba, pero esperó en silencio.

—Volví a analizar cada muestra y en una de ellas hay una coincidencia parcial en muchos de sus elementos.

—¿Qué significa eso?

—Significa que los elementos de la muestra del pastelito estaban presentes en una de las harinas, pero unidos a otros que no estaban en el pastel.

—¿Y qué explicación puede tener eso?

—Una muy simple: que la muestra que usted me trajo tuviese mezclados dos tipos de harina. La del pastelito y otra.

—¿Y eso podría ser porque…?

—Porque en el mismo recipiente donde estuvo la harina con la que se elaboró el pastel se habría depositado otra clase de harina posteriormente, sin tener la precaución de retirar antes todos los restos de la anterior, de modo que, si bien la harina no coincide y las cantidades en las que aparece están muy diluidas y son prácticamente inapreciables, no por eso dejan de estar ahí. Y al cromatógrafo no se le escapa nada.

Amaia comenzó a pasar las hojas con los gráficos; las columnas de colores se mezclaban dibujando formas caprichosas.

—¿Cuál es? —preguntó apremiando.

La doctora se puso a su lado, tomó el informe y pasó las hojas cuidadosamente.

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