El hijo del desierto (62 page)

Read El hijo del desierto Online

Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El hijo del desierto
9.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Alguien tendrá que consumar el matrimonio para que éste resulte válido —se justificaba—. Si sabré yo de eso.

Viendo cómo el novio repartía abrazos de agradecimiento a diestro y siniestro, copa va y copa viene, dando ya los primeros traspiés, justo era considerar las palabras del juez. Aquel hombre no iba muy desencaminado. Su vista certera ya había reparado en los primeros tropezones del escriba, que parecía desatado.

Isis, por su parte, se sentía tan fuera de lugar como era de esperar en una jovencita a quien sacan de su pueblo para instalarla en un palacio repleto de voraces egoístas. Say, que se mantenía muy digna, la animaba diciéndole que todo aquello pasaría en unas horas, y que luego ella sería la señora de tan maravillosa villa. Como su esposo dormía en un sillón, fulminado por la alta graduación de un vino al que no estaba acostumbrado, ella se sentía despreocupada, pues con Ahmose nunca se sabía; era muy capaz de decir alguna inconveniencia, o de coger a algún despistado y torturarlo con sus acostumbradas batallitas. Sólo cuando éste empezó a roncar se molestó la señora, pero enseguida lo movió un poquito y Ahmose terminó por callarse.

—Éste será el día más feliz de tu vida —le señalaba a su hija—. Si supieras cómo te envidio. Ahora que estás casada tienes que saber algunas cosas —continuó como en secreto—. Este tipo de hombres de cierta edad suele ser refinado y aficionado a las procacidades. No te asustes si te pide que hagas algo que se salga de lo normal. Debes ser tú la que tomes la delantera para amarrarle con tus juegos de alcoba. Tal y como si lo llevaras atado con un ronzal de acá para allá. Si lo haces bien, conseguirás de él cuanto te propongas.

Isis miró a su madre con los ojos muy abiertos.

—¿Y tú cómo sabes eso?

—¡Ay, hija mía! Nosotras, dentro de nuestras posibilidades, hacemos cuanto podemos para sobrevivir. Todos los hombres tienen su lado vulnerable, y es por ahí por donde debemos hacernos fuertes. Claro que no siempre lo logramos. Hay algunos que resultan imposibles de manejar.

—¡Mamá, hablas de ellos como si fueran reses! —exclamó Isis escandalizada—. Con lo bueno que es papá.

—En eso tienes razón, hija mía. Mi Ahmose ha sido un esposo ejemplar aunque, como bien sabes, en ocasiones haya sentido ganas de tirarlo al río. Ya conoces lo cabezón que es.

—¡Mamá!

—Hazme caso que sé lo que te digo. Contenta a tu marido en el lecho y tendrás mucho ganado. Y ahora saluda al visir, que viene directo hacia nosotras. Recuerda que ya es tu primo.

No hizo falta que pasara mucho tiempo para que Isis se percatara de que su madre sabía bien de qué hablaba. En cuanto los invitados abandonaron la casa, su marido le mostró cuáles eran sus intenciones. Merymaat no veía el momento de retirarse con su grácil mujer, y hubo de emplearse a fondo para conseguir que el juez se despidiera de una vez, pues se resistía a marcharse.

En cuanto se vio a solas con ella, la excitación se apoderó del escriba, tal y como le había ocurrido desde el primer momento en que la viera. Mas como había bebido en exceso, una súbita congestión se le vino a la cabeza, y tuvo que sentarse como para coger fuerzas. Isis lo observó sin saber qué hacer, pero enseguida su marido, que parecía respirar con cierta dificultad, se levantó con el propósito de tomar lo que era suyo. Con manifiesta torpeza logró despojarla de sus ropas, y cuando aquel cuerpo desnudo apareció ante sus ojos, Merymaat creyó que sus fuerzas flaqueaban. Lo que veía superaba todas sus expectativas: ¡qué pechos! —erguidos como dos pequeñas colinas en el desierto—, ¡qué vientre!, ¡qué caderas! Y luego estaba aquella pequeña hendidura, preludio de goces excelsos, donde el placer supremo lo esperaba después de tantos años, para unirse a él en una comunión de la que estaba decidido a disfrutar hasta caer extenuado. Al ver a Isis desnuda creyó que nunca se saciaría de ella, y como si sufriera una especie de locura, se arrancó sus propias ropas para seguidamente abalanzarse sobre ella, gimiendo con desesperación.

Al principio Isis se asustó al ver la humanidad que se le venía encima. Al sentir cómo le chupaba los pezones sintió repugnancia, pero trató de reconducir la situación acariciándole para que se tranquilizara. Merymaat parecía estar desesperado, y sus manos le apretaban las nalgas y sus tersos muslos entre gemidos y palabras inconexas. Luego, súbitamente, éste volvió a reparar en el pequeño pozo donde le aguardaban los mayores deleites y poniéndose de rodillas, abrió las piernas de su esposa para extasiarse ante su vista.

Durante unos instantes el tiempo pareció detenerse. Merymaat observaba como hipnotizado aquel manjar digno de los dioses que éstos se avenían a ofrecerle. Mas al punto el escriba inspector volvió a gemir, y frotándose con nerviosismo su pequeño miembro se dispuso a penetrar a la joven. Al ver el estado de excitación de su esposo, Isis alargó una mano para conducirle convenientemente. Cogió su pene con delicadeza y lo situó con cuidado donde debía, introduciéndolo poco a poco. Entonces Merymaat comenzó a bizquear de forma extraña, y acto seguido llegaron las convulsiones. Ella notó cómo su marido se aflojaba y eyaculaba sin haber efectuado ni un solo movimiento. Tras unos momentos de jadeos, el escriba se separó de ella para mirarla como un idiota, y luego cayó tendido a su lado, con su enorme vientre fluctuando arriba y abajo, mientras respiraba con dificultad.

Al poco se quedó dormido, e Isis observó cómo sus mofletes se movían con los primeros ronquidos.

Así había sido su noche de bodas. Entre ella y su esposo no habían llegado a cruzar ni una sola palabra.

* * *

En cierto modo aquella noche marcaría el futuro que esperaba a la pareja. Merymaat estaba obsesionado con su joven esposa, y se mostraba como aquel que es incapaz de saciar su sed ni en el manantial de aguas más claras. Colmó de regalos a Isis, y la cubrió de joyas para que toda la ciudad se rindiera ante su belleza. Mandó construir para ella un palanquín de ébano, oro y marfil a los mejores orfebres de Tebas, y cuatro nubios hercúleos la paseaban como si sacaran en procesión a la mismísima Hathor. Cualquier cosa que ella deseara le era concedida al momento, y a no mucho tardar en toda la capital la gente sólo hablaba de aquella diosa reencarnada que recorría las calles exhibiendo su belleza.

Tal y como esperaba Say, enseguida su familia se vio beneficiada por aquella unión. Su hijo fue ascendido a comandante por intercesión directa del visir, un rango que jamás habría estado a su alcance por muchos méritos de guerra que hubiera hecho. Era la puerta que daba acceso a las altas jerarquías militares, y Say estaba segura de que algún día llegaría a general. La dama en verdad que no andaba muy desencaminada, ya que no pasó mucho tiempo antes de que a su hijo lo nombraran instructor en la Escuela de Oficiales de Menfis. Éste era un destino muy codiciado, pues los oficiales solían estar en contacto con los príncipes y otros miembros de la casa real, con los que a menudo terminaban por crear vínculos que les eran muy provechosos en su futuro.

Sin ir más lejos, ella misma poseía esclavas, y ya nunca tendría que preocuparse por su vejez. Su visita a la capilla conocida como «La Oreja que Escucha» no podía haber sido más fructífera. Ahora era a Amón a quien veneraba, pues en verdad que los había tocado con su gracia.

Sin embargo, más allá de aquellas venturas con las que habían sido agraciados, poco había. Isis se había instalado en una jaula de oro de la que nunca podría salir. Eran tales las servidumbres que alimentaba la joven, que en vez de ceder a su primer impulso y marcharse, optó por acomodarse de la mejor manera posible a su nueva vida.

Noche tras noche su marido acudía a su lecho con el ánimo de poseerla, pero indefectiblemente el escriba se veía incapaz de consumar el acto de manera apropiada. Sin poder contenerse eyaculaba al comenzar a penetrar a su esposa, y otras veces bastaba que ésta le cogiera el miembro con el fin de guiarle para que éste se derramara en su mano.

Al principio Isis se apiadó de su marido, pero según fue conociendo su auténtica naturaleza llegó a la conclusión de que la Gran Maga, en la que tanto creía, castigaba a aquel hombre vil y deleznable con no poder satisfacer el mayor de sus deseos. Al verle consumirse en su ansiedad, comprendió que de buena gana Merymaat hubiera cambiado todo cuanto poseía por conseguir sus anhelos; mas ella misma terminó por adaptarse a aquella situación, como a todo lo demás.

En realidad su convivencia se limitó, con el tiempo, a aquellos frustrantes encuentros y a las pequeñas conversaciones que a veces mantenían. Isis no tenía nada en común con su marido, y éste no demostraba un excesivo interés en hablar con ella. Fuera de las fiestas a las que acudían juntos, sus conversaciones eran prácticamente inexistentes. Merymaat se limitaba a cubrir con generosidad todas las necesidades de su esposa, sin importarle en absoluto cuál era su opinión acerca de las cosas. Al principio, Isis pensó que semejante comportamiento podía deberse a la vergüenza que su esposo sentía al no poder satisfacerla, pero pronto comprendió que el corazón de su marido se hallaba envilecido. Descubrió que aquel hombre había desarrollado una profunda misoginia, y que no le preocupaba lo más mínimo el que ella estuviera o no satisfecha. Isis formaba parte de sus pertenencias, quizá como el mayor de sus trofeos, y el exhibirla adecuadamente significaba el alimento para un ego que parecía insaciable. Su monstruoso egoísmo era tan grande como las ciclópeas pirámides de los tiempos antiguos; además, era un déspota insoportable y su crueldad se ponía de manifiesto en cuanto tenía oportunidad.

Con el paso de los años aquel tipo de conducta se convirtió en algo usual. Los esposos vivían bajo el mismo techo, pero sus caminos se encontraban tan apartados como Menfis lo estaba de Asuán. A Merymaat tal circunstancia no le preocupaba. Su influencia y poder habían aumentado aún más, y por motivo de sus múltiples funciones debía ausentarse con relativa frecuencia de su casa. Isis llegó a bendecir aquellas ausencias, aunque la amargura fuera corroyendo su ánimo poco a poco hasta llegar a borrar aquella sonrisa que ella acostumbraba a regalar con generosidad. Al cumplir los dieciocho años, pensó que lo mejor sería divorciarse, y tuvo una fuerte discusión con su madre por este motivo.

—¡Estás loca! —exclamó ésta al escuchar semejante posibilidad—. Lo que dices es imposible.

—¡Ya no aguanto más! —le replicó Isis desesperada—. Tengo dieciocho años y ya estoy muriendo un poco cada día.

—¿Que no aguantas? —le contestó Say escandalizada—. ¿Acaso no ves lo afortunada que eres? Mira a tu alrededor. La desgracia se aloja por doquier. Así es la vida. Nadie tiene todo cuanto desea.

—Al menos liberaré a mi
ba
de la peor de las miserias, la que procede de nuestro interior. Cuando escucho a las gentes humildes cantar en su trabajo, siento envidia, madre.

Say lanzó una carcajada.

—Está claro que no sabes lo que dices. El sol de esta mañana ha debido de trastornarte el conocimiento. ¿Tienes idea de cuántas mujeres se cambiarían por ti?

—Eso no me interesa, yo no soy como la mayoría.

—Da igual cómo seas, hija mía. El hecho es que ya no puedes hacer nada para cambiar tu destino. Incluso si solicitaras el divorcio los magistrados no te lo concederían. ¿Crees que tu marido iba a permitir un escándalo semejante? Su poder te sobrepasa a ti y nos sobrepasa a todos, y es mejor que comprendas que debes amoldarte a la situación. Si se lo propusiera, Merymaat podría destruirnos con suma facilidad.

Isis la miró desesperada.

—Hazme caso y disfruta de todo aquello que los dioses te han regalado. Tal vez deberías hacer una visita al templo de Karnak. Puede que el Oculto esté molesto por no haber ido a agradecerle sus favores; quizás entonces todo se reconduzca. Pero escúchame bien, sólo si te acomodas convenientemente sobrevivirás.

Al poco de mantener aquella conversación su padre fue llamado por el Tribunal de Osiris. Una tarde apareció muerto a la puerta de su casa, y aquello impresionó tanto a la joven Isis que la llevó a olvidarse de todas sus penas durante un tiempo. Al enviudar, Say se fue a vivir con su hija, y esto ayudó a la joven a sobrellevar mejor su vida. Isis ya era toda una mujer, y en la ciudad empezaron a circular los primeros rumores respecto al hecho de que todavía no fuera madre.

—Merymaat ha vuelto a las andadas —comentaban maliciosos los que lo conocían.

—Con semejante beldad en casa es inaudito que no haya sido padre a estas alturas.

—Ya os dije durante el banquete de bodas que era conveniente que me quedara hasta el final, ¿recordáis? —indicó el viejo juez que aseguraba conocerlo tan bien.

Sus contertulios reían tales gracias, y como ocurriera en los tiempos pretéritos otra vez circularon chistes y chanzas, chismes y bulos asombrosos. Había quien afirmaba que la joven esposa visitaba a las hechiceras en busca de conjuros con los que solucionar el mal de su marido, y no eran pocas las mujeres que la culpaban de lo que ocurría.

—A mí se me iba a resistir —chismorreaban—. A su edad, y con su belleza, yo ya le habría dado tres hijos por lo menos, y lo tendría agotado.

Tales chacotas acabaron por llegar a oídos de la pareja y, como ya ocurriera en el pasado, Merymaat montó en cólera, y sus subordinados hubieron de soportar el peor de los tratos que les podía dispensar. Los bastonazos se hicieron habituales, ya que se aficionó mucho a ordenar este castigo, sobre todo entre aquellos que no entregaban el volumen de grano exigido en sus cosechas.

Su mal humor ya no le abandonaría jamás, y en su casa volvió a refugiarse en los excesos de la mesa, y a buscar sus antiguas aficiones.

Primero le dijo a su esposa que quería observarla en la intimidad, tal y como si él no estuviese. A Isis aquello le pareció ridículo, pero su corazón ya no sentía ningún aprecio por aquel hombre, por lo que le daba lo mismo que estuviera o no delante mientras se desnudaba.

Merymaat se manoseaba en silencio, y el sórdido sufrimiento al que estaba condenado llegaba hasta ella, que, sin embargo, terminaba por dormirse como si su esposo no fuera ya más que parte del mobiliario de su alcoba.

Isis optó por pasar la mayor parte del día fuera de aquella villa que detestaba. Volvió a recorrer los hermosos campos que tanto le gustaban, y a disfrutar de la vida que abarrotaba el Valle en todas sus formas. Sin embargo, con el tiempo su situación empeoró. Una noche Merymaat le dijo que quería verla copular con un extraño, que sólo así podría excitarse de nuevo. Isis pensó que su marido había perdido la razón y se negó, pidiéndole que se marchara de allí. Entonces él la amenazó, y ambos se insultaron a voces. Fue tal el escándalo que se formó que los criados aguardaban atemorizados en el pasillo por si ocurría una desgracia.

Other books

Falling Apples by Matt Mooney
The Damned by Andrew Pyper
Their Christmas Bride by Vanessa Vale
The Theft of Magna Carta by John Creasey
No Honor in Death by Eric Thomson
The Wind and the Spray by Joyce Dingwell