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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (25 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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Así crrieron por espacio de ocho largas horas los fugitivos, hasta que llegaron a Orleans.

Eran las cuatro de la tarde, y Aramis, al interrogar sus recuerdos, dio por cierto que toda persecución era imposible. Admitiendo la persecución, que, por otra parte, no era manifiesta, los fugitivos tenían una ventaja de cinco horas sobre sus perseguidores.

Para Herblay, no habría sido imprudente descansar, pero seguir adelante era asegurar la partida.

Dio, pues, a Porthos el disgusto de montar nuevamente a caballo, y ambos devoraron el espacio hasta las siete de la tarde, hora en que se apearon en una venta.

No les faltaba más que una posta para llegar a Blois; pero un contratiempo diabólico vino a sembrar la alarma en el corazón de Aramis. En aquella posta no había caballos.

El prelado se preguntó por qué infernal maquinación sus enemigos habían conseguido quitarle el medio de ir más alá, a él que no tenía por Dios al acaso y veía en todo resultado una causa. Pero en el instante en que iba a dar rienda a su enojo para obtener una explicación o un caballo, se le ocurrió una idea: se acordó de que el conde de La Fere vivía en las cercanías.

—No viajo ni hago posta entera —dijo Herblay al maestro de postas—. Dadme, pues, dos caballos para ir a visitar a un señor amigo mío que mora no lejos de aquí.

—¿Qué señor? —preguntó el maestro de postas.

—El señor conde de La Fere.

—¡Ah! —repuso el maestro descubriéndose con respeto—. No puedo proporcionaros dos caballos, pues todos los tiene acaparados el señor duque de Beaufort.

—¿El señor duque de Beaufort? —repuso Aramis con disgusto.

—Con todo —continuó el maestro de postas—, si os place serviros de un carretón, haré enganchar a él un caballo ciego al que sólo le quedan los remos, y así podréis llegar a casa del señor conde de La Fere.

—Esto vale un Luis —repuso Herblay.

—No, señor, sino un escudo.

—Os daré un escudo, pero eso no menoscaba para nada mi derecho a daros un luis por vuestra buena ocurrencia.

—Está claro —repuso lleno de alegría el maestro de postas.

El maestro de postas encargó a uno de sus mozos de cuadra que condujera los forasteros a La Fere.

Porthos se sentó en la carreta, junto a Aramis, y dijo al oído de éste:

—Comprendo.

—¡Ah! —replicó Aramis—. ¿Y qué comprendéis, mi buen amigo?

—Vamos de parte del rey a hacer una proposición de grande importancia a Athos.

—¡Psé!

—No me digáis nada —añadió Porthos procurando hacer contrapeso para evitar los tumbos de la carreta—, no me digáis nada; adivinaré.

—Eso es, adivinad.

A las nueve de la noche y a la claridad de una luna despejada, Porthos y Aramis llegaron a casa de Athos.

Porthos y su compañero se apearon a la puerta del pequeño castillo, que es donde vamos a encontrar de nuevo a Athos y a Bragelonne, desaparecidos ambos después del descubrimiento de la infidelidad de Luisa.

Si hay una máxima verdadera, es la que reza que los grandes dolores encierran en sí el germen de su consuelo. En efecto, la dolorosa herida abierta en el corazón de Raúl, acercó a él a su padre y Dios sabe si eran dulces los consuelos que manaban de los elocuentes labios y del alma generosa de Athos. Sin embargo, no siempre Raúl comprendía a su padre; y es que para el corazón verdaderamente enamorado, nada reemplaza el recuerdo y el pensamiento del objeto amado. Entonces decía Raúl a su padre:

—Señor, cuanto me decís es cierto: creo firmemente que no hay quien haya sentido más quebrantado el corazón que vos; pero vos sois demasiado grande por lo que atañe a la inteligencia, y excesivamente probado por la desventura, para no ser indulgente con la debilidad del soldado que padece por la primera vez. Pago un tributo que no volveré a pagar; por lo tanto, toleradme que me abisme cuando pueda en el dolor, que sumergido en él me olvide de mí mismo y se anegue mi corazón.

—¡Raúl! ¡Raúl!

—Escuchad, señor; nunca me acostumbraré a la idea de que Luisa, la más casta y candorosa de las mujeres pueda haber engañado de manera tan vil a un hombre tan honrado y tan amante como yo; nunca acertaré a resolverme a ver aquel rostro apacible y angelical convertido en cara hipócrita y lasciva. ¡Luisa perdida! ¡Luisa infame! ¡Ah!, señor, esto es para mí más doloroso que mi desventura, que su abandono.

Athos entonces echaba mano del remedio heroico; defendía a Luisa contra Raúl, y justificaba su perfidia con su amor.

—Una mujer que hubiera cedido al rey por el mero hecho de ser rey —decía Athos—, merecería el calificativo de infame; pero Luisa ama a Luis. Jóvenes ambos, han olvidado, el su alcurnia, ella sus juramentos. El amor todo lo absuelve, Raúl. El rey y Luisa se aman sinceramente.

Dada aquella puñalada, Athos, suspirando, miraba a su hijo como al dolor de la tremenda herida huía a lo más cerrado del bosque o se refugiaba en su cuarto del que una hora después salía, pálido y trémulo, para acercarse nuevamente y sonriéndose a Athos, a quien besaba la mano como el perro que acaba de ser castigado acaricia a su amo para rescatar su falta. Raúl sólo daba oídos a su debilidad, y no confesaba más que su dolor.

Así pasaron los días que siguieron a la escena durante la cual Athos había agitado de manera tan violenta el indómito orgullo del monarca; escena sobre la cual el conde de La Fere no dijo nunca una palabra a Raúl, por más que a éste le habría tal vez servido de consuelo la humillación por la que pasó su rival. Y es que Athos no quería que el amante ofendido olvidara el respeto debido al rey.

Y cuando Bragelonne, enardecido, arrebatado, sombrío, hablaba con menosprecio de la palabra real, de la fe equívoca que algunos insensatos buscaban en las personas emanadas del trono; cuando Raúl predecía los tiempos en que los reyes serían más pequeños que los hombres. Athos le decía con su voz serena y persuasiva:

—Tenéis razón, hijo mío; sucederá como decís: los reyes perderán su prestigio, como pierden su claridad las estrellas que han llegado al límite que Dios les señalara. Pero antes que llegue tal momento, ya estaremos muertos nosotros, Raúl; y no olvidéis lo que voy a deciros: en este mundo fuerza es que todos, hombres, mujeres y reyes, vivamos en los presentes; sólo para Dios debemos vivir según lo venidero.

He aquí como conversaban Athos y Raúl, paseándose por la larga alameda de tilos del parque, cuando resonó la campanilla que servía para avisar al conde la hora de la comida o una visita. Maquinalmente y sin dar importancia el sonido que acababa de vibrar, el conde y su hijo dieron media vuelta, y al llegar al extremo de la alameda se encontraron en presencia de Porthos y de Herblay.

El último adiós

Raúl lanzó una exclamación de alegría y abrazó con ternura a Porthos, Aramis y Athos se abrazaron como se abrazan los hombres maduros, y aun para el primero aquel abrazo equivalió a una pregunta, pues dijo sin tardanza:

—Amigo mío, estamos aquí por poco rato.

—¡Ah! —exclamó el conde.

—El tiempo de poneros al tanto de mi buena suerte —repuso Porthos.

—¡Ah! —exclamó Raúl.

Athos miró a Aramis, cuyo ademán sombrío le pareció poco en armonía con la buena nueva de que hablaba Vallón.

—¿Qué buena suerte os ha traído? —preguntó Raúl sonriéndose.

—El rey me hace duque —respondió con misterio el buen Porthos inclinándose hasta el oído del joven duque vitalicio. Pero los apartes del coloso eran siempre lo bastante sonoros para que todos los oyeran.

Athos lanzó una exclamación que hizo estremecer a Aramis, que se apoyó en el brazo de su amigo, y, después de haber pedido licencia a Porthos para hablar algunos momentos aparte, dijo al conde:

—Mi querido Athos, estoy transido de dolor.

—¡De dolor! —exclamó el conde—; ¿qué decís, mi querido amigo?

—He aquí en dos palabras lo que pasa: he conspirado contra el rey, la conspiración ha abortado, y a esta hora es indudable que me buscan.

—¡Os buscan!… ¡una conspiración!… Pero ¿qué estáis diciendo, amigo mío?

—La triste verdad. Estoy perdido.

—Pero Porthos… ese título de duque… ¿qué significa todo eso?

—Esta es la causa de mi pesadumbre mayor; esta mi herida más profunda. En la creencia de un triunfo infalible, arrastré a Porthos en mi conjuración, a la que aplicó todas sus fuerzas, sin saber absolutamente nada, y hoy está comprometido y perdido como yo.

—¡Dios santo! —exclamó el conde volviéndose hacia Porthos, que le dirigió una sonrisa de cariño.

—Es menester que lo comprendáis todo —prosiguió Aramis—. Escuchadme.

Y Herblay contó la historia que ya conocemos.

—Era una grande idea —repuso el conde—, pero también una falta muy grande…

—De la que estoy castigado —exclamó Aramis.

—Por eso no os revelaré por entero mi pensamiento.

—No temáis en manifestármelo.

—Pues bien, lo que habéis hecho vos es un crimen.

—Capital, lo sé; es crimen de lesa majestad.

—¡Pobre Porthos! —dijo el conde.

—¿Qué queréis que haga? Ya os he dicho que el triunfo era seguro.

—Fouquet es hombre honrado.

—Y yo un necio por haberle juzgado tan mal —dijo Aramis—. ¡Oh sabiduría de los hombres! ¡oh muela inmensa que tritura un mundo, y que a lo mejor es detenida por el grano de arena que cae no se sabe cómo en sus rodajes!

—Decid por un diamante, Herblay. En fin, ya el mal no tiene remedio. ¿Qué pensáis hacer?

—Me llevo conmigo a Porthos, pues el rey nunca querrá creer que nuestro buen amigo ha obrado candorosamente creyendo que al hacer la que ha hecho servía a su soberano. Pagaría con su cabeza mi falta, y no lo consiento.

—¿Adónde os le lleváis?

—Primeramente a Belle-Isle, que es un refugio inexpugnable; luego, y en una embarcación que tengo preparada, nos trasladaremos a Inglaterra, donde estoy bien relacionado.

—¿Vos a Inglaterra?

—O a España, donde todavía tengo más amigos.

—Al desterrar a Porthos, le arruináis, pues el rey confiscará sus bienes.

—Todo está previsto. Una vez en España, arbitraré la manera de reconciliarme con Luis XIV y de hacer que Porthos entre nuevamente en su gracias.

—Por lo que veo, gozáis de gran valimiento —dijo Athos con discreción.

—Muy grande, y al servicio de mis amigos, amigo Athos —dijo Aramis acompañando sus palabras de un sincero apretón de manos.

—Gracias —repuso el conde.

—Y pues parece que viene rodado, perdonad que os diga que también vos y Raúl estáis descontentos a causa de los agravios que os ha inferido el rey. Imitad nuestro ejemplo. Pasad a Belle-Isle, y luego veremos… Os doy palabra de que dentro de un mes habrá estallado la guerra entre Francia y España a causa de ese hijo de Luis XIII, que es también infante, y al cual Francia detiene inhumanamente. Ahora bien, como Luis XIV no querrá que por esta causa se encienda una guerra, os garantizo una transacción cuyo resultado será la grandeza de Porthos y mía, y un ducado en Francia para vos, que ya sois grande de España. ¿Aceptáis?

—No; prefiero tener algo que echar en cara al rey; es un orgullo natural entre los de mi linaje el aspirar a la superioridad sobre las estirpes reales. Si yo hiciese lo que me proponéis, quedaría obligado al rey, y cuanto ganaría en lo material, lo perdería en mi conciencia. Gracias.

—Pues dadme dos cosas: vuestra absolución…

—Si realmente os habíais propuesto vengar al débil y al oprimido contra el opresor, os la doy, Aramis.

—Me basta —repuso Herblay sonrojándose—. Ahora, dadme vuestros dos mejores caballos para el segundo relevo, pues so pretexto de un viaje que el señor de Beaufort hace por estos parajes, me los han negado en el relevo cercano.

—Tendréis mis dos caballos mejores, Aramis, y os recomiendo a Porthos.

—Nada temáis. Dos palabras más; ¿os parece que hago para con él lo que debo?

—Estando, como está hecho el mal sí; porque el rey no lo perdonaría, y luego, por más que él diga, siempre tenéis un apoyo en el señor Fouquet, que nos os abandonará, ya que no obstante su heroico comportamiento, también está muy comprometido.

—Decís bien. He ahí por qué en vez de embarcarme inmediatamente, lo que daría a comprender mi temor y me haría culpable voy a quedarme en territorio francés. Pero Belle-Isle será para mí el territorio que yo quiera: inglés, español o romano, todo consiste en el pabellón que yo enarbole.

—¿Cómo así?

—Yo soy quien ha fortificado a Belle-Isle, y mientras yo la defienda, no habrá quien ponga la planta en ella. Además de que, como vos lo habéis dicho hace poco, puedo contar con el señor Fouquet, lo cual quiere decir que sin el consentimiento del superintendente no atacarán a Belle-Isle.

—Es verdad. Sin embargo, sed prudente. Aramis se sonrió.

—Os recomiendo a Porthos —repitió el conde con fría insistencia.

—Nuestro hermano Porthos seguirá mi suerte —repuso Aramis en el mismo tono.

Athos se inclinó y estrechó la mano de Aramis; luego se acercó al Porthos y le dio un efusivo abrazo.

—¿Verdad que nací con buena estrella? —repuso él, embozándose en su amplia capa.

—Venid, amigo mío —dijo Aramis.

Raúl se había anticipado para dar las órdenes del caso y hacer ensillar los dos caballos.

Ya el grupo se había dividido; ya Athos miraba a sus amigos a punto de partir, cuando algo así como una niebla pasó por delante de los ojos del conde y le cayó cual losa de plomo sobre el corazón.

—¡Es singular! —dijo entre sí Athos—. ¿De qué nace ese anhelo de abrazar nuevamente a Porthos?

Precisamente Vallón se había vuelto, y se acercaba con los brazos abiertos a su antiguo amigo.

Aquel último abrazo encerró tanta ternura como en la juventud, como en los tiempos en que el corazón latía con fuerza, como en los días en que la vida se presentaba color de rosa.

Porthos subió sobre el caballo, mientras Aramis se volvía para echar nuevamente los brazos al cuello de Athos.

Este vio a sus dos amigos en el camino real alargarse en la sombra con sus blancas capas. Cual dos fantasmas, los fugitivos se agrandaban a proporción que iban alejándose, y no fue entre la niebla, no en la pendiente del suelo donde desaparecieron: al final de la perspectiva, Aramis y Porthos pareció como que habían dado con los pies a sus cuerpos un impulso que les hizo perderse evaporados en las nubes.

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