El hombre de la máscara de hierro (26 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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Entonces y con el corazón opreso Athos entró otra vez en su casa y dijo a Bragelonne:

—El corazón me dice que no volveré a ver a esos dos hombres.

De repente atrajo la atención de padre e hijo hacia la alameda, un rumor de caballos y de voces.

Algunos porta antorchas a caballo sacudían alegremente sus hachas en los árboles del camino, y de cuando en cuando volvían el rostro para no alejarse de los jinetes que les seguían.

Aquella luz, aquel ruido, el polvo que levantaban una docena de caballos ricamente enjaezados, hicieron estupendo contraste en medio de la noche con la desaparición sorda y fúnebre de Porthos y de Aramis.

Athos entró en su casa; pero apenas hubo llegado a su terraza, cuando pareció que la verja se inflamaba, todas las antorchas se detuvieron y abrasaron con su claridad el camino.

—¡El señor duque de Beaufort! —gritó una voz.

Athos, al oír aquel grito, se abalanzó a la verja.

Beaufort

Ya el duque se había apeado y buscaba algo alrededor.

—Aquí estoy, monseñor —dijo Athos.

—¡Hola! Buenas noches, ¿es muy tarde para un amigo, querido conde?

Beaufort, del brazo de Athos entró en casa, seguido de Raúl que iba respetuosa y modestamente entre los oficiales del príncipe, de los cuales muchos eran amigos suyos.

El príncipe se volvió en el instante en que Raúl, para dejarle solo con Athos cerraba la puerta para pasar con los oficiales a una sala contigua.

—¿Es ese el mozo de quien he oído tantos elogios de boca del señor príncipe de Condé? —preguntó Beaufort.

—Sí, monseñor —respondió el conde.

—¡Es todo un soldado! No está de más aquí. Decidle que se quede, conde.

—Raúl, quedaos, ya que monseñor lo consiente —dijo Athos.

—¡Caramba! es gallardo y hermoso —prosiguió el duque—. ¿Me lo daréis si os lo pido?

—¿En qué sentido me lo preguntáis, monseñor? —dijo el conde.

—He venido para despedirme de vos.

—¿Para despediros, monseñor?

—Sí. ¿No imagináis poco ni mucho lo que voy a ser?

—Lo que siempre habéis sido, monseñor; príncipe valiente y caballero cumplido.

—Voy a convertirme en príncipe africano, en caballero beduino. El rey me envía a hacer la guerra a los árabes.

—¡Qué decís, monseñor!

—¿Verdad que es fenomenal? Yo, el parisiense por excelencia, yo, que he reinado en los barrios y fui llamado rey de los mercados, paso de la plaza de Maubert a los minaretes de Djidgeli; de frondista me convierto en aventurero.

—Si vos mismo no me lo dijeseis, monseñor…

—No lo creeríais. Sin embargo, dad crédito a mis palabras, y despidámonos. Esto trae el recobrar el favor.

—¿El favor?

—Sí. ¿Os sonreís? ¡Ah! mi querido conde, ¿sabéis por qué he aceptado?

—Porque Vuestra Alteza antepone la gloria a todo.

—No, conde, andar a mosquetazos con los salvajes no es glorioso. Yo no tomo la gloria por este lado, y lo más probable es que en vez de gloria encuentre yo otra cosa… Pero quise y quiero, ¿oís bien, señor conde? que mi vida tenga esta última faz después de haber brillado de tan singular manera durante medio siglo. Porque no podéis menos de convenir conmigo, en que no deja de ser notable el haber nacido hijo de rey, haber hecho la guerra a reyes, figurado entre los grandes del siglo, llenado dignamente los deberes de su jerarquía, trascender a Enrique IV, y ser grande almirante de Francia, para ir a hacerse matar en Djidgeli, en medio de turcos, sarracenos y moros.

—Rara es vuestra insistencia sobre el particular, monseñor —repuso Athos turbado—. ¿Cómo admitir que una carrera tan brillante como la vuestra vaya a tener por remate un fin tan obscuro?

—¿Acaso os creéis, hombre justo y sencillo, que si por tan ridículo pretexto voy al Africa, no haré por salir de ella sin menoscabo? ¿Por ventura no haré hablar de mí? Y para que hablen de mí actualmente, cuando brillan Condé, Turena y otros tantos, ¿qué me queda a mí, almirante de Francia, hijo de Enrique IV, rey de París, sino hacerme matar? ¡Voto al diablo! yo os juro que hablarán de mí; pese a todo dios me matarán, si no en Africa, en otra parte.

—Exageráis, monseñor —dijo el conde—, y nunca os habéis mostrado exagerado sino en punto al valor.

—Valor se requiere para irse uno al arrostrar el escorbuto, la disentería, la langosta y las flechas emponzoñadas. Además, hace tiempo que lo tengo pensado, y cuando me decido, el demonio que me haga desistir.

—Quisisteis salir de Vincennes, monseñor.

—¡Hombre! ¿por ventura no me ayudasteis vos a salir de allí? A propósito, ¿dónde está Vaugrimaud que no lo veo por más que miro al todas partes? ¿Sigue bien?

—Vaugrimaud continúa siendo el más respetuoso servidor de Vuestra Alteza —respondió Athos sonriéndose.

Traigo para él y por vía de legado cien doblones. Tengo hecho mi testamento, conde, y comprenderéis que si vieran el nombre de Grimaud en mi testamento…

El duque se echó a reír; luego se volvió hacia Raúl, que desde el comienzo de aquella conversación se quedó profundamente pensativo y le dijo:

—Joven, me consta que en esta casa hay cierto vino de Vauvray…

Raúl salió apresuradamente para servir al duque; el cual, una vez a solas con el conde, le tomó la mano y le preguntó, aludiendo a Bragelonne:

—¿Qué pensáis hacer de él?

—Por lo pronto, nada, monseñor.

—Ya, de resultas de la pasión del rey por… La Valiére.

—Esto es, monseñor.

—¿Conque es cierto lo que dicen?… Me baila por la mente que yo he visto en alguna parte a la muchacha esa, y si mal no recuerdo, no es hermosa.

—No lo es, monseñor.

—¿Sabéis a quién me recuerda?

—No sé, monseñor.

—Me recuerda a una moza no mal parecida, hija de una mujer que vivía en el mercado.

—¡Ah! —exclamó Athos sonriéndose.

—¡Qué hermosos tiempos aquellos! —dijo Beaufort—. Pues sí. La Valiére me recuerda a aquella muchacha.

—¿No tuvo un hijo?

—Paréceme que sí —respondió el duque con indolente ingenuidad, con un olvido indecible—. De manera que el pobre Raúl… Es hijo vuestro, ¿no es verdad?

—Sí, monseñor.

—De manera que el pobre muchacho se ha visto desbancado por el rey, y de resultas, vos y él ponéis mala cara al soberano.

—Hacemos más que ponerle mala cara, monseñor; nos hemos separado de él.

—¿Vais a dejar que se pudra ese muchacho? Hacéis mal. Dádmelo al mí.

—Deseo conservarlo a mi lado, monseñor. No tengo más que él en el mundo, y mientras se avenga a permanecer…

—Bien, bien —repuso el duque—. Sin embargo, yo lo hubiera reconciliado sin tardanza con el rey. Es de la madera de que se hacen los mariscales de Francia, y a más de uno de su fuste, he visto yo empuñar el bastón de mariscal.

—No digo que no, monseñor; pero como el rey es quien nombra a los mariscales de Francia, Raúl nunca aceptará cosa alguna de Su Majestad.

En esto entró Bragelonne precediendo al Grimaud, que traía en sus todavía seguras manos una salvilla con un vaso y una botella del vino predilecto del duque.

Beaufort, al ver a su antiguo protegido, exclamó con alegría:

—Buenas noches, Grimaud, ¿qué tal va esa salud?

Grimaud, tan lleno de satisfacción como su noble interlocutor, hizo una profunda reverencia.

—¡Dos amigos! —exclamó el duque sacudiendo con robusta mano el hombro del honrado Grimaud, que hizo una reverencia más profunda que la primera.

—¡Cómo! ¿un sólo vaso, conde? —repuso Beaufort.

—Sólo beberé con Vuestra Alteza si Vuestra Alteza se digna invitarme a que lo haga —contestó con noble humildad Athos.

—¡Vive Dios! que habéis hecho bien en no haber hecho traer más que un vaso —replicó el duque—; así beberemos los dos en él como dos hermanos de armas. Vos primero, conde.

—Pues os dignáis hacerme tal favor, hacédmelo por entero —dijo Athos apartando con suavidad el vaso.

—Sois un grande amigo —repuso Beaufort, que bebió y entregó el vaso de oro a su compañero—, pero como todavía tengo sed, quiero honrar a ese garrido mozo que está ahí en pie. —Y volviéndose hacia Raúl, añadió—: La dicha va conmigo, vizconde; mientras bebáis en mi vaso, desead algo, y acabe conmigo la peste si no veis cumplido vuestro deseo.

El duque tendió el vaso al Bragelonne, que humedeció precipitadamente en el vino los labios y dijo con igual presteza:

—Deseo algo, monseñor.

A Raúl le brillaron con fuego sombrío los ojos, se le encendieron las mejillas, y se sonrió de modo que llenó de espanto al Athos.

—¿Qué deseáis? —preguntó Beaufort sentándose en el sillón, mientras con una mano entregaba la botella y una bolsa a Grimaud.

—¿Me prometéis acceder a mi deseo, monseñor?

—Desde luego, pues tal es lo pactado.

—Pues deseo acompañaros a Djidgeli, monseñor.

Athos se puso pálido y no pudo ocultar su turbación.

—Es difícil, muy difícil, mi querido vizconde —repuso el duque bajando la voz y después de haber mirado al su amigo como para ayudarle a parar aquel golpe imprevisto.

—Perdonad, monseñor, he sido indiscreto —repuso Bragelonne con voz firme—; pero como vos mismo me habéis invitado…

—¿A que me dejarais? —atajó el conde.

—Señor, ¿cómo podéis creer…?

—¡Qué caramba! —exclamó el duque—. El vizconde tiene razón. ¿Qué va a hacer aquí sino morirse de tristeza?

Raúl se sonrojó; pero el príncipe, enardecido, prosiguió:

—La guerra es destrucción, en ella se gana todo, y sólo se pierde una cosa, la vida, y entonces tanto peor.

—Es decir, la memoria —repuso Raúl con viveza—, es decir, tanto mejor.

Mas al ver que Athos se levantaba y abría la ventana, el joven se arrepintió de las palabras que acababa de pronunciar.

El acto del conde sin duda escondía una emoción; Raúl se abalanzó a su padre, que ya había devorado su dolor, pues reapareció en el campo de luz de las bujías con el rostro sereno e impasible.

—¿En qué quedamos? —preguntó el duque—, ¿se viene o no se viene conmigo? Si se viene le nombro mi edecán, y os prometo mirarlo como a hijo, conde.

—¡Monseñor! —exclamó Raúl hincando una rodilla.

—Monseñor —repuso Athos asiendo la mano al duque—, Raúl hará lo que mejor le plazca.

—No, sino lo que os plazca a vos, señor —replicó el vizconde.

—Vaya, vaya —dijo Beaufort—, aquí no hay conde ni vizconde que valgan. Me llevo al Bragelonne. La marina le abre una carrera brillantísima, amigo mío.

Raúl entendió, y recobró su serenidad, y no volvió a proferir palabra.

Al ver lo avanzado de la hora, Beaufort se levantó y dijo apresuradamente:

—Tengo prisa; pero a quien me diga que he perdido el tiempo conversando con un amigo, le responderé que en cambio he hecho una buena adquisición.

—Con perdón, señor duque —repuso Bragelonne—, pero no digáis nada respecto de mí al rey, a quien no estoy dispuesto a servir.

—¿A quién, pues, vas a servir si no al rey, muchacho? —objetó el duque—. Pasaron ya aquellos tiempos en que podías haber dicho que servías a Beaufort. Hoy, grandes y chicos, servimos al rey; por eso si sirves en mis naves, no valen subterfugios, mi querido vizconde, a quien servirás será a Su Majestad.

Athos aguardaba con cierta alegría impaciente la manera cómo iba a escaparse de aquel callejón sin salida el vizconde, enemigo irreconciliable del rey, su rival. El padre creía que el obstáculo ahogaría el deseo y casi estaba agradecido al Beaufort, cuya ligereza o cuya generosa reflexión acababa de poner otra vez en duda la partida de un hijo su único gozo. Pero Raúl contestó con voz firme y sosegada:

—Ya yo había resuelto en mi ánimo la objeción que me hacéis, señor duque. Pues me hacéis la gran merced de llevarme con vos, serviré en vuestras naves, pero en ellas serviré a un amo más poderoso que el rey: a Dios.

—¡A Dios! —exclamaron a una Athos y el príncipe—. ¿Cómo?

—Mi intención es profesar y hacerme caballero de Malta —prosiguió Bragelonne, vertiendo una a una sus palabras, más heladas que las gotas desprendidas de los negros árboles después de las tormentas invernales.

A este último golpe, Athos se tambaleó, el príncipe se sintió conmovido, y Grimaud exhaló un sordo gemido y dejó caer la botella, que se hizo añicos en la alfombra sin que ninguno de los presentes lo advirtiera.

Beaufort miró de hito en hito al vizconde, y por más que éste tenía los ojos clavados en el suelo, leyó en sus facciones una resolución inquebrantable.

En cuanto a Athos, conocedor como era del alma tierna e inflexible de su hijo, no contó hacerle desviar del camino que acababa de trazarse.

—Conde —dijo Beaufort tendiendo la mano a Athos—, dentro de dos días salgo para Tolón. ¿Os veré en París para saber vuestra resolución definitiva?

Tendré la honra de ir allá para daros las gracias por todas vuestras bondades.

—No dejéis de llevaros al vizconde, tanto si me acompaña al Africa como no —añadió el duque—; tiene mi palabra, y no le pido sino la vuestra.

Después de haber derramado un poco de bálsamo en la herida abierta en aquel corazón paternal, el duque dio un tirón de orejas a Grimaud, que parpadeaba más que de costumbre, y en la terraza se reunió con su escolta y se alejó.

Preparativos de marcha

Athos, hombre fuerte por excelencia, no perdió más tiempo en combatir la inmutable resolución de su hijo; al contrario, empleó los dos días que el duque concedió en hacer preparar cuidadosamente el equipaje de Raúl por el buen Grimaud, que se aplicó a la tarea con el cariño y la inteligencia que todos sabemos.

El conde mandó a su fiel criado que una vez preparados los equipajes, saliese para País, y para no exponerse a hacer esperar al duque, o, a lo menos, a que Raúl fuese tachado de reacio si el duque advertía su ausencia, al día siguiente de la visita de Beaufort emprendió con su hijo el camino de París.

Athos se dirigió a casa de Planchet para saber de D'Artagnan; al llegar a la calle de los Lombardos, se encontró con que en la tienda del droguero había gran movimiento, pero no originado por la venta o la llegada de mercancías. Planchet no oficiaba, como de costumbre, entre sacos y barriles. No. Un sirviente, con la pluma en la oreja, y otro con una libreta en la mano, trazaban cifras y sumas, mientras un tercero contaba y pesaba.

Tratábase de un inventario.

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