El hombre de los círculos azules (12 page)

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Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre de los círculos azules
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Y luego, desde el café, llamó a casa de Mathilde. Fue Clémence Valmont la que respondió. La voz disonante de la anciana le produjo una sensación de realidad, la idea de algo que hacer antes de importarle un bledo morir. Mathilde había vuelto. Quería verla, pero no en su casa. La citó a las cinco en su despacho.

De forma inesperada, Mathilde llegó a la hora. A ella misma le sorprendió.

—No lo comprendo —dijo—. Debe de ser «el efecto policial», supongo.

Luego miró a Adamsberg, que no estaba dibujando y que, con las piernas estiradas ante él, una mano en un bolsillo de los pantalones y la otra dejando que se consumiera un cigarrillo en la punta de los dedos, parecía desintegrado en una languidez difusa que no se sabía cómo juzgar. Sin embargo, Mathilde presentía que era capaz de cumplir con su obligación incluso así, o sobre todo así.

—Tengo la impresión de que vamos a divertirnos menos que la última vez —dijo Mathilde.

—Es muy probable —respondió Adamsberg.

—Es ridículo que me haga participar en este ceremonial de convocarme a su despacho. Habría sido mejor que hubiera venido a la Trigla voladora, habríamos tomado una copa y luego habríamos cenado. Clémence ha preparado una especie de plato repulsivo muy suyo.

—¿De dónde es?

—De Neuilly.

—Ah. Entonces no es nada exótico. Yo no la he hecho participar en ningún ceremonial. Necesito hablar con usted y no tengo ganas de incorporarme a la Trigla voladora o a lo que a usted se le ocurra.

—¿Porque no es una buena idea que un policía cene con sus sospechosos?

—No es por eso, al contrario —dijo Adamsberg, con voz cansada—. La intimidad con los sospechosos incluso forma parte de las cosas que se recomiendan. Pero allí, en su casa, hay un desfile perpetuo, eso es evidente. Ciegos, viejas locas, estudiantes, filósofos, vecinos de abajo, vecinos de arriba, se es cortesano de la reina o no se es nada, ¿no cree? Y a mí no me gusta ser cortesano, ni ser nada en absoluto. Además, no sé por qué digo esto, en realidad no tiene ninguna importancia.

Mathilde se echó a reír.

—Entendido —dijo—. En el futuro, nos encontraremos en un café, por ejemplo, o en los puentes de París, en esos lugares neutros en los que se establece la igualdad. Como dos valientes republicanos. Y ahora, ¿puedo fumar un cigarrillo?

—Puede. Señora Forestier, ¿conocía usted el artículo del periódico del distrito 5?

—Jamás había oído hablar de esa porquería antes de que Charles me la recitara de memoria a mediodía. Y de lo que pude enorgullecerme en el Dodin Bouffant, es inútil que intente acordarme. Lo único que puedo certificar es que, cuando he bebido, mi ficción supera treinta veces mi realidad. Que haya podido contar que el hombre de los círculos compartía mi cena, e incluso mi bañera y mi cama, y que preparáramos juntos sus payasadas nocturnas, no es imposible. No hay nada que pueda detenerme cuando se trata de seducir. Imagínese. En ciertos momentos, me comporto como una verdadera catástrofe natural, según dice mi amigo filósofo, por supuesto.

Adamsberg puso mala cara.

—Me resulta difícil —dijo— olvidar que es usted una científica. No la creo tan imprevisible como quiere hacer creer.

—Entonces, Adamsberg, ¿yo he degollado a Madeleine Chátelain? Es verdad que para esa noche no tengo una coartada aceptable. Nadie vigila mis idas y venidas. Ningún hombre en mi cama en ese momento, ningún guardia en la puerta. Libre como el viento, ligera como los ratones. Dígame qué me había hecho esa pobre mujer.

—Cada cual tiene sus secretos. Danglard diría que a fuerza de seguir a miles de personas, Madeleine Chátelain podría figurar en alguna parte de sus notas.

—Es posible.

—Y añadiría que en su existencia submarina, usted ha destripado dos tiburones azules. Determinación, valor, fuerza.

—Vamos, no irá usted a refugiarse detrás de los argumentos de los demás para atacar, ¿verdad? Danglard esto, Danglard aquello. ¿Y usted?

—Danglard es un pensador. Yo le escucho. En cuanto a mí, sólo me importa una cosa: el hombre de los círculos y sus malditas ocupaciones. Es lo único que me intriga. Y Charles Reyer, ¿sabe usted algo de él? Imposible averiguar cuál de ustedes dos ha buscado al otro. Parece que ha sido usted, pero él podría haberla obligado.

Hubo un silencio y Mathilde dijo:

—¿Realmente piensa que soy capaz de dejarme manipular?

Ante el tono diferente de Mathilde, Adamsberg interrumpió el dibujo que acababa de empezar. Frente a él, ella le miraba sonriendo, magnífica y generosa, pero segura de sí misma, majestuosa, como si pudiera hacer y deshacer su despacho y el mundo con una simple broma. Entonces habló lentamente, exponiendo las nuevas ideas que sugería la mirada de Mathilde. Con una mano en la mejilla, dijo:

—Cuando vino la primera vez a la comisaría, no era para buscar a Charles Reyer, ¿verdad?

Mathilde se rió.

—Sí. ¡Le estaba buscando! Pero habría podido localizarle sin su ayuda, como usted sabe.

—Claro. He sido un idiota. Pero usted miente maravillosamente. ¿Entonces? ¿A qué estamos jugando? ¿A quién buscaba cuando vino aquí? ¿A mí?

—A usted.

—¿Por simple curiosidad, porque los periódicos habían publicado mi nombramiento? ¿Quería añadirme a sus notas? No, no es eso, no.

—No, por supuesto que no —dijo Mathilde.

—¿Para hablarme del hombre de los círculos, como supone Danglard?

—Tampoco. Si no hubiera visto los artículos sujetos por el pie de la lámpara de su mesa, ni se me habría ocurrido. Puede no creerme, ahora que sabe que miento igual que respiro.

Adamsberg movió la cabeza. Sentía que se había quedado sin argumentos.

—Simplemente recibí una carta —continuó Mathilde—: «Me acabo de enterar de que Jean-Baptiste ha sido trasladado a París. Por favor, ve a verle». Entonces vine a verle, es completamente natural. Como usted sabe, en la vida no hay coincidencias.

Mathilde aspiraba el cigarrillo sonriendo. Mathilde se estaba divirtiendo. Se estaba desquitando de uno de los malditos trozos.

—Llegue hasta el final, señora Forestier. ¿Una carta de quién? ¿De quién estamos hablando?

Mathilde se levantó sin dejar de reír.

—De nuestra bella paseante. Más dulce que yo, más feroz, menos puta y menos descuajaringada. Mi hija. Mi hija Camille. Sin embargo, Adamsberg, usted tenía razón en un punto: Ricardo III está muerto.

Después, Adamsberg no supo decir si Mathilde se había ido inmediatamente o poco después. Por muy desengañado que pudiera estar en ese momento, una sola cosa le había quedado en la cabeza: viva. Camille viva. La querida pequeña, no importaba dónde y amada por no importaba quién, pero respirando, con la frente altiva, la nariz aguileña, los labios suaves, su sabiduría, su futilidad, su silueta, vivos.

Hasta mucho más tarde, andando por la calle para volver a su casa —había mandado apostar varios hombres esa noche en las estaciones de metro de Saint-Georges y Pigalle aunque presentía que no serviría de nada—, no tomó conciencia acerca de lo que se había enterado. Camille era la hija de Mathilde Forestier. Por supuesto. Igual de embaucadora que Mathilde, no merecía la pena comprobarlo. Perfiles parecidos, cosa que no se fabrica en miles de ejemplares.

No era una coincidencia. La querida pequeña, en alguna parte de la tierra, había leído la prensa francesa, se había enterado de su nombramiento y había escrito a su madre. Seguramente le escribía a menudo. O quizá se veían a menudo. Si eso ocurría, seguro que Mathilde se las arreglaba para hacer que coincidieran los destinos de sus expediciones científicas con los lugares donde estaba su hija. Era muy probable. No había más que averiguar en qué costas había atracado Mathilde durante los últimos años para saber por dónde había paseado Camille. Él había tenido razón. Ella paseaba, perdida, inasequible. Inasequible. Se dio cuenta de eso. Jamás accedería a ella. Pero ella había querido saber qué había sido de él. No se había derretido como la cera en la mente de Camille. Aunque de eso, él jamás había dudado. No porque se creyera inolvidable, pero sentía que una parte de sí mismo había calado como una piedrecita en el fondo de Camille, y ella debía de sentirse, aunque sólo fuera un poco, pesada. Era inevitable. Tenía que ser así. Por muy vano que fuera a sus ojos el amor de los hombres, y por muy desagradable que fuera su humor aquel día, no podía admitir que no quedara de aquel amor una partícula magnetizada en el cuerpo de Camille. De la misma forma que sabía, aunque raras veces pensara en ello, que jamás había dejado que se disolviera en él la existencia de Camille, y no habría sabido decir por qué, ya que jamás había reflexionado sobre ello.

Lo que le perturbaba, incluso le arrancaba de las regiones lejanas por las que su indiferencia le había hecho avanzar a lo largo de aquella jornada, era que habría bastado con preguntar a Mathilde para saber. Bueno, solo para saber. Saber por ejemplo si Camille amaba a otro. Aunque era mejor no saber nada en absoluto y quedarse en el botones del hotel de El Cairo donde se había quedado la última vez. Estaba muy bien aquel botones, moreno, largas pestañas, y sólo para una o dos noches porque había ahuyentado la añoranza del cuarto de baño. Además, de todas formas Mathilde no diría nada. No volverían a hablar de ello. Ni una palabra más sobre aquella muchacha que mandaba a los dos a paseo desde Egipto a Pantin, y eso era todo. Porque si eso ocurría era porque ella estaba en Pantin. Estaba viva, eso era precisamente lo que había querido decirle Mathilde. Había mantenido su promesa de la otra noche en el metro Saint-Georges de quitarle esa muerta de la cabeza.

¿Quizá Mathilde, sintiéndose amenazada por el acoso policial, había intentado de ese modo volverse intocable? ¿Haciéndole saber que acosando a la madre entristecería a la hija? No. Ése no era el estilo de Mathilde. No había que volver a hablar de ello, y nada más. Dejar a Camille donde estaba, proseguir la investigación en torno a la señora Forestier sin variar el itinerario. Eso era lo que había dicho aquella tarde el juez de instrucción: «Adamsberg, sin variar el itinerario». ¿Qué itinerario? Un itinerario supone un plan, una proyección en el futuro, y en esta investigación, Adamsberg tenía muchos menos que en ninguna otra. Esperaba al hombre de los círculos. Un hombre que no parecía preocupar a demasiada gente. Sin embargo, para él, el hombre de los círculos era una criatura que se reía burlonamente por las noches y se andaba con remilgos por el día. Un hombre difícil de atrapar, oculto, pútrido, cubierto de pelusa como las mariposas nocturnas, cuyo pensamiento a Adamsberg le resultaba execrable y le producía escalofríos. ¿Cómo podía Mathilde decir de él que era «inofensivo», y divertirse, como una loca, siguiéndole a través de sus mortíferos círculos? Ahí estaba, se dijera lo que se dijera, la caprichosa imprevisión de Mathilde. Y ¿cómo Danglard, el sabio y profundo Danglard, podía también considerarle inocente, ahuyentarle de sus pensamientos, cuando estaba enganchado a los suyos como una araña maligna? O quizás era él, Adamsberg, el que estaba equivocado. Pero no podía evitarlo. Nunca había podido más que seguir el sentido de la corriente en la que se encontraba. Y pasara lo que pasara, seguía avanzando hacia ese hombre mortal. Entonces le vería, tenía que verle. Seguramente al verle cambiaría de opinión. Seguramente. Le esperaría. Estaba seguro de que el hombre de los círculos iría a él. Pasado mañana. Quizá pasado mañana aparecería un nuevo círculo.

Tuvo que esperar dos días más, pues al parecer el hombre de los círculos, deseoso de seguir sus propias normas, dejaba de actuar durante el fin de semana. Así que no volvió a coger la tiza hasta la noche del lunes.

Un agente de servicio descubrió el círculo azul en la Rué de La Croix-Nivert, a las seis de la mañana.

Esta vez, Adamsberg acompañó a Danglard y Conti.

Era una muñequita de plástico del tamaño de un pulgar. Aquella efigie de bebé, perdida en medio del inmenso círculo, producía un evidente desasosiego. «Está hecho a propósito», pensó Adamsberg. Danglard debió de pensarlo al mismo tiempo.

—Ese cretino nos está provocando —dijo—. Rodear con un círculo una figurita humana, después del crimen del otro día... Ha debido de llevarle mucho tiempo encontrar la muñeca, o quizá la trajo él mismo. Entonces sería una trampa.

—No es que sea un cretino —dijo Adamsberg—, pero como su orgullo empieza a exasperarse, empieza a entablar una conversación.

—¿Una conversación?

—A entrar en comunicación con nosotros, si lo prefiere. Ha aguantado cinco días desde el asesinato, que es más de lo que yo esperaba. Ha cambiado sus itinerarios y se ha vuelto inasequible. Pero ahora empieza a hablar, a decir: «Sé que se ha cometido un crimen, no tengo nada que temer y aquí está la prueba». Y así sucesivamente. Ahora no hay ninguna razón para que deje de hablar. Va por mal camino. El camino de la palabra. El camino en el que ha dejado de bastarse a sí mismo.

—Hay algo fuera de lo común en este círculo —dijo Danglard—. No está hecho como los anteriores. Sin embargo, es la misma letra, no hay la menor duda. Pero lo ha hecho de forma diferente, ¿verdad, Conti?

Conti movió la cabeza.

—Antes —continuó Danglard— dibujaba el círculo de una vez, como si caminara alrededor y lo trazara al mismo tiempo, sin detenerse. Esta noche ha hecho dos semicírculos que se acaban juntando, como si hubiera hecho un lado primero y luego, a continuación, el otro. A pesar de todo, no puede haber perdido la práctica en cinco días, ¿no creen?

—Es verdad —dijo Adamsberg sonriendo—, es una negligencia por su parte. Vercors-Laury la encontraría muy interesante, y tendría razón.

A la mañana siguiente, Adamsberg llamó a su despacho al levantarse. El hombre había ido a trazar un círculo al distrito 5, Rué Saint-Jacques, que era tanto como decir a dos pasos de la Rué Pierre-et-Marie-Curie, donde Madeleine Chátelain había sido degollada.

«Continúa la conversación —pensó Adamsberg—. Algo así como: "Nada me impedirá trazar un círculo cerca del lugar del crimen". Y si no ha hecho el círculo en la propia Rué Pierre-et-Marie-Curie, es simplemente por delicadeza, simplemente un signo de buen gusto. Es un hombre refinado.»

—¿Qué hay en el círculo? —preguntó Adamsberg por teléfono.

—Un amasijo de cinta magnética desbobinada.

Al mismo tiempo que escuchaba el informe de Margellon, Adamsberg miró el correo. Tenía ante los ojos una carta de Christiane, con un texto apasionado y un contenido secular. Te dejo. Egoísta. No volveré a verte. Orgullo. Y así a lo largo de seis páginas.

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