El hombre de los círculos azules (6 page)

Read El hombre de los círculos azules Online

Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre de los círculos azules
2.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

Vercors-Laury hizo una pausa balanceando hacia atrás la butaca. Miró a Adamsberg directamente a los ojos, como para decirle: «Ahora abra bien los oídos porque voy a anunciarle algo sensacional». Adamsberg pensó que seguramente no iba a ser para tanto.

—Desde su punto de vista como policía, usted se pregunta si hay peligro para las vidas humanas, ¿verdad, comisario? Le diré una cosa: el fenómeno puede permanecer estacionario y agotarse en sí mismo, aunque, por otra parte, no veo ninguna razón, en teoría, para que un hombre de esa calaña, es decir un loco dueño de sí mismo, si usted me ha seguido bien, y carcomido por la necesidad de exhibir sus pensamientos, se detenga en el camino. Digo bien: en teoría.

Adamsberg reflexionaba de forma vaga mientras regresaba a pie a su despacho. Nunca reflexionaba a fondo. Jamás había entendido qué pasaba cuando veía a la gente cogerse la cabeza entre las manos y decir: «Bien, reflexionemos». Lo que se tramaba entonces en sus cerebros, cómo hacían para organizar ideas concretas, inducir, deducir y concluir, era un completo misterio para él. Había constatado que daba resultados innegables, que después de esas sesiones la gente era capaz de decidir, y lo admiraba diciéndose que a él le faltaba algo. Sin embargo cuando lo hacía, cuando se sentaba y se decía: «Reflexionemos», nada se le pasaba por la cabeza. Incluso era sólo en esos instantes cuando conocía la nada. Adamsberg nunca se daba cuenta de que reflexionaba, y si era consciente de ello, detenía la reflexión. Por eso jamás sabía de dónde venían todas sus ideas, todas sus intenciones y todas sus decisiones.

Le parecía que de todas formas no le había sorprendido lo que le había dicho Vercors-Laury, y que siempre había sabido que el hombre de los círculos no era un maníaco común. Había sabido que alguna inspiración cruel alentaba aquella locura, que aquella hilera de objetos no podía tener sino un solo desenlace, una sola clamorosa apoteosis: la muerte de un hombre. Mathilde Forestier habría dicho que era normal no haber descubierto nada fundamental porque estaba en el trozo 2, pero él pensaba más bien que era porque Vercors-Laury era un tipo que no estaba mal, pero que no era en absoluto ninguna maravilla.

A la mañana siguiente, encontraron el gran círculo en la Rué Cunin-Gridaine, en el distrito 3. En el centro sólo había un bigudí.

Conti fotografió el bigudí.

La noche siguiente trajo consigo un círculo en la Rué Lacretelle y otro en la Rué de la Condamine, en el distrito 17; uno de ellos rodea un viejo bolso de señora y el otro, un bastoncillo.

Conti fotografió el viejo bolso y luego el bastoncillo, sin hacer comentarios, pero evidentemente irritado. Danglard permaneció silencioso.

Las tres noches siguientes proporcionaron una moneda de un franco, una bombilla de Surgector, un destornillador y, cosa que levantó un poco la moral de Danglard, si puede decirse así, una paloma muerta, con el ala arrancada, en la Rué Geoffroy-Saint-Hilaire.

Adamsberg, impasible, sonriente, desconcertaba al inspector. Continuaba recortando los artículos de prensa que hacían alusión al hombre de los círculos azules y metiéndolos sin ninguna organización en el cajón, con las copias de las fotos que Conti le iba proporcionando. Ahora todo eso se sabía en la comisaría, y Danglard estaba un poco inquieto. Sin embargo, la confesión completa de Patrice Vernoux acababa de hacer a Adamsberg intocable, aunque sólo de momento.

—¿Cuánto tiempo va a durar esta historia, comisario? —le preguntó Danglard.

—¿Qué historia?

—¡Pues la de los círculos, por todos los santos! ¡No iremos a ver bigudíes todas las mañanas de nuestra vida, por los clavos de Cristo!

—¡Ah, los círculos! Sí, Danglard, puede durar mucho tiempo. Incluso muchísimo tiempo. Pero ¿qué importancia tiene? ¿Qué más da hacer eso u otra cosa? Los bigudíes son divertidos.

—Entonces, ¿lo dejamos?

Adamsberg levantó la cabeza bruscamente.

—Ni pensarlo, Danglard, ni pensarlo.

—¿Lo dice en serio?

—Lo más en serio que puedo. Esto irá en aumento, Danglard, ya se lo he dicho.

Danglard se encogió de hombros.

—Necesitaremos todos estos documentos —repuso Adamsberg enseñándole el cajón—. Quizá después nos sean indispensables.

—Pero ¿después de qué, Dios mío?

—Danglard, no sea impaciente. Usted no deseará la muerte de un hombre, ¿verdad?

Al día siguiente había un cucurucho de helado en la Avenue du Docteur-Brouardel, en el distrito 7.

Mathilde se presentó en el
Hotel des Grands Hommes
para buscar al ciego guapo. Un hotel muy pequeño para un nombre tan grande, pensó. O quizá significaba que no se necesitaban muchas habitaciones para alojar a todos los grandes hombres.

El recepcionista, después de llamar por teléfono para anunciarla, le dijo que el señor Reyer no podía bajar, que estaba ocupado. Mathilde subió a su habitación.

—¿Qué ocurre? —gritó Mathilde a través de la puerta—. ¿Está usted desnudo con alguien?

—No —respondió Charles.

—¿Es algo más grave?

—Estoy impresentable, no encuentro la maquinilla de afeitar.

Mathilde reflexionó un buen rato.

—No consigue ponerle la vista encima, ¿verdad?

—Así es —dijo Charles—. He tanteado por todas partes. No lo comprendo.

Abrió la puerta.

—¿Lo entiende, reina Mathilde? Las cosas se aprovechan de mi debilidad. Odio las cosas. Se esconden, se deslizan entre el somier y el colchón, llenan el cubo de la basura, se introducen entre las tablas del parqué. Estoy harto. Creo que voy a suprimir las cosas.

—Está usted menos capacitado que un pez —dijo Mathilde—. Porque los peces que viven en lo más profundo, en la oscuridad completa como usted, al menos se las arreglan para encontrar alimento.

—Los peces no se afeitan —dijo Charles—. Y además, mierda, después de todo, aunque los peces tienen ojos me importan tres pepinos.

—¡Ojos, ojos! Lo hace a propósito, ¿verdad?

—Sí, lo hago a propósito. Tengo un amplio repertorio de expresiones sobre los ojos: vale un ojo de la cara, echar una ojeada, guiñar un ojo, no dar crédito a los ojos, echar mal de ojo, estar ojo avizor, mirar con ojos de carnero degollado, comer con los ojos, tener buen ojo, etc. Hay miles. Me gusta utilizarlas. Es como los que se ceban en los recuerdos. Sin embargo es verdad que los peces me importan tres pepinos.

—Eso le ocurre a mucha gente. Es verdad que todo el mundo tiende a pasar de ellos. ¿Puedo sentarme en esta silla?

—Se lo ruego. Y usted ¿qué encuentra en los peces?

—Los peces y yo nos entendemos. Y además llevamos treinta años compartiendo la vida, así que ya no podemos separarnos. Si los peces me abandonaran, estaría perdida. Además trabajo con ellos, me permiten ganar dinero, me mantienen, si quiere expresarlo así.

—¿Ha venido a verme porque me parezco a uno de sus puñeteros peces en la oscuridad?

Mathilde se quedó pensativa.

—Así no conseguirá nada —concluyó—. Precisamente debería ser un poco más pez, un poco más flexible, más fluido. En fin, es su problema si su objetivo consiste en insultar a todo el cosmos. He venido porque usted estaba buscando un apartamento, y parece seguir buscándolo. Quizá no tiene mucho dinero. Sin embargo, este hotel es caro.

—Sus fantasmas también me salen caros. Pero sobre todo es que nadie quiere alquilar a un ciego, ¿entiende, reina Mathilde? La gente tiene miedo de que un ciego no haga sino tonterías por todas partes, que ponga el plato al lado de la mesa y que mee en la alfombra creyendo que está en el cuarto de baño.

—En cambio a mí, un ciego me conviene. Mis trabajos sobre el picón, la trigla voladora y el angelote espinoso, principalmente, me han pagado tres apartamentos, uno encima de otro. La gran familia que ocupaba el primero y el tercer piso, es decir el Angelote y el Picón, se ha marchado. Yo vivo en el segundo, en la Trigla voladora. He alquilado el Picón a una estrafalaria dama, y he pensado en usted para ocupar el Angelote espinoso, o el primer piso, si lo prefiere. No se lo alquilaré muy caro.

—¿Por qué no muy caro?

Charles oyó a Mathilde reírse y encender un cigarrillo. Buscó con la mano un cenicero y se lo tendió.

—Le está ofreciendo el cenicero a la ventana —dijo Mathilde—. Estoy sentada un metro más a la izquierda de lo que usted cree.

—Ah, perdóneme. Realmente es usted un poco brusca. En estos casos, la gente hace lo posible por atrapar el cenicero a toda velocidad y no hacen comentarios.

—Me considerará más brusca cuando sepa que el apartamento es precioso, grande, pero nadie quiere vivir en él porque es muy oscuro. Entonces me dije: Charles Reyer; me cae bien y como es ciego, resulta perfecto porque le dará igual vivir en un lugar oscuro.

—¿Siempre tiene usted tanta falta de tacto? —preguntó Charles.

—Eso creo —dijo Mathilde, muy seria—. Entonces, ¿el Angelote espinoso le tienta?

—Quiero echarle un vistazo —dijo Charles sonriendo y llevándose la mano a las gafas—. Creo que me interesa mucho un Angelote espinoso muy oscuro. Pero si tengo que habitarlo, necesito conocer las costumbres de ese pez, porque si no mi propio apartamento me tomaría por un imbécil.

—Es fácil.
Squatina aculeata,
pez migratorio que puebla los ondulados fondos costeros del Mediterráneo. Tiene una carne bastante insulsa, irregularmente apreciada. Nada como los tiburones, remando con la cola. Morro obtuso, aletas laterales con más o menos flecos. Espiráculos amplios, de media luna, boca armada de dientes unicúspides con la base ensanchada, y el resto lo pasaremos por alto. De color pardo, jaspeado de negro con manchas claras, un poco como la moqueta de la entrada, si lo prefiere.

—El animal puede gustarme, reina Mathilde.

Eran las siete. Clémence Valmont trabajaba en casa de Mathilde. Estaba clasificando diapositivas y se moría de calor. Le hubiera gustado mucho quitarse la boina negra, le hubiera gustado mucho no tener setenta años y que el pelo no le formara un remolino en lo alto de la cabeza. Ahora, jamás se quitaba la boina. Esta noche enseñaría a Mathilde dos anuncios por palabras que habían aparecido ese día, bastante interesantes, a los que estaba tentada a responder:

H. sesenta y seis años, bien conservado, alto y con una pequeña pensión, espera mujer que no sea fea, bajita y con una buena pensión, para recorrer acompañado el último tramo hacia la muerte.

Era franco. Y había otro, bastante irresistible:

Gran Médium Vidente directo con el Don de su padre desde el primer contacto dice toda la verdad que usted busca protección amor duradero suerte reencuentro con el marido o la mujer que se marchó trabajo atracción refuerza felicidad y atrae los sentimientos trabajo por correspondencia enviar una foto un sobre un sello para respuesta satisfactoria en todos los ámbitos.

—No arriesgo nada —se dijo Clémence.

A Charles Reyer le había gustado el apartamento del Angelote espinoso. En realidad se había decidido en el momento en que Mathilde le había hablado de él en el hotel y había dudado para ocultar su precipitación en aceptar. Porque Charles sabía que se sentiría peor a medida que pasaran los meses, y empezaba a tener miedo. Tenía la impresión de que Mathilde podría, sin llegar a saberlo, arrancar su cerebro de los odios mórbidos en los que se estaba hundiendo. Al mismo tiempo, no vislumbraba más recurso que persistir en el odio, y la idea de convertirse en ciego y bueno le repugnaba. Había recorrido paso a paso las paredes del apartamento tanteándolas con las manos, y Mathilde le había enseñado dónde estaban las puertas, los grifos, los interruptores eléctricos. —Los interruptores eléctricos, ¿para qué? —dijo Charles—. La luz, ¿para qué? Es usted imbécil, reina Mathilde.

Mathilde se encogió de hombros. Había descubierto que Charles Reyer se volvía malvado cada diez minutos aproximadamente.

—¿Y los demás? —preguntó Mathilde—. Si viene gente a verle, ¿no enciende la luz y les deja en la oscuridad?

—Es que tengo ganas de matar a todo el mundo —dijo Charles entre dientes, como para disculparse.

Buscó una butaca, se chocó con todos los muebles que aún no conocía y Mathilde no le ayudó. Entonces él permaneció de pie y se volvió hacia ella.

—¿Estoy más o menos enfrente de usted?

—Más o menos.

—Mathilde, encienda la luz.

—Está encendida.

Charles se quitó las gafas y Mathilde miró sus ojos.

—Evidentemente —dijo después de un momento—. No espere que le diga que sus ojos están bien porque son horribles. Realmente, con su piel lívida, le dan el aspecto de un muerto viviente. Con las gafas está usted estupendo, pero sin ellas parece una rescaza. Si yo fuera cirujano, mi querido Charles, intentaría arreglarlo, para que resultara un poco más limpio. No hay ninguna razón para quedarse como una rescaza si se puede conseguir otra cosa. Tengo un amigo que lo hace bien, arregló a un chico después de un accidente, que por el golpe parecía un pez de san Pedro.

—¿Y si a mí me gusta parecer una rescaza? —preguntó Charles.

—Mierda —dijo Mathilde—. ¡No estoy dispuesta a que me dé la lata toda la vida con la historia de su ceguera, por todos los demonios! ¿Quiere ser feo? Muy bien, sea feo. ¿Quiere ser más malo que la quina, destrozar el mundo y hacerlo trizas? Muy bien, hágalo, mi querido Charles, a mí me da igual. Usted aún no puede saberlo, pero si estoy tan alterada es porque estamos a jueves, en pleno comienzo del trozo 2, y por lo tanto hasta el domingo, incluido ese día, no tengo ánimo para nada. La compasión, el paciente consuelo, los estímulos clarividentes y otros valores humanitarios se han acabado esta semana. Nacemos y morimos, y en medio nos deslomamos perdiendo el tiempo para hacer como que lo ganamos, y esto es todo lo que quiero decir de los hombres. El lunes que viene, todos me parecerán maravillosos hasta en sus menores bloqueos personales y su trayectoria milenaria, pero hoy es algo impensable. Hoy lo considero cinismo, desbandada futilidad y placeres inmediatos. Usted puede desear ardientemente ser una rescaza, una morena, una gárgola, una hidra de dos cabezas, una gorgona y un monstruo, allá usted, mi querido Charles, pero no espere desarmarme. A mí me gustan todos los peces, incluidos los peces asquerosos. Así que todo esto no es en absoluto una conversación para un jueves. Está usted estropeándome la semana con sus crisis de venganzas histéricas. En cambio, lo que hubiera estado bien en el trozo 2 es ir a tomar una copa a la Trigla voladora, y le habría presentado a la anciana dama que vive arriba. Pero hoy, ni hablar, sería usted demasiado malo con ella. Con Clémence hay que actuar con delicadeza. Desde hace setenta años no tiene más que una idea, encontrar un amor y un hombre, y si es posible las dos cosas juntas, algo muy difícil por supuesto. Como ve, Charles, cada persona tiene sus miserias. Ella el amor lo tiene a raudales, y llega a enamorarse hasta de un anuncio por palabras. Recorta todos los anuncios de los que se enamora, responde, acude, es humillada, regresa, vuelve a empezar. Clémence parece un poco tonta, resulta un poco desesperante por su amabilidad y sus patéticas atenciones, sacando siempre barajas de cartas de los bolsillos de sus anchos pantalones para obtener éxitos adivinatorios. Ahora le voy a describir su aspecto, ya que tiene usted la descabellada idea de que no ve nada: una cara nada agradable, delgada y masculina, con dientes pequeños y puntiagudos de musaraña,
Crocidura russula,
entre los que daría miedo meter la mano. Se maquilla demasiado. La he contratado dos días a la semana para que clasifique mis archivos. Es minuciosa y paciente, como si no se fuera a morir nunca, y eso a veces me tranquiliza. Trabaja con la cabeza en otra parte, murmurando sus deseos y sus desengaños, recapitulando sus hipotéticas citas, repitiendo sus declaraciones de antemano, y sin embargo clasifica con aplicación, aunque, como usted, se burla de los peces. Ese debe de ser el único punto que tienen ustedes en común.

Other books

The Immortal Prince by Jennifer Fallon
Queen of the Oddballs by Carlip, Hillary
The Secret Language of Girls by Frances O'Roark Dowell
The Winter Wife by Anna Campbell
Dancing on the Head of a Pin by Thomas E. Sniegoski
Chance Collision by C.A. Szarek