El hombre demolido (9 page)

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Authors: Alfred Bester

BOOK: El hombre demolido
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Beck pensó desde el vestíbulo, donde, aparentemente, estaba durmiéndose:

–No nos descubras, Jo.

–¿Estás loco?
–Parecía como si le hubiesen pedido que no quebrara la sagrada ética del gremio. ¼maine irradió una ola tal de indignación que Beck sonrió con una mueca.

Todo esto en el segundo en que Powell volvió a besar a María en la frente con una casta devoción y se desprendió suavemente de su mano temblorosa.

–Damas y caballeros, volveremos a encontrarnos en el estudio.

La multitud comenzó a alejarse, conducida por el capitán. Charlaban otra vez, con una animación renovada. Todo estaba tomando la apariencia de una nueva y fabulosa forma de entretenimiento. A través de los cuchicheos y las risas, Powell sintió las duras aristas de una muralla telepática. Reconoció esas aristas y manifestó su asombro.

–¡Gus! ¡Gus Tate!

–Oh, hola, Powell.

–¿Tú? ¿Ocultándote y escabulléndote?

–¿Gus?
–los interrumpió Beck–.
¿Aquí? No lo había notado.

–¿Qué demonios estás escondiendo?

Una respuesta caótica de ira, pena, miedo de perder una reputación, arrepentimiento, vergüenza.

–Basta, Gus. Se te confunden los pensamientos. No permitas que un escándalo como éste te domine. Muéstrate más humano. Quédate aquí y ayúdanos. Siento que necesitaré a otro primero. Esto va a ser una porquería triple A.

Una vez desocupada la sala, Powell examinó a los tres que se habían quedado con él. Jo ¼maine era un hombre corpulento, grueso, sólido, con una calva brillante y un rostro de agradables y toscas facciones. El menudo Tate estaba nervioso y tenso…, más que de costumbre.

En cuanto al famoso Ben Reich, Powell se encontraba con él por primera vez. Alto, de hombros anchos, decidido, envuelto en una aureola de encanto y poder. Había cierta benevolencia en este poder, pero corrompida por el hábito de la tiranía. Los ojos de Reich eran hermosos y vivos, pero tenía una boca demasiado pequeña, y que se parecía de un modo extraño a una cicatriz. Un hombre magnético, con algo vago y repelente en su interior.

Powell le sonrió. Reich le devolvió la sonrisa. Se dieron la mano, espontáneamente.

–¿Conquista a todos así, Reich?

–Es el secreto de mis triunfos –dijo Reich mostrando los dientes. Había comprendido las palabras de Powell. Se habían entendido.

–Bueno, que los otros no vean que me ha conquistado. Creerán que estamos en connivencia.

–No, Powell, no lo creerán. Los ha engañado. Creen que son ellos los que están en connivencia con usted.

Volvieron a sonreírse. Estaba uniéndolos un inesperado tropismo químico. Era algo peligroso. Powell trató de librarse de él. Se volvió hacia Jo.

–¿Qué hay, Jo?

–En cuanto a la telepatía, Linc…

–En el nivel de Reich, Jo –interrumpió Powell–. No queremos sorprender a nadie.

–Reich me llamó para que lo representara. Nada de TP, Linc. Esto tiene que mantenerse en un nivel objetivo.

–No puedes impedir el examen telepático, Jo. No hay ley que te ampare. Podemos explorar a nuestro gusto.

–Siempre que el examinado consienta. Estoy aquí para decirles cuándo pueden contar con ese consentimiento.

Powell miró a Reich.

–¿Qué pasó?

–¿No lo sabe?

–Quiero oír su versión.

Jo ¼maine intervino:

–¿Por qué es indispensable la versión de Reich?

–Quisiera saber por qué recurrió tan pronto a un abogado. ¿Está metido en esto?

–Estoy metido en muchas cosas, Powell –dijo Reich con una sonrisa–. No es posible dirigir Monarch sin ir acumulando secretos.

–El asesinato no será uno de ellos.

–Fuera de ahí, Linc.

–No sigas bloqueando, Jo. Sólo estoy mirando un poco porque el hombre me gusta.

–Bueno, será mejor que te guste en otro momento.

–Jo no quiere que simpatice con usted –dijo Powell sonriendo a Reich–. Desearía que no lo hubiese llamado. Eso me hace desconfiar.

Reich se rió.

–¿No es ésa la enfermedad de su profesión?

–No. –El niño deshonesto respondió suavemente–. No lo creerá, pero la enfermedad profesional de un detective es el cambio de humor. Unos son graves, otros crónicos. La mayor parte de los detectives sufren cambios muy raros. Yo fui naturalmente crónico hasta que me ocupé del caso Parson, y entonces…

Powell interrumpió de pronto su mentira. Dio un paso atrás, alejándose de su fascinado auditorio y suspiró profundamente. Cuando volvió a hablar, el niño deshonesto había desaparecido:

–Se lo contaré otro día –dijo–. Cuénteme qué pasó después de ver aquellas gotas de sangre en el puño.

Reich se miró las manchas de sangre.

–María comenzó a gritar que se había cometido un crimen y todos subimos precipitadamente al cuarto de la orquídea.

–¿Cómo encontraron el camino en la oscuridad?

–Había luz. María había gritado pidiendo luces.

–Y con luz no le resultó difícil localizar el cuarto, ¿eh? Reich sonrió ásperamente.

–Yo no lo localicé. Era un cuarto secreto. María tuvo que enseñarnos el camino.

–Había guardias allí… desmayados o algo semejante.

–Eso es. Parecían muertos.

–Como piedras, ¿no? No se les movía un músculo.

–¿Cómo podría saberlo?

–¿Cómo, de veras? –Powell miró fijamente a Reich–. ¿Y DʼCourtney?

–Parecía muerto también. Demonios, estaba muerto.

–¿Y todos estaban ahí, mirando?

–Algunos estaban fuera, buscando a la hija.

–Barbara DʼCourtney. Creí que nadie sabía que DʼCourtney y su hija estaban en la casa. ¿Por qué la buscaron?

–No lo sé. María nos lo dijo, y fuimos a mirar.

–¿Se sorprendieron al no encontrarla?

–Estábamos a salvo de toda sorpresa.

–¿No imaginaron dónde podía haber ido?

–María dijo que había matado al viejo y se había escapado.

–¿Le parece posible?

–No lo sé. Todo esto es una locura. Si la muchacha fue capaz de salir de la casa sin decir una palabra, y correr desnuda por las calles, no es difícil entonces que lo haya matado.

–¿Permitirá que lo examine para completar la escena?

–Estoy en manos de mi abogado.

–La respuesta es no –dijo ¼maine–. La constitución concede a un hombre el derecho de rehusar un examen ésper sin que eso le ocasione ningún perjuicio. Reich lo rehúsa.

–Y yo estoy metido en un infierno. –Powell suspiró y se encogió de hombros–. Bueno, iniciemos la investigación.

Los hombres se volvieron y se dirigieron al estudio. A través de la sala, Beck preguntó recurriendo al código policial:

–Linc, ¿por qué ha permitido que Reich se burlara de usted?

–¿Se ha burlado?

–Claro que sí. Ese estafador puede seguir resistiéndose indefinidamente al examen.

–Será mejor que vaya preparando el cuchillo, Beck. Ese estafador está listo para la demolición.

–¿Qué?

–¿No notó el desliz? Reich no sabía que había una hija. Nadie lo sabía. No la había visto. Nadie la vio. Podía imaginar que el crimen la había obligado a huir de la casa. Todos podían imaginarlo. ¿Pero cómo sabía Reich que la muchacha estaba desnuda?

Hubo un momento de silencio, y luego mientras Powell atravesaba el arco del norte y entraba en el estudio, le llegó un mensaje de admiración:

–Me inclino, Linc. Me inclino ante el maestro.

El «estudio» de la casa Beaumont imitaba un baño turco. El piso era un mosaico de circones, espínelas y ámbar. Los muros, con incrustaciones de hilos de oro, resplandecían con el brillo de las piedras sintéticas…, rubíes, esmeraldas, granates, crisólitos, amatistas, topacios…, y exhibían varios retratos de la dueña de casa. Había también algunas alfombras de terciopelo y varias hileras de sillas y sillones.

Powell entró en la habitación y se dirigió directamente hacia el centro, dejando a Reich, Tate y ¼maine a sus espaldas. El cuchicheo de las conversaciones se interrumpió, y María Beaumont comenzó a incorporarse. Powell le indicó que siguiese sentada. Miró a su alrededor, midiendo con precisión la masa psíquica de los sibaritas allí reunidos, y planeando las tácticas que podría emplear. Al fin dijo:

–La ley hace un tonto alboroto alrededor de la muerte. La gente muere por millares, todos los días, pero sólo porque alguien ha tenido bastante audacia, y energía como para ayudar a DʼCourtney en su viaje, la ley trata de hacerlo aparecer como un enemigo del pueblo. Pienso que es algo idiota, pero, por favor, no repitan mis palabras.

Powell se detuvo y encendió un cigarrillo.

–Todos saben, naturalmente, que soy un mirón. Quizás esto los ha alarmado. Imaginarán que estoy aquí como un monstruo TP, sondeando los abismos de sus mentes. Bueno… Jo ¼maine no me dejaría, aunque yo pudiese hacerlo. Y si pudiera hacerlo, no estaría aquí, sino en el trono del universo, sin distinguirme prácticamente de Dios. No creo que ninguno de ustedes haya advertido hasta ahora ese parecido.

Se oyó un murmullo de risas. Powell sonrió pacíficamente y continuó:

–No, ningún telépata es capaz de leer los pensamientos de una multitud. Ya es bastante difícil sondear a un solo individuo. Cuando docenas de ondas TP lo confunden todo, el trabajo se hace imposible. Y ante un grupo como éste, de seres únicos y altamente originales, nos encontramos sin defensa.

–Y decía que yo era simpático –murmuró Reich.

–Esta noche –continuó Powell– estaban ustedes jugando a un juego llamado sardina. Me hubiese gustado asistir. Señora, recuérdeme la próxima vez.

–Lo recordaré –exclamó María–, lo recordaré, querido prefecto.

–Mientras el juego se desarrollaba mataron al viejo DʼCourtney. Estamos casi seguros de que fue un crimen premeditado. Lo sabremos mejor cuando el laboratorio concluya sus análisis. Pero admitamos por ahora que fue un crimen triple A. Así podremos entretenernos con otro juego…, un juego llamado «asesinato».

La reacción de los huéspedes fue algo vaga. Powell continuó con el mismo tono casual, convirtiendo cuidadosamente el más horrible de los crímenes de aquellos últimos setenta años en un manjar de irrealidad.

–En el juego del «asesinato» –dijo Powell– matan a una presunta víctima. Un presunto detective tiene que descubrir quién mató a la víctima. Interroga, pues, a los presuntos sospechosos. Todos dirán la verdad, excepto uno, el asesino, a quien se le permite mentir. El detective compara las distintas declaraciones, deduce quién es el mentiroso, y descubre así al asesino. Creo que les gustará ese juego.

–¿Cómo? –preguntó una voz.

–Sólo soy una turista –dijo otra.

Más carcajadas.

–Una investigación criminal –continuó Powell con una sonrisa– explora tres facetas. Primero, el motivo. Segundo, el método. Tercero, la oportunidad. El laboratorio se ocupa de las dos últimas. Con nuestro juego podemos descubrir la primera. Y al mismo tiempo abrimos una grieta en los problemas que están preocupando al laboratorio. ¿Sabían ustedes que no pueden averiguar qué mató a DʼCourtney? ¿Sabían ustedes que la hija de DʼCourtney ha desaparecido? Salió de la casa mientras ustedes estaban jugando a la sardina. ¿Sabían ustedes que los guardias de DʼCourtney fueron misteriosamente anulados? Sí, de veras. Alguien les robó una hora de vida. Quisiéramos saber cómo.

Los invitados estaban ahora a punto de caer en la trampa, fascinados y sin aliento. Había que hacerla saltar con infinitas precauciones.

–La muerte, la desaparición, y ese robo de una hora…, podemos descubrir todo eso por medio del motivo. Yo seré el presunto detective. Ustedes, los presuntos sospechosos. Todos me dirán la verdad…, todos excepto el asesino, por supuesto. Pero si me permiten ustedes hacerle un examen telepático lo atraparemos y la fiesta tendrá un final realmente brillante.

–¡Oh! –exclamó María, alarmada.

–Un momento, señora. Entiéndame. No pido más que el permiso de ustedes. No tendré necesidad de examinarlos de veras. Pues verán, si todos los sospechosos inocentes me dan su permiso, el culpable será aquel que rehúse. Sólo él tratará de evitar el examen.

–¿Puede hacer eso? –murmuró Reich dirigiéndose a ¼maine.

¼maine movió afirmativamente la cabeza.

–Imagínense un momento la escena. –Powell comenzó a representar, transformando la sala en un escenario–. Yo pregunto, por ejemplo: «¿Me permite usted un examen TP?», y empiezo a recorrer la habitación. –Powell echó a caminar con lentitud, describiendo un círculo, inclinando la cabeza ante cada uno de los huéspedes–. Y todos me responden: «Sí… Claro… ¿Porqué no?… Ciertamente… Sí… Sí…». Y de pronto una pausa dramática. –Powell se detuvo ante Reich, tieso, aterrorizado–. «Usted, señor» –repitió–, «¿me permite usted examinarlo?»

Todos miraban, hipnotizados. Reich, con la cara roja, parecía traspasado por aquel índice acusador y aquella mirada ceñuda.

–Titubeos. Se le enciende la cara, luego se pone pálido y se oye la torturada negativa: «¡No!»… –El prefecto se dio vuelta y los envolvió a todos con un gesto electrizante–. Y en ese momento de emoción, ¡sabemos al fin quién es el asesino!

Casi eran suyos. Casi. Era algo audaz, novedoso, excitante: una exhibición repentina de ventanas ultravioletas que se abrían, a través de las ropas y las carnes, a las profundidades del alma… Pero los huéspedes de María Beaumont tenían la falsía en el alma…, el perjurio…, el adulterio. El Demonio. Y la vergüenza se convirtió en terror.

–¡No! –exclamó María.

Todos se incorporaron gritando:

–¡No! ¡No! ¡No!

–Un hermoso intento, Linc. Pero ahí tienes el resultado. Nunca averiguarás el motivo con estas hienas.

Powell, aun derrotado, era encantador.

–Lo siento, señoras y señores, pero no puedo acusarlos. Sólo un tonto podría fiarse de un policía –suspiró–. Uno de mis asistentes grabará las palabras de aquellos que quieran declarar. El señor ¼maine se quedará con ustedes para aconsejarlos y protegerlos.

Powell miró tristemente a ¼maine:

–Y molestarme.

–No me destroces el corazón, Linc. Éste es el primer crimen triple A en setenta años. Tengo que cuidar mi carrera. Quizá me vuelva famoso.

–Yo también tengo que cuidar mi carrera, Jo. Si mi departamento no encuentra la solución, quizá me arruine.

–Entonces, que cada mirón se cuide a sí mismo.

–Vete al diablo –dijo Powell. Guiñó un ojo a Reich, y salió lentamente de la habitación.

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