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Authors: John Katzenbach

El hombre equivocado (49 page)

BOOK: El hombre equivocado
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—¿Empresa?

—A falta de mejor palabra.

Sally sacudió la cabeza.

—Una bomba estalla en un mercado y hablamos de «daños colaterales». Una operación quirúrgica sale mal y hablamos de «complicaciones». Matan a un soldado y se convierte en una «baja». Vivimos a base de eufemismos.

—¿Y nosotras? —preguntó Hope—. ¿Qué palabra elegirías para tú y yo?

Sally frunció el ceño y se acercó a un espejo. En otra época había sido hermosa y vibrante. Ahora, apenas reconoció a la persona que le devolvía la mirada desde el cristal.

—Supongo que no sabemos qué nos deparará el día. Incertidumbre. Esa es la palabra.

Hope sintió un arrebato de emoción.

—Podrías decir que me amabas.

—Te amo —respondió Sally—. Es a mí a quien ya no amo.

Guardaron silencio mientras Sally observaba sus papeles.

—Cuando hagamos esto todo será diferente. Lo sabes, ¿verdad?

—Creí que el objetivo era hacer que todo volviera a ser como antes.

—Las dos cosas —dijo Sally, envarada—. Será las dos cosas.

Cogió una serie de papeles manuscritos.

—Esto es lo que harán Ashley y Catherine. ¿Quieres acompañarme a hablar con ellas? Mejor no, ¿eh? Si no estás presente, no podrán hacerte ninguna pregunta.

—Te esperaré aquí —dijo Hope. Se tumbó en la cama, se metió bajo el edredón, y sintió un escalofrío en la espalda.

Sally las encontró en la habitación de su hija.

—¿Podréis hacer las cosas aquí anotadas sin hacer preguntas? —las interpeló—. No es mucho. Tengo que saberlo.

Catherine cogió la lista, la leyó rápidamente y se la entregó a Ashley.

—Creo que sí —dijo.

—El guión está escrito ahí. Voy a entregarte un teléfono móvil que perderás después de hablar con él —dijo Sally—. Puedes improvisar, claro, pero tienes que dejar claros los puntos principales. ¿Lo entiendes?

Ashley leyó el papel y asintió.

—¿Podré…?

—Parece el principio de una pregunta —la interrumpió Sally con una sonrisa triste—. El tema es que debes, repito, debes convencer a O'Connell. Tiene que creérselo. Nos parece que la furia, los celos y una pizca de indecisión son la mezcla que lo animará. Si puedes encontrar una forma mejor de expresarlo, adelante. Pero el resultado debe ser exactamente el mismo. ¿Entendido? Hope, tu padre y yo contamos con eso. ¿Podrás hacer tu parte, Ashley, cariño? Mucho dependerá de tu capacidad de persuasión.

—¿Mucho de qué?

—Ah, otra pregunta. De momento no tendrás respuesta. Mira ahí abajo. Números de teléfono. Espero que los memorices, porque al final del día este papel, y todo lo demás, será destruido. Es todo por ahora.

—¿Ya está? —preguntó Ashley.

—Se te pide que hagas una parte, tal como pediste. Pero no sabrás el objetivo final. Además, no correrás casi ningún riesgo. Digamos que tu exposición al peligro será muy limitada. Catherine, cuento con que lo comprendas. Y que cumplas con todo lo indicado en la lista.

—No sé si me gusta —dijo Catherine—. No sé si me gusta actuar a ciegas.

—Bueno, todos estamos en territorio inexplorado. Pero necesito estar segura al cien por cien de nuestras funciones.

—Lo haremos, vale, aunque no veo…

—Exacto: no ves. —Sally se detuvo en la puerta y las miró—. Me pregunto si comprendes cuánto te queremos —dijo—. Y lo que estamos dispuestos a hacer por ti.

Ashley asintió con la cabeza.

—Lo mismo podría decirse de Michael O'Connell —intervino Catherine—, y por eso estamos aquí.

Desde el Porsche, Scott llamó al padre de O'Connell por el móvil que Sally le había proporcionado. Sonó tres veces antes de que el viejo respondiera.

—¿Señor O'Connell? —dijo Scott con tono profesional.

—¿Quién es? —Palabras pastosas, tras tres o más cervezas.

—Soy Smith.

—¿Quién?

—Jones, si lo prefiere.

O'Connell soltó una carcajada.

—Oh, sí, claro. Eh, ese e-mail que me dio no funciona. Lo intenté y me vino de vuelta.

—Un ligero cambio en los procedimientos motivado por cuestiones de seguridad. No se preocupe. —Scott suponía que O'Connell tenía un ordenador sólo para acceder a las páginas web pornográficas—. Anote este número de móvil. —Leyó el número.

—Vale, lo tengo. Pero no he sabido nada de mi chico, y no espero saberlo.

—Señor O'Connell, me consta que las cosas podrían cambiar. Creo que tendrá noticias de él en breve. Cuando ocurra, llame a este número inmediatamente. El interés de mi jefe por hablar con su hijo ha aumentado en los últimos días. Su necesidad se ha vuelto, digamos, más urgente. Por tanto, como podrá comprender, cuando usted haga esa llamada él se mostrará bastante más generoso de lo previsto. ¿Entiende lo que estoy diciendo?

O'Connell vaciló.

—Sí —dijo—. Si el chico aparece las cosas saldrán mejor para mí, lo entiendo. Pero, como le digo, no he sabido nada de él y…

—Tenga paciencia. Por el bien de todos —dijo Scott, y cortó la comunicación.

Echó atrás la cabeza y bajó la ventanilla. Sentía que se ahogaba. La náusea casi se había apoderado de él, pero, cuando intentó vomitar, sólo pudo toser en seco.

Tomó aire y miró la hoja que le había dado Sally, con su lista de tareas. Había algo terrible en su habilidad para organizar, para pensar con precisión matemática algo tan difícil como lo que se disponían a acometer. Scott se sintió febril y la boca le sabía a bilis.

Creía que toda su vida había girado en una periferia secundaria. Había ido a la guerra, porque sabía que le correspondía a su generación, pero luego dio un paso atrás y se mantuvo a salvo. Las enseñanzas que impartía ayudaban a los estudiantes, pero no a sí mismo. Su matrimonio había sido un desastre humillante, salvo por Ashley. Y ahora, ya en la madurez, por primera vez se le pedía que hiciera algo verdaderamente excepcional, algo que rompía los cuidadosos límites que había impuesto en su vida. Una cosa era actuar como un padre colérico y decir «Voy a matar a ese cabrón» como simple desahogo. Y otra muy distinta era dar los pasos necesarios para matarlo efectivamente. Entonces vaciló y se preguntó si podría hacer algo más que decir algunas mentiras al padre de O'Connell.

«Mentir —pensó—. En eso soy bueno. Tengo mucha experiencia.»

Miró de nuevo la lista. Sabía que las palabras no iban a ser suficientes. Puso el coche en marcha y se dirigió a la primera ferretería que encontró. Tarde, tal vez a medianoche, tenía que hacer un viaje hasta el aeropuerto. No esperaba dormir mucho en las horas siguientes.

Era media mañana, y en la casa sólo quedaban Catherine y Ashley. Sally se había marchado vestida como para ir al despacho, con otras ropas guardadas en el maletín. Hope también había salido como si no sucediera nada fuera de lo corriente, con la mochila al hombro. Ninguna de las dos les había dicho nada sobre lo que les depararía el día. Y tanto Catherine como Ashley habían visto una expresión furtiva en sus ojos.

Si Sally y Hope habían dormido bien la noche anterior, no se notó en sus gestos tensos y palabras cortantes. Se habían movido con una disciplina militar que sorprendió a Ashley. Nunca las había visto comportarse con aquellos movimientos resueltos y aquellas miradas de acero.

Catherine entró resoplando.

—Algo se está cociendo, querida —dijo. Traía en la mano el papel de Sally.

—Eso es expresarlo suavemente —respondió Ashley—. Maldita sea. No puedo quedarme fuera como una espectadora.

—Tenemos que seguir el plan. Sea cual sea.

—¿Cuándo ha funcionado un plan elaborado por mis padres? —repuso Ashley, aunque advirtió que sonaba como una quinceañera petulante.

—Eso no lo sé, pero Hope suele hacer exactamente lo que dice que va a hacer. Es sólida como una roca.

Ashley asintió.

—Firme como un ladrillo —dijo—. Después del divorcio, mi padre solía ponerme esa canción de Jethro Tull en su aparato de música y bailábamos por todo el salón. Era difícil encontrar cosas comunes, así que empezaba a ponerme todo el rock and roll de los sesenta que tenía. Rolling Stones, Grateful Dead, los Who, Janis Joplin. Me enseñó el baile
drug,
el
watusi
y el
freddy.
—Miró por la ventana, sin saber que su padre había recordado lo mismo días antes—. Me pregunto si él y yo volveremos a bailar alguna vez. Siempre pensé que lo haríamos cuando me casara, delante de todos los invitados. Me sacaría y daríamos unas vueltas por la pista y todo el mundo aplaudiría. Yo con un largo vestido blanco, él con esmoquin. Cuando era pequeña lo único que quería era enamorarme. No una relación triste y enojosa como la de mis padres, sino algo más parecido a Hope y mi madre, excepto que sería un chico guapo, guapo de verdad. Y cuando le contaba esto a Hope, ¿sabes?, siempre me decía que sería magnífico. Nos reíamos e imaginábamos vestidos de novia y flores y todas esas cosas de chicas. —Dio un paso atrás—. Y mira, el primer hombre que me dice en serio que me ama, resulta una pesadilla.

—La vida es extraña —dijo Catherine—. Tenemos que confiar en que sepan lo que hacen.

—¿Crees que lo saben? —Ashley empuñó el revólver y dijo—: Si tengo la oportunidad… —Entonces apuntó a la lista—. Muy bien. Acto primero, escena primera. Entran por la derecha Ashley y Catherine. ¿Cuál es nuestra, primera intervención?

Catherine miró su lista.

—Lo primero es lo más difícil. Tenemos que asegurarnos de que O'Connell no está aquí. Supongo que daremos un paseo para comprobarlo.

—¿Y luego qué?

La anciana miró el papel.

—Luego viene tu gran momento. Tu madre ha subrayado tres veces el párrafo. ¿Preparada?

Ashley no contestó. No estaba segura.

Se pusieron los abrigos y salieron por la puerta principal. Se detuvieron en el escalón superior, escrutando la manzana arriba y abajo. Todo estaba tranquilo, como de costumbre. Ashley mantuvo empuñado el revólver, oculto en el bolsillo del abrigo, frotando nerviosamente el dedo índice contra la guarda del gatillo. Le sorprendía la manera en que su miedo hacia O'Connell la hacía ver el mundo como un lugar lleno de amenazas. La calle donde había pasado gran parte de su infancia jugando debería haberle resultado tan familiar como el dormitorio del piso de arriba. Pero no. O'Connell había conseguido convertirla en un algo diferente. Aquel malnacido había destruido su mundo: sus estudios, su apartamento en Boston, su empleo, y ahora el lugar donde había crecido. Se preguntó si él sabía realmente cuánta maldad había en su conducta.

Tocó el cañón del arma. «Mátalo. Porque te está matando», se dijo.

Sin dejar de escrutarlo todo, ambas echaron a andar lentamente por la acera. Ashley quería obligarlo a mostrarse, si es que estaba allí. A media manzana, a pesar de la lluvia, se quitó el gorro de lana. Sacudió la cabeza, dejando que el pelo le cayera sobre los hombros antes de volver a encasquetárselo. Por primera vez en meses, quiso resultar irresistible.

—Sigue andando —dijo Catherine—. Si está aquí, se dejará ver.

Prosiguieron y detrás oyeron un coche ponerse en marcha. Ashley tanteó el gatillo del arma y se preparó, con el corazón palpitando. Contuvo la respiración cuando el sonido aumentó.

Cuando le pareció que el coche las alcanzaba, giró bruscamente, sacando el arma y separando los pies, adoptando la postura que había practicado en su habitación. Su pulgar resbaló sobre el seguro y luego sobre el percutor. Exhaló bruscamente, casi un gruñido del esfuerzo, y luego un silbido de tensión.

El coche, con un hombre de mediana edad al volante, pasó de largo. El conductor ni siquiera la vio: iba buscando alguna dirección al otro lado de la calle.

Ashley gruñó, pero Catherine mantuvo la calma.

—Guarda el arma —dijo tranquilamente—. Antes de que te vea algún ama de casa.

—¿Dónde demonios está?

Catherine no respondió.

Las dos continuaron caminando despacio. Ashley se sentía tranquila, decidida a acabar con todo de una vez. «¿Es esto lo que se siente al estar preparada para matar a alguien?» Pero el verdadero O'Connell, al contrario que el O'Connell fantasmal que la acechaba a sol y sombra, no se veía por ninguna parte.

Cuando giraron para volver a la casa, Catherine murmuró:

—Muy bien, no está aquí. ¿Estás preparada para dar el siguiente paso?

Ashley dudaba que pudiera saber la respuesta a eso hasta que lo intentaran.

Michael O'Connell estaba en su mesa, la habitación a oscuras, bañado por el brillo de la pantalla del ordenador. Trabajaba en una pequeña sorpresa para la familia de Ashley. En calzoncillos, el pelo hacia atrás después de una ducha, tecleaba al compás de la música tecno que sonaba por los altavoces. Las canciones que escuchaba eran rápidas, casi desquiciadas.

Le regocijaba haber usado parte del dinero que le había dado el patético padre de Ashley para reponer el ordenador que había destrozado Murphy. Y ahora se aplicaba a fondo en una serie de trucos electrónicos que iban a crear problemas importantes a aquellos cretinos.

Lo primero era un anónimo a Hacienda denunciando que Sally exigía el pago de sus honorarios mitad en cheque y mitad en negro. «Lo que más odian los inspectores de Hacienda —pensó— es que alguien intente esconder ingresos sustanciosos.» Se mostrarían implacables cuando revisaran su contabilidad.

Esto le hizo reír.

Lo segundo era otro anónimo a las oficinas de Nueva Inglaterra de la Agencia Federal Antidroga alegando que Catherine cultivaba grandes cantidades de marihuana en su granja, en un invernadero oculto dentro del granero. Esperaba que eso fuera suficiente para que un juez expidiera una orden de registro. Y aunque no encontraran nada, como en el fondo sabía que ocurriría, sospechaba que la nerviosa mano de la DEA estropearía sus preciosas antigüedades y recuerdos. Pudo imaginar la casa hecha un estropicio.

Lo tercero era una sorpresa especial para Scott. Navegando por la red con la clave «Histprof» había descubierto una página web danesa que ofrecía la pornografía más virulenta con niños y preadolescentes en todo tipo de poses. El siguiente paso era conseguir un número falso de tarjeta de crédito y hacer que enviaran una selección de fotografías a casa de Scott. Luego sería muy sencillo darle el soplo a la policía local. De hecho, pensó, tal vez ni siquiera tendría que hacerlo. La policía probablemente recibiría una llamada del servicio de Aduanas, que se mostraba muy celoso con ese tipo de importaciones.

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