Read El hombre que se esfumó Online
Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
—Es un caso de lavado de estómago —le advirtió Kollberg—. Muy urgente. Les seguiremos.
Cuando Gunnarsson estuvo sentado en el coche, Kollberg pareció recordar algo. Abrió la puerta un instante y preguntó:
—Cuando se dirigió usted del hotel al tren, ¿fue primero a una estación equivocada?
El hombre que había matado a Alf Matsson se le quedó mirando con ojos que ya empezaban a parecer vidriosos y extraños.
—Sí, ¿cómo lo sabía?
Kollberg cerró la puerta. El coche se alejó. El policía que iba al volante hizo sonar la sirena en la primera esquina.
En el solar de los bomberos de Hagalund se movían con cuidado policías con monos grises entre montones de cenizas y vigas chamuscadas. Un pequeño grupo de paseantes domingueros con cochecitos de niño y bandejas de pasteles se había concentrado junto a la zona acordonada y observaba con curiosidad el espectáculo. Eran ya más de las cuatro.
En cuanto Martin Beck y Kollberg salieron del coche, Stenström se apartó de un grupo de policías y se acercó a ellos.
—Tenían razón —dijo—. Está ahí, pero no queda mucho de él.
Una hora más tarde estaban de nuevo de camino hacia el centro de la ciudad. Al pasar junto al Norrtull, Kollberg dijo: —Dentro de una semana, la empresa que va a construir allí lo hubiera aplastado todo con un
bulldozer.
Martin Beck asintió.
—Lo hizo lo mejor que pudo —dijo Kollberg filosóficamente—. Y no lo hizo mal del todo. Si hubiera sabido un poco más de Matsson y se hubiese tomado la molestia de ver lo que había en la maleta, y dejado el avión en Copenhague en vez de correr el riesgo de borrar el sello de su pasaporte...
Dejó la frase sin terminar. Martin Beck lo miró de reojo.
—Entonces, ¿crees que se habría salido con la suya?
—No —replicó Kollberg—. Claro que no.
Pasaron junto a las piscinas Vanadis, llenas de gente a pesar del dudoso tiempo veraniego. Kollberg carraspeó y dijo:
—No veo porqué aún sigues con esto. Se supone que estás de vacaciones.
Martin Beck miró el reloj. Hoy ya no le daría tiempo de ir a la isla.
—Puedes dejarme en Odengatan —dijo.
Kollberg se detuvo ante un cine que había en la esquina.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Ni siquiera se estrecharon las manos. Martin Beck se quedó parado en la acera viendo cómo se alejaba el coche. Luego, cruzó la calle en diagonal, dobló la esquina y entró en un restaurante que había allí, el Metropol. El bar tenía una iluminación velada y agradable y en una de las mesitas del rincón se desarrollaba una conversación en voz baja.
Se sentó ante la barra.
—Whisky —dijo.
El barman era un hombre alto con ojos tranquilos, movimientos rápidos y una chaqueta blanca como la nieve.
—¿Agua con hielo?
—Sí, ¿por qué no?
—De acuerdo —dijo el barman—. Muy bien. Un whisky con hielo.
Estupendo.
Martin Beck permaneció en aquel taburete del bar durante cuatro horas. No volvió a hablar, pero de vez en cuando señalaba su vaso con el dedo. El hombre de la chaqueta blanca tampoco dijo nada. Era mejor así.
Martin Beck contemplaba su propio rostro en el espejo ahumado tras la fila de botellas. Cuando la imagen empezó a hacerse borrosa, llamó a un taxi y se fue a casa. Ya en el vestíbulo comenzó a desvestirse.
262.
Un tipo de poema humorístico con una métrica específica.
Martin Beck se despertó sobresaltado. Había dormido profundamente y sin sueños. La manta y la sábana se le habían caído al suelo y tenía frío.
Cuando se levantó para cerrar la puerta del balcón, sus ojos centelleaban. Las sienes le palpitaban y tenía el paladar áspero y seco. Se dirigió al cuarto de baño y, con dificultad, se tragó dos aspirinas, que acompañó con un sorbo de agua. Luego se volvió a la cama, se tapó con la sábana y la manta y trató de volver a dormir. Tras un par de horas de semisueño lleno de pesadillas, se levantó y se dio una larga ducha antes de vestirse lentamente. Luego salió al balcón y se quedó allí, con los codos apoyados sobre la barandilla, la barbilla entre las manos.
El cielo estaba alto y claro, el frío aire de la mañana parecía un presagio de otoño. Durante un rato, se quedó mirando a un gordo perro salchicha que se movía con lentitud entre los troncos de los árboles de un pequeño pinar situado frente al edificio. Lo llamaban zona verde, pero no merecía tal nombre. El suelo entre los árboles estaba cubierto de agujas secas de pino y basura, y la poca hierba que había a principios del verano había desaparecido de tanto pisarla.
Martin Beck volvió al dormitorio e hizo la cama. Luego, inquieto, dio vueltas un rato por las habitaciones, recogió varios libros y otras pequeñas cosas, los metió en su maletín y abandonó el piso.
Cogió el metro hasta Slussen. El barco no zarpaba hasta al cabo de una hora, así que dio un paseo por el muelle de Skeppsbron en dirección al puente Strömbron. En el muelle de Blasieholmen estaba atracado su barco con la pasarela bajada; dos hombres de la tripulación amontonaban cajas en la cubierta de proa. Martin Beck no subió a bordo, continuó caminando y se detuvo en la terraza del Chapman a tomar una taza de té, que le hizo sentirse aún peor.
Cuando quedaba un cuarto de hora para la salida, subió al barco del archipiélago; era de vapor y lanzaba humo blanco por la chimenea. Subió a cubierta y se sentó en el mismo sitio en que había estado al comienzo de sus vacaciones, apenas dos semanas antes. Ahora nadie iba a impedirle terminarlas, pensó. Pero ya no sentía placer ni entusiasmo ante la idea de sus vacaciones en la isla.
La máquina retumbaba, el barco retrocedió apartándose del muelle, la sirena aulló y Martin Beck se apoyó sobre la borda, mirando fijamente los remolinos de espuma que formaba el agua. La agradable sensación de unas vacaciones veraniegas había desaparecido y se sintió desgraciado.
Al cabo de un rato se dirigió al salón y se bebió una botella de agua mineral. Cuando salió de nuevo a cubierta, su sitio había sido ocupado por un hombre gordo de cara colorada, vestido con traje sport y boina. Antes de que Martin Beck tuviera tiempo de retirarse, el hombre gordo se presentó y soltó un torrente de palabras sobre la belleza del archipiélago. Martin Beck escuchó apáticamente mientras el hombre le señalaba y nombraba las islas por las que pasaban. Finalmente, logró cortar el monólogo y huir del experto en el archipiélago bajando al salón de popa.
El resto del viaje lo pasó acostado en la penumbra, en uno de los duros bancos tapizados de felpa, viendo cómo el polvo se arremolinaba en el rayo de luz verdosa de la escotilla.
Nygren le esperaba en el malecón, sentado en su lancha motora.
Al acercarse a la isla, apagó el motor y dejó que la lancha se deslizara a lo largo del pequeño embarcadero, de modo que Martin Beck pudiera saltar a tierra. Luego volvió a poner en marcha el motor, saludó con la mano y desapareció tras doblar la punta.
Martín Beck subió andando hasta la casa. Su mujer estaba tendida en el suelo, a sotavento, detrás de la casa, tomando el sol desnuda sobre una manta.
—¡Hola!
—¡Hola! No te he oído venir.
—¿Dónde están los niños?
—Por ahí, con la barca.
—¿Ah, sí?
—¿Qué tal en Budapest?
—Bueno... muy bonito. ¿No has recibido las postales que te mandé?
—No.
—Ya llegarán, supongo.
Entró en la casa, bebió un poco de agua y se quedó inmóvil, mirando la pared. Pensó en la mujer rubia con la cadena, y se preguntó si habría estado mucho tiempo llamando al timbre sin que nadie abriera la puerta. O si llegó tan tarde que el piso ya estaba lleno de policías con pinzas y botes de polvos.
Oyó a su mujer entrar en la habitación.
—¿Cómo te encuentras?
—No muy bien —contestó Martin Beck.