El hombre unidimensional (33 page)

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Authors: Herbert Marcuse

BOOK: El hombre unidimensional
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Como la tecnología, el arte crea otro universo de pensamiento y práctica contra y dentro del existente. Pero en contraste con el universo técnico, el universo artístico es un universo de ilusión, apariencia,
Schein
. Sin embargo, esta apariencia es semejanza de una realidad que existe como amenaza y promesa de la establecida.
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Bajo varias formas de máscaras y silencio, el universo artístico es organizado por las imágenes de una vida sin temor; bajo formas de máscaras y silencio, porque el arte no tiene el poder de hacer posible esa vida y ni siquiera tiene el poder de representarla adecuadamente. Sin embargo, la verdad ilusoria e impotente del arte (que nunca ha sido tan ilusoria e impotente como ahora, cuando se ha convertido en un ingrediente omnipresente de la sociedad administrada) atestigua la validez de sus imágenes. Cuanto más ostensiblemente irracional se hace la sociedad, mayor es la racionalidad del universo artístico.

La civilización tecnológica establece una relación específica entre al arte y la técnica. Mencioné antes la noción de una inversión de la ley de los tres estadios y de una «revalidación» de la metafísica
sobre la base
de la transformación científica y tecnológica del mundo. La misma noción puede extenderse ahora a la relación entre la ciencia tecnológica y el arte. La racionalidad del arte, su habilidad para «proyectar» la existencia, y definir posibilidades no realizadas todavía puede ser vista entonces como
ratificada por y funcionando en la transformación científico-tecnológica del mundo
. En vez de ser el criado del aparato establecido, embelleciendo sus negocios y su miseria, el arte llegaría a ser una técnica para destruir estos negocios y esta miseria.

La racionalidad tecnológica del arte parece estar caracterizada por una «reducción» estética:

El arte es capaz de reducir el aparato que la apariencia externa requiere para preservarse a sí misma; reducción a los límites en los que lo externo puede llegar a ser la manifestación del espíritu y la libertad.
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Según Hegel, el arte reduce la contingencia inmediata en la que existe un objeto (o una totalidad de objetos), a un estado en el que el objeto toma la forma y la cualidad de la libertad. Esta transformación es una reducción, porque la situación contingente sufre exigencias que son externas y que se interponen en el camino de su libre realización. Estas exigencias constituyen un «aparato», en tanto que no son meramente naturales, sino más bien sujetas a un cambio y un desarrollo libre, racional. Así, la transformación artística viola al objeto natural, pero el objeto violado es en sí mismo opresivo; la transformación estética es entonces liberación.

La reducción estética aparece en la transformación tecnológica de la naturaleza cuando tiene éxito en el propósito de asociar el dominio y la liberación, dirigiendo el dominio hacia la liberación. En este caso, la conquista de la naturaleza reduce la ceguera, la ferocidad y la fertilidad de la naturaleza; lo que implica reducir la ferocidad del hombre contra la naturaleza. El cultivo de la tierra es enteramente diferente a la destrucción de la tierra; la extracción de los recursos naturales es diferente a su devastación; la tala de los bosques a la deforestación. La pobreza, la enfermedad y el crecimiento canceroso son males tanto naturales como humanos: su reducción y anulación es liberación vital. La civilización ha alcanzado esta «otra» transformación liberadora en sus jardines, parques y «reservas». Pero fuera de estas pequeñas áreas protegidas, ha tratado a la naturaleza como ha tratado al hombre: como un instrumento de la productividad destructora.

Las categorías estéticas se integrarán en la tecnología de la pacificación, en la medida en que la maquinaria productiva esté construida teniendo en cuenta el libre juego de las facultades. Pero contra todo «Eros tecnológico» y otras falsas interpretaciones similares, «el trabajo no puede convertirse en juego…» La afirmación de Marx cierra el paso a toda interpretación romántica sobre la «abolición del trabajo».La idea de tal milenio es tan ideológica en la civilización industrial avanzada como lo era en la Edad Media, y quizás aún más. Porque la lucha del hombre con la naturaleza es cada vez más una lucha con su sociedad, cuyos poderes sobre el individuo llegan a ser más «racionales» y por tanto más necesarios que nunca. Sin embargo, aunque el reino de la necesidad persiste, su organización, teniendo en cuenta fines cualitativamente diferentes, cambiaría no sólo el modo, sino también el nivel de la producción socialmente necesaria. Y este cambio a su vez afectaría a los agentes humanos de la producción y a sus necesidades:

el tiempo libre transforma al que disfruta de él en un sujeto diferente, y como sujeto diferente entra en el proceso de producción inmediata.
191

He subrayado reiteradamente el carácter histórico de las necesidades humanas. Por encima del nivel animal, incluso las necesidades de la vida en una sociedad libre y racional serían diferentes de las que se producen en y para una sociedad irracional y sin libertad. El concepto de «reducción» es el que puede ilustrar nuevamente la diferencia.

En la era contemporánea, la conquista de la escasez está confinada todavía a pequeñas áreas de la sociedad industrial avanzada. Su prosperidad cubre el infierno dentro y fuera de sus fronteras; da asimismo lugar a una productividad represiva y a «falsas necesidades». Es represiva precisamente en la medida en que promueve la satisfacción de necesidades que requieren continuar la carrera de ratas para ponerse a la altura de los iguales y con obsolescencia planificada gozar de la libertad de no tener que usar el cerebro, trabajando con y para los medios de destrucción. Las obvias comodidades que genera este tipo de productividad, y lo que es más, el apoyo que otorga a un sistema de dominación lucrativa, facilita su importación a áreas menos avanzadas del mundo, donde la introducción de tal sistema todavía implica un tremendo progreso en términos técnicos y humanos.

Sin embargo, la estrecha interrelación entre la habilidad manipulativa técnica y política, entre la productividad lucrativa y la dominación, confiere a la conquista de la escasez las armas que contienen la liberación. En un alto grado, es la pura
cantidad
de bienes, servicios, empleos y diversiones en los países superdesarrollados la que realiza esta contención. En consecuencia, el cambio cualitativo parece presuponer un cambió
cuantitativo
en el nivel avanzado de vida, que equivale a
una reducción del superdesarrollo.

El nivel de vida alcanzado en las áreas industriales más avanzadas no es un modelo adecuado de desarrollo, si lo que se busca es la pacificación. Ante lo que ese nivel ha hecho del hombre y la naturaleza, debe formularse nuevamente la pregunta sobre si merece la pena de los sacrificios y las víctimas que se han hecho en su defensa. La pregunta no carece ya de fundamento, puesto que la «sociedad opulenta» se ha convertido en una sociedad en movilización permanente contra el riesgo de la aniquilación, y puesto que la venta de sus bienes ha sido acompañada de una idiotización, de la perpetuación del esfuerzo y la promoción de la frustración.

Bajo estas circunstancias, la liberación de la sociedad «opulenta» no significa el regreso a la saludable y robusta pobreza, la limpieza moral y la simplicidad. Al contrario, la eliminación del despilfarro lucrativo aumentaría la riqueza social disponible para la distribución, y el fin de la movilización permanente reduciría la necesidad social de negar satisfacciones que son del individuo: negaciones que ahora encuentran compensación en el culto al buen aspecto, la fuerza y la regularidad.

Hoy, en el próspero Estado de guerra y bienestar, las cualidades humanas de una existencia pacífica parecen asociales y antipatrióticas: cualidades como la negativa a la rudeza, la brutalidad y el espíritu gregario: la desobediencia a la tiranía de la mayoría; la aceptación del temor y la debilidad (¡la reacción más racional a esa sociedad!); una inteligencia sensible, enferma por lo que se está perpetrando, el compromiso con las endebles y ridículas acciones de protesta y rechazo. También estas expresiones de humanidad serán obstruidas por los compromisos indispensables: la necesidad de protegerse, de ser capaz de engañar a los engañadores y vivir y pensar a pesar de ellos. En la sociedad totalitaria, las actitudes humanas tienden a hacerse escapistas; para seguir el consejo de Samuel Beckett: «No esperes a ser cazado para esconderte…»

Incluso la retirada personal de la energía mental y física ante las actividades y actitudes requeridas por la sociedad, sólo es posible hoy para unos cuantos; es sólo un aspecto inconsecuente de la reorientación de la energía que debe preceder a la pacificación. Más allá del campo personal, la autodeterminación presupone una libre energía disponible que no es gastada en el trabajo material e intelectual superimpuesto. Debe ser energía libre también en el sentido de que no sea canalizada en la utilización de bienes y servicios que satisfacen al individuo al tiempo que lo incapacitan para lograr una existencia propia y asir las posibilidades que son rechazadas por su satisfacción. La comodidad, los negocios, la seguridad de empleo en una sociedad que se prepara para y contra la destrucción nuclear puede servir como ejemplo universal de la satisfacción que esclaviza. La liberación de la energía de los actos requeridos para sostener la prosperidad destructiva implica disminuir el alto nivel de servidumbre, para capacitar a los individuos a desarrollar la racionalidad que puede hacer posible una existencia pacífica.

Un nuevo nivel de vida, adaptado a la pacificación de la existencia, también presupone una reducción en la población futura. Es comprensible, incluso razonable, que 1a civilización industrial considere legítima la matanza de millones de hombres en la guerra y los sacrificios diarios de todos aquellos que carecen de cuidado y protección adecuados, pero descubre sus escrúpulos morales y religiosos si se plantea el problema de evitar la producción de más vida en una sociedad que está todavía montada para la aniquilación planificada de la vida en nombre del interés nacional, y para la improvisada privación de la vida en favor de intereses privados. Estos escrúpulos morales son comprensibles y razonables, porque esa sociedad necesita un número cada vez mayor de consumidores y partidarios; la excesiva capacidad, constantemente regenerada, debe ser administrada.

Sin embargo, los imperativos de la producción en masa lucrativa no son necesariamente idénticos a los de la humanidad. El problema no es sólo (y quizás ni siquiera primariamente) el de la alimentación y el cuidado apropiados para la población en crecimiento; es antes que nada un problema de número, de mera cantidad. Hay algo más que licencia poética en la acusación que Stefan Goerge pronunció hace medio siglo: «¡Ya vuestro número es un crimen!» .

El crimen es el de una sociedad en la que la creciente población agrava la lucha por la existencia frente a su posible alivio. El impulso hacia más «espacio vital» actúa no sólo en la agresividad internacional, sino también
dentro
de la nación. En ella, la expansión ha invadido mediante todas las formas de trabajo de equipo, vida y diversión comunitarias, el espacio interior de la vida privada y ha eliminado prácticamente la posibilidad de ese aislamiento en el que el individuo se vuelve sobre sí mismo solo y puede pensar, interrogarse y encontrar respuestas. Este tipo de vida privada —la única condición que, sobre la base de las necesidades vitales satisfechas, puede darle sentido a la libertad y la independencia del pensamiento— ha llegado a ser desde hace mucho la mercancía más cara, disponible sólo para los muy ricos (que no la usan). En este aspecto, también, la «cultura» revela sus orígenes y limitaciones feudales. Sólo puede llegar a ser democrática mediante la abolición de la democracia de masas; esto es, si la sociedad ha logrado restaurar las prerrogativas de la vida privada, garantizándolas para todos y protegiéndolas para cada uno.

A la negación de la libertad, incluso de la posibilidad de libertad, corresponde la concesión de libertades cuando éstas fortalecen la represión. El grado en que se permite a la población romper la paz dondequiera que todavía haya paz y silencio, en que se le permite ser fea y afear las cosas, abusar de la familiaridad, ofender las buenas formas, es aterrador. Es aterrador porque expresa el esfuerzo legal e incluso organizador por rechazar al Otro en su propio derecho, por impedir la autonomía, incluso en una pequeña, reservada esfera de la existencia. En los países superdesarrollados, una parte cada vez mayor de la población se convierte en un amplio público cautivo: capturado no sólo por un régimen totalitario, sino por las libertades de los ciudadanos cuyos medios de diversión y elevación obligan al Otro a participar de sus sonidos, sus imágenes y sus olores.

¿Puede afirmar con derecho una sociedad que no es capaz de proteger la vida privada del individuo, incluso dentro de las cuatro paredes propias, que es una sociedad que respeta al individuo y que es libre? Sin duda, una sociedad libre se define más por el aumento de sus logros fundamentales que por la autonomía privada. Y sin embargo, la ausencia de esta última invalida incluso las más caracterizadas instituciones de libertad económica y política, negando la libertad en sus raíces ocultas. La socialización masiva empieza en la casa e impide el desarrollo de la conciencia. La obtención de la autonomía exige condiciones en las que las dimensiones reprimidas de la experiencia puedan volver a la vida otra vez; su liberación exige la represión de las necesidades y satisfacciones heterónomas que organizan la vida en la sociedad. Cuanto más altas hayan llegado a ser las propias necesidades y satisfacciones del individuo, más aparecerá su represión como una fatal privación. Pero gracias precisamente a este carácter fatal, pueden crear el primer prerrequisito subjetivo para un cambio cualitativo; éste sería
la redefinición de las necesidades.

Para usar un ejemplo (por desgracia fantástico), la mera supresión de todo tipo de anuncios y de iodos los medios adoctrinadores de información y diversión sumergiría al individuo en un vacío traumático en el que tendría la oportunidad de sorprenderse y de pensar, de conocerse a sí mismo (o más bien a la negación de sí mismo) y a su sociedad. Privado de sus falsos padres, guías, amigos y representantes, tendría que aprender su abecedario otra vez. Pero las palabras y frases que formaría podrían resultar muy diferentes y lo mismo sucedería con sus aspiraciones y temores.

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