Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
Y, sin duda alguna, también para ese cabrón de Collins, que anda acechándola en la sombra como un tratante de blancas. Jerry había trabajado para Sam un par de veces cuando Sam era sólo el señor Mellon de Vientiane, un astuto y próspero comerciante, cabecilla de los timadores ojirredondos de la localidad. Era el sinvergüenza más desagradable que había visto en su vida.
Volvió a su puesto en la ventana pensando de nuevo en Lizzie, allá arriba, en su frívola azotea. Pensando en el buen Frost, y en su amor a la vida. Pensando en el olor que le había recibido al regresar allí, a su piso.
Estaba en todas partes. Por encima del hedor del desodorante de la muchacha, del olor a cigarrillos rancios y a gas y del olor al aceite con que cocinaban en el piso de al lado los jugadores de
mah—jong.
Al percibirlo, Jerry había trazado en su imaginación la ruta que había seguido Tiu en su incursión: dónde se había entretenido y dónde se había apresurado en su recorrido por las ropas de Jerry, las defensas de Jerry y las escasas posesiones de Jerry. Aquel olor a agua de rosas y almendras, que era el preferido de su antigua esposa.
Cuando sales de Hong Kong, ésta deja de existir. Cuando has dejado atrás al último policía chino con botas y polainas inglesas y retienes el aliento mientras corres a veinte metros por encima de los grises y míseros tejados, cuando las islas próximas se han achicado en la niebla azul, sabes que ha caído el telón, que han desaparecido los soportes y que la vida que allí vivías era pura ilusión. Pero esta vez, de pronto, Jerry no pudo experimentar esta sensación. Llevaba consigo el recuerdo del asesinado Frost y el recuerdo de la chica, viva aún, y seguían con él cuando llegó a Bangkok. Le llevó, como siempre, todo el día encontrar lo que andaba buscando. Como siempre, estuvo a punto de renunciar. Según su opinión, esto le pasaba en Bangkok a todo el mundo: al turista que buscaba una
wat,
al periodista que buscaba un reportaje… o a Jerry, que buscaba al amigo y socio de Ricardo, a Charlie Mariscal. Lo que buscas está sentado al fondo de alguna condenada calleja, encostado entre un cenagoso
klong
y un montón de escombros, y te cuesta cinco dólares norteamericanos más de lo que esperabas. Además, aunque teóricamente estaban en la estación seca de Bangkok, Jerry no recordaba haber estado allí sin que la lluvia cayera en súbitas cascadas del cielo contaminado. Luego, la gente siempre le decía que le había tocado el día de lluvia.
Empezó en el aeropuerto porque estaba ya allí y porque pensó que en el Sudeste nadie puede volar mucho tiempo sin pasar por Bangkok. Charlie ya no estaba por allí, le dijeron. Alguien le aseguró que Charlie había dejado de volar después de la muerte de Ric. Otro dijo que estaba en la cárcel. Otro dijo después que lo más probable era que estuviese en «uno de los escondrijos». Una encantadora azafata de Air Vietnam dijo con una risilla que Charlie estaba haciendo viajes de opio a Saigón. Ella sólo le había visto en Saigón.
—¿Desde dónde? —preguntó Jerry.
—Quizás Fnom Penh, quizás Vientiane —dijo ella… pero el destino de Charlie, insistió la azafata, era siempre Saigón y nunca paraba en Bangkok. Jerry comprobó en la guía telefónica y no apareció Indocharter. Por probar, buscó también Mariscal, y encontró uno (era incluso Mariscal, C), llamó, pero tuvo que hablar no con el hijo de un señor de la guerra del Kuomintang que se había autobautizado con un título militar de elevado rango, sino con un desconcertado comerciante escocés que le decía «escuche, pásese por aquí». Fue a la cárcel, donde encierran a los
farangs
cuando no pueden pagar o han sido groseros con un general, y comprobó las listas. Recorrió las galerías y miró por las rejas y habló con un par de
hippies
enloquecidos. Pero éstos, aunque tenían mucho que decir sobre su encarcelamiento, no habían visto a Charlie Mariscal y no habían oído hablar de él y, para expresarlo delicadamente, no les preocupaba lo más mínimo. De mal humor, se dirigió al supuesto sanatorio donde los adictos disfrutaban de su «pavo frío»
[3]
, y había mucho revuelo porque un hombre que tenía puesta la camisa de fuerza había conseguido sacarse los ojos con los dedos, pero no era Charlie Mariscal, no; y no tenían ningún corso, ningún chico—corso y,
desde luego,
ningún hijo de un general del Kuomintang.
Así que Jerry empezó a revisar los hoteles en los que podían parar pilotos en tránsito. No le gustaba la tarea porque era agotadora y, más concretamente, porque sabía que Ko tenía allí mucha gente a su servicio. Estaba convencido de que Frost lo había contado todo; sabía que los chinos ultramarinos más ricos disponían de varios pasaportes legítimos y los swatowneses más aún. Sabía que Ko tenía un pasaporte tailandés en el bolsillo y probablemente un par de generales tailandeses además. Y sabía que los tailandeses, cuando se enfadaban, mataban bastante más deprisa y más concienzudamente que casi todos los demás, aunque cuando condenasen a un hombre a morir fusilado disparasen a través de una sábana extendida para no contravenir las leyes de Nuestro Señor Buda. Por esta razón, entre unas cuantas más, Jerry se sentía más bien incómodo voceando el nombre de Charlie Mariscal por los grandes hoteles.
Probó en el Erawan, en el Hyatt, en el Miramar y en el Oriental y en unos treinta más. Y en el Erawan entró especialmente animado, recordando que China Airsea tenía una habitación allí, y que Craw decía que Ko la utilizaba con frecuencia. Se formó una imagen de Lizzie con su pelo rubio haciendo de anfitriona para él o tendida junto a la piscina bronceando su cuerpo esbelto mientras los ricachos sorbían whiskies y se preguntaban cuánto valdría una hora de tiempo de aquella muchacha. Mientras hacía su recorrido, una súbita tormenta volcó gruesas gotas tan llenas de hollín que ennegrecían el dorado de los templos de las calles. El taxista conducía su vehículo como un hidropatín por las calles inundadas, eludiendo por centímetros a los búfalos; los pintarrajeados autobuses tintineaban y les embestían; carteles de kung fu empapados de sangre les gritaban, pero Mariscal, Charlie Mariscal,
capitán
Mariscal no significaba nada para nadie, pese a que Jerry fue muy liberal con el dinero. Se ha conseguido una chica, pensó. Tiene una chica y utiliza la casa de la chica, lo mismo que haría yo. En el Oriental dio una buena propina al portero y se puso de acuerdo con él para que recogiese cualquier recado y utilizó el teléfono y, sobre todo, obtuvo un recibo por dos noches de estancia para burlar a Stubbs. Pero su recorrido por los hoteles le había asustado, se sentía expuesto y en peligro, así que para dormir cogió una habitación que tuvo que pagar por adelantado, un dólar por noche, en un fonducho sin nombre de una callejuela, donde no tenían en cuenta las formalidades de la inscripción: Un lugar que era como una hilera de casetas de playa, donde todas las puertas de las habitaciones se abrían directamente a la acera, para que la fornicación resultara más fácil, donde había garajes abiertos con cortinas de plástico que tapaban el número de la matrícula del coche. Por la tarde, se vio obligado a recorrer las agencias de transporte aéreo, preguntando por una empresa llamada Indocharter, aunque no lo hacía ya con demasiado entusiasmo, y se preguntaba muy en serio si no debería creer lo que le había dicho la azafata de Air Vietnam y seguir la pista hasta Saigón, cuando una chica china de una de las agencias dijo:
—¿Indocharter? Esa es la línea del capitán Mariscal.
Y le dio la dirección de una librería donde Charlie Mariscal compraba su literatura y recogía la correspondencia cuando estaba en la ciudad. La librería la llevaba también un chino, y cuando Jerry mencionó a Mariscal, el viejo rompió a reír y dijo que hacía meses ya que Charlie no aparecía por allí. El viejo era muy pequeño y tenía unos dientes postizos que parecían moverse solos.
—¿Él debe tú dinero? ¿Charlie Mariscal debe tú dinero? ¿Estrelló avión de ti? —y rompió a reír de nuevo. Jerry rió con él.
—Super. Bárbaro. Super, ¿qué es lo que haces con toda la correspondencia cuando no viene él por aquí? ¿Se la envías?
—Charlie Mariscal no recibir ninguna correspondencia —dijo el viejo.
—Bueno, amigo, sí, pero si mañana llegase una carta, ¿adonde se la mandarías?
—A Fnom Penh —dijo el viejo, guardándose los cinco dólares, y cogiendo un papel de la mesa para que Jerry pudiera anotar la dirección.
—Voy a comprarle un libro —dijo Jerry, echando un vistazo a las estanterías—. ¿Qué es lo que le gusta a él?
—
Flancés —
dijo maquinalmente el viejo, y llevó a Jerry al piso de arriba y le enseñó su santuario de cultura ojirredonda. Para los ingleses, pornografía impresa en Bruselas. Para los franceses, hileras e hileras de clásicos raídos: Voltaire, Montesquieu, Hugo. Jerry compró un ejemplar de
Cándido y
se lo metió en el bolsillo. Los que visitaban aquella sección, eran al parecer celebridades
ex—officio,
pues el viejo sacó un libro de visitantes y Jerry firmó en él,
J.
Westerby, periodista.
La columna de comentarios se prestaba a la burla, así que escribió «un elegantísimo establecimiento». Luego repasó las páginas anteriores y preguntó:
—¿Firmó también aquí Charlie Mariscal, amigo?
El viejo le enseñó la firma de Charlie Mariscal, un par de veces; «dirección: aquí», había escrito.
—¿Y su compañero?
—¿Compañelo?
—Capitán Ricardo.
Al oír esto, el viejo se puso muy solemne y le quitó el libro de la mano.
Volvió al Club de Corresponsales Extranjeros, al Oriental, y estaba vacío, a excepción de un grupo de japoneses que acababan de volver de Camboya. Le explicaron la situación allí tal como la habían visto el día anterior, y se emborrachó un poco. Y cuando se iba, ante su súbito horror, apareció el enano, que estaba en la ciudad para evacuar consultas con la oficina local. Llevaba al rabo a un muchacho tailandés, lo que hacía que estuviera especialmente animado y vivaz:
—¡Vaya,
Westerby
! ¿
Qué tal
anda hoy el Servicio Secreto?
Le gastaba esta broma a casi todo el mundo, pero, desde luego, no colaboró con ella a restablecer la paz mental de Jerry. En el fonducho, bebió mucho más whisky, pero los ejercicios de sus colegas de hospedaje le mantuvieron despierto. Por fin, por pura autodefensa, salió y se buscó una chica, una criaturilla suave de un bar que quedaba calle arriba, pero cuando se quedó otra vez sólo, sus pensamientos volvieron a centrarse en Lizzie. Le gustase o no, ella era su compañera de lecho. ¿Hasta qué punto tendría conciencia de que estaba colaborando con ellos?, se preguntaba. ¿Sabía lo que hacía en realidad cuando avisó por teléfono a Tiu? ¿Sabía lo que le habían hecho a Frost los muchachos de Drake? ¿Sabía lo que podrían hacerle a Jerry? Se le había ocurrido incluso la idea de que ella pudiese haber estado allí mientras lo hacían, y este pensamiento le abrumaba. No había duda, el cadáver de Frost aún estaba fresco en su memoria. Era uno de sus problemas más graves.
A las dos de la madrugada, decidió que iba a darle un ataque de fiebre, sudaba y daba continuas vueltas en la cama. En una ocasión, oyó rumor de leves pisadas dentro de la habitación y se lanzó rápido a un rincón, arrancando una lámpara de mesa de su portalámparas. A las cuatro, le despertó la asombrosa algarabía asiática: carraspeos cerdunos, campanas, gritos de viejos
in extremis,
cacarear de un millar de gallos repiqueteando en los pasillos de mosaico y cemento. Luchó con las herrumbrosas cañerías e inició la laboriosa tarea de librarse del goteo persistente del agua fría. A las cinco, sonó a todo volumen una radio que le sacó de la cama, y un quejido de música asiática anunció que había empezado el día. Por entonces, se había afeitado como si fuera el día de su boda, y a las ocho, telegrafió sus planes al periódico para que el Circus lo interceptara. A las once, cogió el avión para Fnom Penh. Cuando subía a bordo del Caravelle de las Líneas Aéreas Camboyanas, la azafata de tierra volvió hacia él su rostro encantador y, en su inglés más melodioso, le dijo:
—Que viaje
asusto,
señor.
—Gracias. Sí. Super —dijo él, y eligió un asiento del ala que es donde uno tiene más posibilidades. Mientras despegaban lentamente, vio a un grupo de gordos tailandeses jugando pésimamente al golf en un césped perfecto, justo al lado de la pista.
Había ocho nombres en la lista de pasajeros cuando Jerry la leyó en la ventanilla, pero sólo subió al avión otro viajero, un muchacho norteamericano vestido de negro, con una cartera. El resto era carga, almacenada atrás en sacos de arpillera y cajas de junco. Un avión de asedio, pensó automáticamente Jerry. Entras con carga y sales con suerte. La azafata le ofreció un número atrasado del
Jours de France
y una barrita de caramelo. Leyó el
Jours de France
para refrescar un poco su francés y luego recordó el
Candide
y se puso a leerlo. Había traído un libro de Conrad porque en Fnom Penh siempre leía a Conrad, le ayudaba a acordarse de que estaba en el último de los auténticos puertos fluviales conradianos.
Para aterrizar, entraron volando alto y luego bajaron a través de las nubes, en una incómoda espiral para evitar el posible fuego de armas cortas que pudiera llegar de la selva. No había ningún control de tierra, pero Jerry tampoco lo esperaba. La azafata no sabía lo cerca que podían estar de la ciudad los khmers rojos, pero los japoneses habían dicho quince kilómetros por todos los frentes, y donde no había carreteras menos. Los japoneses habían dicho que el aeropuerto se hallaba bajo fuego enemigo, pero sólo de cohetes, y esporádicamente. Nada de cientocincos… aún no, pero siempre hay un principio, pensó, Jerry. Las nubes continuaban y Jerry pidió a Dios que el altímetro funcionase bien. Luego, saltó hacia ellos la tierra color aceituna y Jerry vio los cráteres de bombas esparcidos por doquier y las líneas amarillas de las huellas de las llantas de los convoys. Mientras aterrizaban con gran ligereza sobre la pista agujereada, los inevitables niños desnudos chapoteaban alegremente en un cráter lleno de barro.
El sol había surgido entre las nubes y, pese al estruendo del aparato, Jerry tuvo la ilusión de salir a un tranquilo día de verano. No había estado en su vida en ningún sitio en que la guerra se desarrollase en una atmósfera tal de paz como en Fnom Penh. Recordó la última vez que había estado allí, antes de que cesaran los bombardeos. Unos pasajeros de Air France que iban camino de Tokio habían estado haraganeando curiosos por la explanada, sin darse cuenta de que habían aterrizado en un campo de batalla. Nadie les dijo que se resguardaran. No había nadie con ellos. Los proyectiles aullaban sobre el aeropuerto, salían del perímetro, los helicópteros de Air América posaban a los muertos en redes como aterradoras capturas de algún rojo mar, y el Boeing 707 tuvo que arrastrarse por todo el aeropuerto en cámara lenta para despegar. Jerry contempló hechizado cómo salía brincando del radio de alcance del fuego enemigo, esperando constantemente el zambombazo que le dijese que había sido alcanzado en la cola. Pero el avión siguió como si los inocentes fuesen inmunes, y desapareció dulcemente en el plácido horizonte.