El honorable colegial (65 page)

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Authors: John Le Carré

BOOK: El honorable colegial
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Sigue en pie el misterio de las transcripciones telefónicas. ¿Llamó Jerry a Lizzie desde el Constellation o no? Y si la llamó, ¿se proponía hablar con ella o sólo oír su voz? Y si se proponía hablar con ella, ¿qué pensaba decirle? ¿O era el acto de llamar en sí, como el de encargar pasajes de avión en Saigón, catarsis suficiente para sacarle de la realidad?

Lo que es seguro es que a nadie, ni a Smiley ni a Connie ni a ningún otro de los que leyeron las importantes transcripciones puede considerársele en serio responsable de no cumplir con su deber, pues el comunicado era, como mínimo, ambiguo:

«
0055hrs tiempo HK. Conferencia ultramarina, personal para el sujeto. Telefonista en la línea. Sujeto acepta llamada. Dice
¿Diga?
varias veces.

Telefonista: ¡Hable usted, por favor!

Sujeto: ¿Diga? ¿Diga?

Telefonista: ¿Me oye usted? ¡Hable, por favor!

Sujeto: ¿Diga? Aquí Liese Worth. ¿Quién llama, por favor?

Llamada desconectada en origen.
»

La transcripción no menciona en ninguna parte Vientiane como lugar de origen y es dudoso incluso el que Smiley la viera, porque no aparece su criptónimo entre las firmas.

De cualquier modo, fuese Jerry quien hizo la llamada o fuese otro, al día siguiente, un par de primos, no uno solo, le llevaron la orden de salida y, por fin, el tan esperado alivio de la acción. La maldita inercia, tras tantas semanas interminables, había terminado al fin… y tal como rodaron las cosas, para siempre.

Pasó la tarde preparándose los visados y el pasaporte y a la mañana siguiente al amanecer, cruzó el Mekong hacia el nordeste de Tailandia, con la bolsa y la máquina de escribir. El gran trasbordador de madera estaba atestado de campesinos y cerdos escandalosos. En la cabaña que controlaba el punto de cruce, prometió volver a Laos por la misma ruta. En caso contrario, le advirtieron severamente los funcionarios, no podrían darle documentación. Si vuelvo, pensó Jerry. Mirando cómo se alejaban las costas de Laos, vio un coche norteamericano parado en el camino y a su lado dos individuos delgados e inmóviles observando. Los primos que siempre llevamos con nosotros.

En la ribera tailandesa, todo parecía imposible al principio. El visado no bastaba, no se parecía a la fotografía, toda la zona estaba prohibida a los
farangs.
Diez dólares permitieron una rectificación. Después del visado, el coche. Jerry había insistido en un chófer que hablara inglés, y el precio se ajustó teniendo esto en cuenta, pero el viejo que le esperaba hablaba sólo tailandés y poco. Gritando frases en inglés en un almacén de arroz cercano, Jerry logró localizar al fin a un muchacho gordo e indolente que sabía algo de inglés y decía saber conducir. Le redactó un laborioso contrato. El seguro del viejo no cubría a otro chófer y, de cualquier modo, estaba caducado. Un agente de viajes exhausto extendió una nueva póliza mientras el muchacho se iba a casa a por sus cosas. El coche era un Ford rojo destartalado con los neumáticos gastados. Una de las formas de muerte que Jerry no estaba dispuesto a sufrir en los próximos días era precisamente ésta. Regatearon, Jerry añadió otros veinte dólares. En un garaje lleno de gallinas siguió detenidamente todas las operaciones de los mecánicos hasta que estuvieron colocados los neumáticos nuevos.

Tras perder una hora en esto, salieron a una velocidad aterradora en dirección sudeste por un territorio agrícola llano. El muchacho interpretó
The lights are always out in Massachussetts
cinco veces y Jerry tuvo que decirle que se callara.

La carretera estaba asfaltada pero desierta. De vez en cuando, aparecía bamboleante cuesta abajo un autobús que enfilaba hacia ellos y el chófer aceleraba de inmediato y se mantenía sin desviarse hasta que el autobús cedía medio metro y pasaba atronando. En una ocasión en que Jerry estaba dormitando, le despertó de pronto el estruendo de una valla de bambú y pudo ver un surtidor de astillas alzarse en la claridad del día justo delante de él, y una furgoneta rodando en movimiento lento hacia la zanja. Vio flotar hacia arriba la puerta como una hoja y vio al braceante conductor seguirla a través de la valla hacia la hierba. El muchacho no había aminorado siquiera la marcha, aunque su risa les hizo dar un brusco viraje en la carretera. «¡Para!», gritó Jerry, pero el muchacho no quiso saber nada.

—¿Quieres manchar traje de sangre? Déjales eso a los médicos —aconsejó, con dureza—. Yo velar por ti, ¿no? Es muy mala tierra. Muchos comunistas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jerry, resignado.

Era impronunciable, así que quedaron en Mickey.

Tardaron dos horas más aún en llegar al primer control. Jerry se adormiló de nuevo, repasando su papel. Siempre hay una puerta más en la que tienes que meter el pie, pensó. Se preguntaba si llegaría un día (en el Circus, en el tebeo) en que el viejo animador no fuese ya capaz de poner en práctica los trucos, en que la simple energía necesaria para andar así con el culo al aire por encima del umbral de resistencia fuese demasiado para él, y se quedase allí plácido, con su amistosa sonrisa de comerciante, mientras las palabras se le morían en la garganta. Esta vez no, pensó rápidamente. Dios mío, por favor, esta vez no.

Pararon y un joven monje se descolgó de los árboles con un cuenco de
wat
en la mano y Jerry le echó unos
baht
en él. Mickey abrió el maletero. Un centinela de la policía atisbo dentro y luego ordenó a Jerry que le siguiera a ver al capitán, que estaba sentado en una sombreada cabaña, toda para él solo. El capitán tardó un buen rato en advertir su presencia.

—Él preguntar tú norteamericano —dijo Mickey.

Jerry enseñó los documentos.

Al otro lado de la valla corría la carretera perfectamente alquitranada, recta como un lápiz por un terreno liso de matojos.

—Dice qué buscar tú aquí —dijo Mickey.

—Asuntos con el coronel.

Siguieron ruta, pasaron una aldea, un cine. Aquí arriba son mudas hasta las películas más recientes, recordó Jerry. Había hecho un reportaje sobre el tema una vez. Hacían las voces los actores locales, e inventaban el argumento que se les ocurría. Recordó a John Wayne con una chillona voz tailandesa, y al público extasiado, y al intérprete explicándole que estaban oyendo una imitación del alcalde del pueblo que era un marica famoso. Pasaban por una zona boscosa, pero a ambos lados de la carretera quedaba una zona despejada de unos cincuenta metros, para reducir el riesgo de emboscada. De vez en cuando, encontraban unas líneas blancas muy marcadas que nada tenían que ver con el tráfico terrestre. Los norteamericanos habían hecho aquella carretera teniendo muy en cuenta pistas de aterrizaje auxiliares.

—¿Tú conoces ese coronel? —preguntó Mickey.

—No —dijo Jerry.

Mickey se echó a reír, encantado.

—¿Por qué tú querer él?

Jerry no se molestó en contestar.

El segundo control quedaba unos treinta kilómetros después, en el centro de un pueblecito entregado a la policía. Había un grupo de camiones grises en el patio del
wap,
y cuatro jeeps aparcados junto al puesto de control. El pueblo quedaba en un cruce de caminos. Haciendo ángulo recto con la carretera, cruzaban la llanura y culebreaban hacia los cerros, por ambos lados, amarillentos senderos. Esta vez, Jerry tomó la iniciativa y se bajó del coche inmediatamente con un alegre grito de «¡Llévenme a ver a su jefe!». Su jefe resultó ser un joven y nervioso capitán con el angustiado ceño del hombre que intenta mantenerse a nivel en cuestiones que están por encima de sus conocimientos. Estaba sentado allí en la comisaría con la pistola sobre la mesa. La comisaría era provisional, según pudo advertir Jerry. Por la ventana, vio las ruinas bombardeadas de lo que supuso que había sido la última comisaría.

—Mi coronel es un hombre ocupado —dijo el capitán, por mediación de Mickey, el chófer.

—Es también un hombre muy valeroso —dijo Jerry.

Hubo signos y gestos hasta que quedó claro lo de «valeroso».

—Ha matado a muchos comunistas —dijo Jerry—. Mi periódico quiere escribir sobre este valeroso coronel tailandés.

El capitán habló un buen rato y Mickey empezó de pronto a reírse a carcajadas.

—¡El capitán decir nosotros no tener comunistas! ¡Nosotros sólo tener Bangkok! Aquí gente pobre no sabe nada, porque Bangkok no les da escuelas, así que comunistas vienen a hablarles de noche y les dicen todos sus hijos ir Moscú. Aprender, ser grandes doctores, y ellos volar comisaría policía.

—¿Dónde puedo encontrar al coronel?

—Capitán decir esperemos aquí.

—¿Le pedirá al coronel que venga a vemos?

—Coronel hombre muy ocupado.

—¿Dónde está el coronel?

—En próximo pueblo.

—¿Cómo se llama el próximo pueblo? El chófer se echó a reír de nuevo.

—No tener ningún nombre. Pueblo muerto, todo muerto.

—¿Cómo se llamaba el pueblo antes de morir?

Mickey dijo el nombre.

—¿Está abierta la carretera hasta ese pueblo muerto?

—Capitán decir secreto militar. Eso significar no sabe.

—¿Nos dejará pasar el capitán a echar un vistazo?

Siguió un largo diálogo.

—Sí —dijo al fin Mickey—. Él decir nosotros ir.

—¿Hablará el capitán por radio con el coronel y le dirá que vamos?

—Coronel hombre muy ocupado.

—¿Le hablará por radio?

—Claro —dijo el chófer, como si sólo un repugnante
farang
pudiese insistir en un detalle tan claramente obvio.

Subieron de nuevo al coche. Alzaron la barrera y ellos siguieron por la carretera perfectamente asfaltada con los lados despejados y señales de aterrizaje de cuando en cuando. Continuaron durante veinte minutos sin ver un ser vivo, pero a Jerry no le consolaba aquel vacío. Había oído que por cada guerrillero comunista que combatía con un arma en la mano en las montañas, había cinco para producir el arroz, las municiones y la infraestructura, y ésos estaban en los llanos. Llegaron a un sendero que se desviaba a la derecha y el asfalto de la carretera estaba manchado de tierra junto a él por uso reciente. Mickey entró en él, siguiendo las anchas rodadas, e interpretando, a pesar de Jerry,
The lights are always out in Massachussetts,
muy alto, además.

—Así los comunistas pensar que nosotros muchos —explicó entre más risas, haciéndole imposible a Jerry cualquier objeción. Y luego, para sorpresa de Jerry, sacó una pistola del cuarenta y cinco de cañón largo de la bolsa que tenía debajo del asiento. Jerry le ordenó con aspereza que la guardara otra vez. Minutos después olieron a quemado y luego pasaron por humo de madera y luego llegaron a lo que quedaba del pueblo: grupos de individuos aterrorizados, un par de acres de árboles de teca quemados que parecían un bosque petrificado, tres jeeps, veintitantos policías y en su centro un fornido coronel. Tanto los aldeanos como los policías contemplaban un sector de humeante ceniza situado a unos sesenta metros en el que unas cuantas vigas chamuscadas perfilaban la silueta de las casas quemadas. El coronel les miró mientras aparcaban y siguió mirándoles mientras caminaban hacia él. Era un luchador. Jerry se dio cuenta en seguida. Era achaparrado y fornido y ni sonreía ni fruncía el ceño. Era moreno, tenía el pelo canoso y podría haber sido malayo, salvo por la corpulencia del tronco. Llevaba insignias de paracaidista y de la aviación y un par de hileras de cintas de medallas. Llevaba el uniforme de campaña y una automática reglamentaria en una pistolera de cuero sobre el muslo derecho, y llevaba las tiras de sujeción sueltas.

—¿Tú eres el periodista? —le preguntó a Jerry en un norteamericano liso y militar.

—El mismo.

El coronel miró entonces al chófer. Dijo algo y Mickey volvió rápidamente al coche, se metió dentro y allí se quedó.

—¿Qué quiere?

—¿Murió alguien aquí?

—Tres personas. Acabo de matarlas. Tenemos treinta y ocho millones. —Su inglés norteamericano funcional, casi perfecto, era una creciente sorpresa.

—¿Por qué los mató?

—De noche dan clases aquí los CT. La gente viene de toda la zona de alrededor a oír a los CT.

Comunistas Terroristas,
pensó Jerry. Tenía la sensación de que la frase era de origen inglés. Aparecieron por el sendero varios camiones. Los aldeanos, al verlos, empezaron a recoger sus camas portátiles y sus niños. El coronel dio una orden y sus hombres colocaron a la gente en una fila irregular mientras los camiones daban la vuelta.

—Les encontraremos un sitio mejor —dijo el coronel—. Empiezan de nuevo.

—¿Y a quién mató usted?

—La semana pasada bombardearon a dos de mis hombres. Y los CT operaban desde este pueblo.

Eligió a una mujer ceñuda que subía en aquel momento al camión y la llamó para que Jerry pudiese echarle un vistazo. La mujer se quedó allí con la cabeza baja.

—Ellos van a su casa —dijo—. Esta vez maté a su marido. La próxima vez la mato a ella.

—¿Y los otros dos? —preguntó Jerry.

Preguntó, porque seguir preguntando es seguir golpeando, pero era Jerry, no el coronel, el sometido a interrogatorio. Los ojos castaños del coronel tenían un brillo duro y calculador y revelaban mucho recelo. Miraban a Jerry inquisitivos, pero sin ansiedad.

—Uno de los CT duerme aquí con una chica —dijo, sencillamente—. Nosotros no somos sólo la policía. Somos también el juez y los tribunales. Aquí no hay nadie más. A Bangkok no le preocupa demasiado que haya juicios públicos aquí arriba.

Los aldeanos habían subido a los camiones. Se alejaron sin mirar hacia atrás. Sólo los niños decían adiós con gestos desde las casas. Los jeeps les siguieron, dejándoles a los tres, a los dos coches, y a un muchacho de unos quince años.

—¿Y él quién es? —dijo Jerry.

—Él viene con nosotros. Al año que viene le mataré a él también, o quizás al siguiente.

Jerry subió al jeep al lado del coronel, que conducía. El muchacho iba sentado atrás, impasible, murmurando sí y no, mientras el coronel le adoctrinaba en tono firme y mecánico. Mickey les seguía en el taxi. En el suelo del jeep, entre el asiento y los pedales, el coronel llevaba cuatro granadas en una caja de cartón. En el asiento trasero había una ametralladora pequeña, y el coronel no se molestó en quitarla de allí por el muchacho. Sobre el espejo retrovisor junto a los cuadros votivos colgaba un retrato de postal de John Kennedy con la leyenda «No preguntes lo que tu país puede hacer por ti. Pregunta más bien qué puedes hacer tú por él». Jerry había sacado el cuaderno. El adoctrinamiento del muchacho proseguía.

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