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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

El horror de Dunwich (2 page)

BOOK: El horror de Dunwich
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Lavinia era muy capaz de decir tales cosas, pues de siempre había sido una criatura solitaria a quien encantaba correr por las montañas cuando se desataban atronadoras tormentas y que gustaba de leer los voluminosos y añejos libros que su padre había heredado tras dos siglos de existencia de los Whateley, libros que empezaban a caerse a pedazos de puro viejos y apolillados. En su vida había ido a la escuela, pero sabía de memoria multitud de fragmentos inconexos de antiguas leyendas populares que el viejo Whateley le había enseñado.

De siempre habían temido los vecinos de la localidad la solitaria granja a causa de la fama de brujo del viejo Whateley, y la inexplicable muerte violenta que sufrió su mujer cuando Lavinia apenas contaba doce años no contribuyó en nada a hacer popular el lugar. Siempre solitaria y aislada en medio de extrañas influencias, Lavinia gustaba de entregarse a visiones alucinantes y grandiosas, a la vez que a singulares ocupaciones. Su tiempo libre apenas se veía reducido por los cuidados domésticos en una casa en que ni los menores principios de orden y limpieza se observaban desde hacía tiempo.

La noche en que Wilbur nació pudo oírse un grito espantoso, que retumbó incluso por encima de los ruidos de la montaña y de los ladridos de los perros, pero, que se sepa, ni médico ni comadrona alguna estuvieron presentes en su llegada al mundo. Los vecinos no supieron nada del parto hasta pasada una semana, en que el viejo Whateley recorrió en su trineo el nevado camino que separaba su casa de Dunwich y se puso a hablar de forma incoherente al grupo de aldeanos reunidos en la tienda de Osborn. Parecía como si se hubiera producido un cambio en el anciano, como si un elemento subrepticio nuevo se hubiese introducido en su obnubilado cerebro transformándole de objeto en sujeto de temor, aunque, a decir verdad, no era persona que se preocupase especialmente por las cuestiones familiares. Con todo, mostraba algo de orgullo que últimamente había podido advertirse en su hija, y lo que dijo acerca de la paternidad del recién nacido sería recordado años después por quienes entonces escucharon sus palabras.

—Me trae sin cuidado lo que piense la gente. Si el hijo de Lavinia se parece a su padre, será bien distinto de cuanto puede esperarse. No hay razones para creer que no hay otra gente que la que se ve por estos aledaños. Lavinia ha leído y ha visto cosas que la mayoría de vosotros ni siquiera sois capaces de imaginar. Espero que su hombre sea tan buen marido como el mejor que pueda encontrarse por esta parte de Aylesbury, y si supierais la mitad de cosas que yo sé no desearíais mejor casamiento por la iglesia ni aquí ni en ninguna otra parte. Escuchad bien esto que os digo: algún día oiréis todos al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill.

Las únicas personas que vieron a Wilbur durante el primer mes de su vida fueron el viejo Zechariah Whateley, de la rama aún no degenerada de los Whateley, y Mamie Bishop, la mujer con quien vivía desde hacía años Earl Sawyer. La visita de Mamie obedeció a la pura curiosidad y las historias que contó confirmaron sus observaciones, en tanto que Zechariah fue por allí a llevar un par de vacas de raza Alderney que el viejo Whateley le había comprado a su hijo Curtis. Dicha adquisición marcó el comienzo de una larga serie de compras de ganado vacuno por parte de la familia del pequeño Wilbur que no finalizaría hasta 1928 —es decir, el año en que el horror se abatió sobre Dunwich—, pero en ningún momento dio la impresión de que el destartalado establo de Whateley estuviese lleno hasta rebosar de ganado. A ello siguió un período en que la curiosidad de ciertos vecinos de Dunwich les llevó a subir a escondidas hasta los pastos y contar las cabezas de ganado que pacían precariamente en la empinada ladera justo por encima de la vieja granja, y jamás pudieron contar más de diez o doce anémicos y casi exangües ejemplares. Debía ser una plaga o enfermedad, originada quizá en los insalubres pastos o transmitida por algún hongo o madera contaminados del inmundo establo, lo que producía tan crecida mortalidad entre el ganado de Whateley. Extrañas heridas o llagas, semejantes a incisiones, parecían cebarse en las vacas que podían verse paciendo por aquellos contornos y una o dos veces en el curso de los primeros meses de la vida de Wilbur algunas personas que fueron a visitar a los Whateley creyeron ver llagas similares en la garganta del anciano canoso y sin afeitar y en la de su desaliñada y desgreñada hija albina.

En la primavera que siguió al nacimiento de Wilbur, Lavinia reanudó sus habituales correrías por las montañas, llevando en sus desproporcionados brazos a su criatura de tez oscura. La curiosidad de los aldeanos hacia los Whateley remitió tras ver al retoño, y a nadie se le ocurrió hacer el menor comentario sobre el portentoso desarrollo del recién nacido, visible de un día para otro. La realidad es que Wilbur crecía a un ritmo impresionante, pues a los tres meses había alcanzado ya una talla y fuerza muscular que raramente se observa en niños menores de un año. Sus movimientos y hasta sus sonidos vocales mostraban una contención y una ponderación harto singulares en una criatura de su edad, y prácticamente nadie se asombró cuando, a los siete meses, comenzó a andar sin ayuda alguna, con pequeñas vacilaciones que al cabo de un mes habían desaparecido por completo.

Al poco tiempo, exactamente la Víspera de Todos los Santos, pudo divisarse una gran hoguera a medianoche en la cima de Sentinel Hill, allí donde se levantaba la antigua piedra con forma de mesa en medio de un túmulo de antiguas osamentas. Por el pueblo corrieron toda clase de rumores a raíz de que Silas Bishop —de la rama no degradada de los Bishop— dijese haber visto al chico de los Whateley subiendo a toda prisa la montaña delante de su madre, justo una hora antes de advertirse las llamas. Silas andaba buscando un ternero extraviado, pero casi olvidó la misión que le había llevado allá al divisar fugazmente, a la luz del farol que portaba, a las dos figuras que corrían montaña arriba. Madre e hijo se deslizaban sigilosamente por entre la maleza, y Silas, que no salía de su asombro, creyó ver que iban enteramente desnudos. Al recordarlo posteriormente, no estaba del todo seguro por cuanto al niño respecta, y cree que es posible que llevase una especie de cinturón con flecos y un par de calzones o pantalones de color oscuro. Lo cierto es que a Wilbur nunca volvió a vérsele, al menos vivo y en estado consciente, sin toda su ropa encima y ceñidamente abotonado, y cualquier desarreglo, real o supuesto, en su indumentaria parecía irritarle muchísimo. Su contraste con el escuálido aspecto de su madre y de su abuelo era tremendamente marcado, algo que no se explicaría del todo hasta 1928, año en que el horror se abatió sobre Dunwich.

Por el mes de enero, entre los rumores que corrían por el pueblo se hacía mención de que el «rapaz negro de Lavinia» había comenzado a hablar, cuando apenas contaba once meses. Su lenguaje era impresionante, tanto porque se diferenciaba de los acentos normales que se oían en la región como por la ausencia del balbuceo infantil apreciable en muchos niños de tres y cuatro años. No era una criatura parlanchina, pero cuando se ponía a hablar parecía expresar algo inaprensible y totalmente desconocido para los vecinos de Dunwich. La extrañeza no radicaba en cuanto decía ni en las sencillas expresiones a que recurría, sino que parecía guardar una vaga relación con el tono o con los órganos vocales productores de los sonidos silábicos. Sus facciones se caracterizaban, asimismo, por una nota de madurez, pues si bien tenía en común con su madre y abuelo la falta de mentón, la nariz, firme y precozmente perfilada, junto con la expresión de los ojos —grandes, oscuros y de rasgos latinos—, hacían que pareciese casi adulto y dotado de una inteligencia fuera de lo común. Pese a su aparente brillantez era, empero, rematadamente feo. Desde luego, algo de chotuno o animal había en sus carnosos labios, en su tez amarillenta y porosa, en su áspero y desgreñado pelo y en sus orejas increíblemente alargadas. Pronto la gente empezó a sentir aversión hacia él, de forma incluso más marcada que hacia su madre y abuelo, y todo cuanto sobre él se aventuraban a decir se hallaba salpicado de referencias al pasado de brujo del viejo Whateley y a cómo retumbaron las montañas cuando profirió a pleno pulmón el espantoso nombre de Yog-Sothoth, en medio de un círculo de piedras y con un gran libro abierto entre sus manos.

Los perros se enfurecían ante la sola presencia del niño, hasta el punto de que continuamente se veía obligado a defenderse de sus amenazadores ladridos.

— III —

E
ntre tanto, el viejo Whateley siguió comprando ganado sin que se viera incrementar el número de su cabaña. Asimismo, taló madera y se puso a restaurar las partes hasta entonces sin utilizar de la casa, un espacioso edificio con el tejado rematado en pico y la fachada posterior totalmente empotrada en la rocosa ladera de la montaña. Hasta entonces, las tres habitaciones en estado menos ruinoso de la planta baja habían bastado para albergar a su hija y a él. El anciano debía conservar aún una fuerza prodigiosa para poder realizar por sí solo tan ardua tarea, y aunque a veces murmuraba cosas que se salían de lo normal su trabajo de carpintería demostraba que conservaba el sano juicio. Empezó las obras nada más nacer Wilbur, tras poner un día en orden uno de los numerosos cobertizos donde se guardaban los aperos, entablarlo y colocar una nueva y resistente cerradura. Ahora, al emprender las obras de reparación del abandonado piso superior, demostró seguir estando en posesión de excelentes facultades manuales. Su manía se reflejaba tan sólo en un afán por tapar herméticamente con tablones todas las ventanas del ala restaurada, aunque a juicio de muchos el mero hecho de intentar repararla ya era una locura. Ya se explicaba mejor que quisiese acondicionar otra habitación en la planta baja para el nieto recién nacido, habitación ésta que varios visitantes pudieron ver, si bien nadie logró jamás acceder a la planta superior herméticamente cerrada por gruesos tablones de madera. Revistió toda la habitación del nieto con sólidas estanterías hasta el techo, sobre las cuales fue colocando, poco a poco y en orden aparentemente cuidadoso, los antiguos volúmenes apolillados y los fragmentos sueltos de libros que hasta entonces habían estado amontonados de mala manera en los más insólitos rincones de la casa.

—Me han sido muy útiles —decía Whateley mientras trataba de pegar una página suelta de caracteres góticos con una cola preparada en el herrumbroso horno de la cocina—, pero estoy seguro de que el chico sabrá sacar mejor provecho de ellos. Quiero que estén en las mejores condiciones posibles, pues todos van a servirle para su educación.

Cuando Wilbur contaba un año y siete meses —esto es, en septiembre de 1914— su estatura y, en general, las cosas que hacía se salían por completo de lo normal. Tenía ya la altura de un niño de cuatro años, hablaba con fluidez y demostraba hallarse dotado de una inteligencia bien despierta. Andaba solo por los campos y empinadas laderas, y acompañaba a su madre en sus correrías por la montaña. Cuando estaba en casa, no cesaba de escudriñar los extraños grabados y cuadros que encerraban los libros de su abuelo, mientras el viejo Whateley le instruía y catequizaba en medio del silencio reinante de muchas largas e interminables tardes. Para entonces ya habían concluido las obras de la casa, y quienes tuvieron ocasión de verlas se preguntaban por qué habría transformado el viejo Whateley una de las ventanas del piso superior en una maciza puerta entablada. Se trataba de la última ventana abuhardillada en la fachada posterior orientada a poniente, pegada a la ladera montañosa, y nadie se hacía la menor idea de por qué habría construido una sólida rampa de madera para subir hasta ella. Para cuando las obras estaban a punto de concluir la gente advirtió que el viejo cobertizo de los aperos, herméticamente cerrado y con las ventanas cubiertas por tablones desde el nacimiento de Wilbur, volvió a quedar abandonado. La puerta estaba siempre abierta de par en par, y cuando Earl Sawyer un día se adentró en su interior, con ocasión de una visita al viejo Whateley relacionada con la venta de ganado, se extrañó enormemente del apestoso olor que se respiraba en el cobertizo; un hedor —según diría posteriormente— que no guardaba parecido con nada conocido salvo con el olor que se percibía en las inmediaciones de los círculos indios de la montaña, y que no podía provenir de nada sano ni de esta tierra. Pero también es cierto que las casas y cobertizos de los vecinos de Dunwich nunca se caracterizaron precisamente por sus buenos olores.

No hay nada digno de destacar en los meses que siguieron, salvo que todo el mundo juraba percibir un ligero pero constante aumento de los misteriosos ruidos que salían de la montaña. La víspera del primero de mayo de 1915 se dejaron sentir tales temblores de tierra que hasta los vecinos de Aylesbury pudieron percibirlos, y unos meses después, en la Víspera de Todos los Santos, se produjo un fragor subterráneo asombrosamente sincronizado con una serie de llamaradas —«ya están otra vez los Whateley con sus brujerías», decían los vecinos de Dunwich— en la cima de Sentinel Hill. Wilbur seguía creciendo a un ritmo prodigioso, hasta el punto de que al cumplir cuatro años parecía como si tuviera ya diez. Leía ávidamente, sin a yuda alguna, pero se había vuelto mucho más reservado. Su semblante denotaba un natural taciturno, y por vez primera la gente empezó a hablar del incipiente aspecto demoníaco de sus facciones de chivo. A veces se ponía a musitar en una jerga totalmente desconocida y a cantar extrañas melodías que hacían estremecer a quienes las escuchaban invadiéndoles un indecible terror. La aversión que mostraban hacia él los perros era objeto de frecuentes comentarios, hasta el punto de verse obligado a llevar siempre una pistola encima para evitar ser atacado en sus correrías a través del campo, y, claro está, su utilización del arma en diversas ocasiones no contribuyó en absoluto a granjearle la simpatía de los dueños de perros guardianes.

Las pocas visitas que acudían a la casa de los Whateley encontraban con harta frecuencia a Lavinia sola en la planta baja, mientras se oían extraños gritos y pisadas en el entablado piso superior. Jamás dijo Lavinia qué podrían estar haciendo su padre y el muchacho allá arriba, aunque en cierta ocasión en que un jovial pescadero intentó abrir la atrancada puerta que daba a la escalera empalideció y un pánico cerval se dibujó en su rostro. El pescadero contó luego en la tienda de Dunwich que le pareció oír el pataleo de un caballo en el piso superior. Los clientes que en aquel momento se encontraban en la tienda pensaron al instante en la puerta, en la rampa y en el ganado que con tal celeridad desaparecía, estremeciéndose al recordar las historias de los años mozos del viejo Whateley y las extrañas cosas que profiere la tierra cuando se sacrifica un ternero en un momento propicio a ciertos dioses paganos. Desde hacía tiempo podía advertirse que los perros temían y detestaban la finca de los Whateley con igual furia que anteriormente habían demostrado hacia la persona de Wilbur.

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