—Me doy cuenta de eso y de mucho más —respondió Rowland, excitado—. Sé el poder de que usted está investido como capitán. Sé que puede arrestarme aquí mismo por cualquier falta que se le ocurra. Y sé que una entrada sobre mí sin testigos que la corroboren en su diario de a bordo sería prueba suficiente para condenarme a cadena perpetua. Pero también sé una cosa del derecho marítimo: que desde mi celda puedo mandarles a usted y a su primer oficial a la horca.
—Se equivoca usted en su concepto de prueba. Yo no podría hacer que lo condenaran por una anotación mía en el diario de a bordo, ni usted podría ofenderme desde una cárcel. ¿Qué es usted, si puedo preguntarlo? ¿Un exabogado?
—Licenciado en Annapolis. Su equivalente técnico y profesional.
—¿Y tiene intereses en Washington?
—Ninguno.
—¿Y qué se propone adoptando esta actitud, que no puede traerle nada bueno, aunque tampoco la desgracia de la que habla?
—Ser capaz de hacer un acto valiente y generoso en mi inútil vida, contribuir a suscitar tal sentimiento de ira en ambos países que acabe para siempre con esta vergonzosa destrucción de vidas y propiedades por alcanzar más velocidad, y salvar los cientos de pesqueros y otros barcos que son embestidos cada año para devolverlos a sus dueños, y las tripulaciones a sus familias.
Los dos hombres se habían puesto en pie, y el capitán empezó a andar de un lado para otro mientras Rowland, con la mirada relampagueante y los puños apretados, hacía su declaración.
—Un resultado muy deseable, Rowland —dijo aquel—, pero fuera de su capacidad o de la mía para hacerlo posible. ¿Es suficiente la cantidad que he nombrado? Quizá podría usted ocupar mi puesto en el puente…
—Y uno más alto, pero su compañía no tiene dinero suficiente para comprarme.
—Parece un hombre sin ambición, pero tendrá sus necesidades.
—Comida, ropa, un techo y whisky —dijo Rowland, sonriendo con amargura y desprecio por sí mismo.
El capitán bajó una botella y dos vasos de una oscilante bandeja y, poniéndoselos delante, dijo:
—Esta es una de sus necesidades. No se prive —los ojos de Rowland brillaban mientras el capitán llenaba un vaso hasta los bordes.
Este prosiguió:
—Beberé con usted, Rowland —dijo—; brindo por un mejor entendimiento entre nosotros. Y se bebió el licor. Rowland, que había esperado, dijo:
—Prefiero beber solo, capitán —y vació su vaso de un trago. El capitán enrojeció ante esa afrenta, pero se contuvo.
—Ahora suba a cubierta, Rowland —dijo—; hablaré de nuevo con usted antes de que lleguemos a la costa. Entretanto le pido —le pido, no le exijo— que no hable de esto con sus compañeros.
Cuando las ocho campanadas anunciaron el relevo del primer oficial, el capitán dijo a este:
—Es un desecho humano con la conciencia temporalmente activa, pero no se dejará comprar ni intimidar: sabe demasiado. Sin embargo, hemos encontrado su punto débil. Si desvaría antes de llegar a puerto, su testimonio no tendrá ningún valor. Emborráchelo, que yo hablaré con el médico para informarme de alguna droga.
Cuando Rowland volvió para desayunar aquella mañana al oír las siete campanadas, notó que había una botella en el bolsillo de su zamarra, pero no la sacó delante de sus compañeros de guardia.
—Vaya, capitán —pensó—, realmente es usted el canalla más simple y vulgar que jamás ha escapado de la ley. Guardaré su estupefaciente como prueba.
Pero la botella no contenía ninguna droga, como descubrió después. Era buen whisky —el mejor— para hacerle entrar en calor mientras el capitán investigaba.
C
APÍTULO V
E
sa mañana ocurrió un percance que distrajo a Rowland de los incidentes de la noche anterior. Unas pocas horas de sol radiante habían atraído a los pasajeros a cubierta como abejas de un panal, y dos amplias cubiertas de paseo recordaban por su animación y colorido a las calles de una ciudad. Los vigías estaban ocupados en la inevitable limpieza, y Rowland, con un estropajo y un cuchillo, limpiaba la pintura blanca del coronamiento a estribor, oculto por la caseta de cubierta que acotaba un pequeño espacio a popa. Una niña entró corriendo en aquel estrecho recinto, riendo y gritando, y se agarró a sus piernas, mientras saltaba con desbordante alegría.
—Me he escapado —dijo—. He escapado de mami.
Secándose las manos en los pantalones, Rowland alzó a la niña y dijo tiernamente:
—Bueno, pequeña, tienes que volver corriendo con ella. Estás en mala compañía.
Los ojos inocentes de la criatura le sonrieron, y entonces —una estúpida costumbre que solo tienen los solteros— la sostuvo sobre la barandilla en un gesto de jovial amenaza:
—¿Quieres que te eche a los peces, renacuaja? —preguntó, mientras sus facciones se ablandaban en una inusual sonrisa. La niña dio un pequeño grito de miedo, y en ese momento apareció una joven que había rodeado la caseta. Saltó sobre Rowland como una tigresa, le arrebató a la niña, lo miró un instante con ojos desencajados y desapareció, dejándolo débil, maltrecho y sofocado.
«Es hija suya», gimió. «Esa era la mirada de una madre. Se ha casado… se ha casado» —volvió a su trabajo, con el rostro casi tan blanco como la pintura que estaba fregando, hasta que su piel bronceada de marinero recuperó su color.
Diez minutos después, el capitán, en su oficina, escuchaba la queja de un hombre y una mujer muy alterados.
—¿Y dice, coronel —dijo el capitán—, que este Rowland es un viejo enemigo?
—Es, o fue, un admirador no correspondido de la Sra. Selfridge. Eso es todo cuanto sé de él, salvo que amenazó con vengarse. Mi mujer está segura de lo que vio, y opino que deberían encerrar a ese individuo.
—¡Por Dios, capitán —dijo ella vehementemente mientras abrazaba a su hija—, tendría que haberle visto! Estaba a punto de soltar a Myra cuando la agarré, y tenía una mirada tan horrenda y lasciva… ¡Oh, fue espantoso! No volveré a pegar ojo en este barco, lo sé.
—Señora, le ruego que no se deje llevar por la angustia —dijo el capitán, gravemente—. Estoy al tanto de los antecedentes de este individuo; es un oficial denigrado y acabado, pero, puesto que ha hecho tres viajes con nosotros, confié en su buena disposición para trabajar en el mástil por su ansia de licor, que solo puede satisfacer con dinero. No obstante, quizá la haya seguido, tal como usted sospecha. ¿Ha podido enterarse de sus movimientos y de que usted iba a comprar un pasaje en este barco?
—¿Por qué no? —exclamó el marido—. Puede que conozca a algunos de los amigos de la Sra. Selfridge.
—Sí, sí —dijo ella, con ansiedad—. Me han hablado varias veces de él.
—Entonces está claro —dijo el capitán—. Señora, si accede a testificar contra él en un tribunal inglés, lo arrestaré inmediatamente por intento de asesinato.
—¡Oh, hágalo, capitán! —exclamó ella—. No me sentiré segura mientras él esté en libertad. Por supuesto que testificaré.
—Haga lo que haga, capitán —dijo ferozmente el marido—, tenga por cierto que le meteré una bala en la cabeza si se vuelve a meter conmigo o con los míos. Entonces podrá arrestarme a mí.
—Haré que se ocupen de él, coronel —replicó el capitán, inclinando la cabeza en señal de despedida.
Pero la acusación de asesinato no siempre es la mejor manera de desacreditar a un hombre y, puesto que el capitán no creía que el hombre que le había desafiado fuera capaz de asesinar a una niña, y que la acusación sería en todo caso difícil de probar y le acarrearía muchos problemas y molestias, no dio orden de arrestar a John Rowland, sino que se limitó a disponer que de momento se le hiciera trabajar durante el día en el entrepuente, fuera de la vista de los pasajeros.
Rowland, sorprendido por el repentino traslado de la desagradable labor de limpieza a la soldadesca tarea de pintar boyas de salvamento en el cálido entrepuente, era lo bastante avispado para advertir que el contramaestre lo vigilaba estrechamente esa mañana, pero no lo suficiente para fingir ningún síntoma de embriaguez o intoxicación que podría haber complacido a sus inquietos superiores y haberle reportado más whisky. A consecuencia de su mirada más despejada y de su voz más firme —producto del aire sanador del mar—, cuando volvió a cubierta para hacer la primera guardia, el capitán y el contramaestre mantuvieron una conversación en la sala de derrota, en la que aquel dijo:
—No se alarme, no es veneno. Él ahora está a medio camino del horror, y esto simplemente lo traerá hacia él. Verá serpientes, espectros, trasgos, naufragios, incendios y toda suerte de cosas. Hace efecto en dos o tres horas. Póngaselo en el jarro cuando no haya nadie en el castillo de babor.
A la hora de la comida se produjo una pelea en el castillo de babor que no merece mayor atención, excepto por el hecho de que Rowland, que no participó en ella, vio cómo su jarro de té salía despedido por los aires antes de que hubiera podido darle tres sorbos. Así que se sirvió otra vez y terminó de comer; luego, sin tomar parte en la abierta discusión que mantenían sus compañeros sobre la pelea ni en la discusión encubierta sobre el choque, se arrebujó en su catre y fumó hasta que oyó ocho campanadas, momento en que volvió con el resto.
C
APÍTULO VI
-¡R
owland! —dijo el robusto contramaestre, mientras los marineros de guardia se reunían en cubierta—, encárguese de vigilar el puente de estribor.
—Ese no es mi sitio, contramaestre —dijo Rowland, sorprendido.
—Órdenes del puente. Suba allá.
Rowland gruñó, como deben hacerlo los marineros cuando son agraviados, y obedeció. El hombre al que relevó dio su nombre y desapareció; el primer oficial se paseó por el puente, le dijo que estuviera atento a la guardia y regresó a su puesto; el silencio y la soledad de una guardia nocturna en el mar, acrecentados por el ruido constante de las máquinas y mitigados tan solo por los lejanos ecos de la música y las risas procedentes del salón, inundaron la proa del barco. El fresco viento del oeste que venía hacia el Titán hacía que la cubierta estuviera prácticamente en calma, y la espesa niebla, aunque iluminada por un cielo brillante y moteado de estrellas, era tan fría que hasta el más locuaz de los pasajeros había huido en busca de luz y vida en el interior.
Cuando sonaron tres campanadas —las nueve y media— y Rowland había respondido con el consiguiente «Sin novedad», el primer oficial dejó su puesto y se acercó a él.
—Rowland —dijo mientras se aproximaba—, he oído que usted ha sido oficial de barco.
—No sé cómo se ha enterado, señor —respondió Rowland—. No suelo contarlo.
—Se lo dijo al capitán. Supongo que el currículo de Annapolis es tan completo como el de la escuela naval inglesa. ¿Qué opina de las teorías de Maury sobre las corrientes?
—Parecen convincentes —dijo Rowland, omitiendo sin darse cuenta el «señor»—, pero creo que en casi todos los casos han demostrado estar equivocadas.
—Yo también lo creo. ¿Ha investigado otras ideas del autor, como la de localizar la posición del hielo en la niebla por la tasa de descenso de la temperatura a medida que nos acercamos a él?
—Sí, pero sin llegar a ningún resultado concluyente, aunque parece que se trata de una mera cuestión de cálculo y de tiempo para calcular. El frío es calor negativo y puede considerarse energía radiante, que disminuye en proporción al cuadrado de la distancia.
El oficial se quedó pensativo por un instante, mirando al frente y tarareando una tonada para sí, y a continuación dijo:
—Cierto.
Y volvió a su puesto.
«Debe de tener un estómago de hierro», murmuró, asomándose a la bitácora.
«O eso, o el contramaestre puso la droga en el jarro equivocado».
Rowland observó con una sonrisa cínica al oficial mientras se alejaba. «Me pregunto», se dijo, «por qué baja hasta aquí para hablar de navegación con un simple marinero. ¿Qué hago aquí, en un turno que no me corresponde? ¿Tiene algo que ver con esa botella?».
Volvió a pasearse impaciente por el extremo del puente, sumido en los sombríos pensamientos que había interrumpido el oficial. «¿Cuánto le habrá durado la ambición y el amor por su profesión después de haber encontrado, ganado y perdido a la única mujer que le importaba en el mundo?», pensó. «¿Por qué el empeño por seguir enamorado de una entre los millones de mujeres que viven y aman puede ser más importante que todas las bendiciones de la vida y hacer que un hombre desespere y se consuma? ¿Con quién se habrá casado? Probablemente con uno que conoció tiempo después de rechazarme y que le mostró alguna de las cualidades de mente y de carácter que le gustaban; alguien que no necesitaba amarla —así tendría más posibilidades— y que ha entrado tranquila e impunemente en mi cielo. Y luego nos dicen que “Dios lo hace todo bien” y que hay un cielo donde se proveen todas las necesidades insatisfechas, siempre que tengamos fe suficiente en ello. Eso significa —si es que significa algo— que después de una vida de lealtad ignorada durante la que no he ganado más que su temor y desprecio, puedo ser recompensado con el amor y la amistad de su alma. ¿Amo su alma? ¿Tiene su alma la belleza, la figura y el porte de una Venus? ¿Tiene su alma unos ojos profundos y azules y una voz dulce y armoniosa? ¿Tiene ingenio, gracia, encanto? ¿Compadece a los que sufren? Esas son las cosas que amo, no su alma, si es que tiene. No la quiero. La quiero a ella, la necesito».
Se detuvo y se apoyó contra la barandilla del puente, con la mirada fija en la niebla que se extendía ante él. Ahora pensaba en voz alta, y el primer oficial se asomó, escuchó un momento y volvió a su puesto.
—Le está haciendo efecto —susurró al tercer oficial, y a continuación pulsó el botón que comunicaba con el capitán, hizo sonar la sirena de vapor para avisar al contramaestre y reanudó su vigilancia sobre el marinero drogado, mientras el tercer oficial gobernaba el barco.
La sirena de vapor es un sonido tan frecuente en un barco que suele pasar inadvertido. Pero esa llamada afectó a otra persona, aparte del contramaestre. Una figurita en camisón se levantó de la litera de su lujoso camarote y, con mirada alerta y penetrante, logró llegar a cubierta sin ser vista por ningún vigía. Sus piececitos blancos y desnudos no sintieron frío al corretear sobre las tablas de la cubierta, y la pequeña figura ya había alcanzado la entrada del entrepuente cuando el capitán y el contramaestre llegaron al puente.