El imán y la brújula (2 page)

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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
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Llora el niño y es justo lo contrario a una música de fondo.

—Intente escucharme —Éctor interrumpe los delirios del hombre, pero hasta que no saca del bolsillo las recetas de morfina y las deja en la mesa con un golpe no consigue atraer su atención—. ¿Me escucha?

—Sí… —el hombre persigue los papeles con ojos sedientos y parece olvidar su disertación. El llanto del niño no cambia.

—En primer lugar, el dinero. —Recibe un rollo de billetes temblorosos que cuenta velozmente y se guarda en el bolsillo del pantalón—. Ahora atento —señala las recetas—: Esto se está volviendo cada vez más peligroso, el tema sale cada día en los periódicos y dicen que pronto ni los médicos podrán recetarla así como así, de modo que no se le ocurra emplearlas dos veces en la misma farmacia; y, si puede, procure que estén alejadas entre sí. ¿Me ha entendido?

—Sí…

Dice que sí, pero cualquiera sabe.

Éctor conoce, por casualidad, la historia de aquel hombre. Aunque apenas se le nota ya el acento, formaba parte del equipo de arquitectos italianos venidos a Sevilla para levantar una de las edificaciones de la Exposición Iberoamericana de 1929. Aún quedan tres años para el evento, pero ya no participará en él. Su mujer murió en el accidente de automóvil que sufrieron hace unos meses. Vive con su hijo pequeño desde entonces, solos, en la casa que el ayuntamiento les proporcionó. Le han contado que se aficionó a la morfina en el hospital para atenuar el dolor de sus heridas, pero no le han especificado de cuál de ellas.

Sigue el llanto seco y cansado del niño en las profundidades de la casa.

No tiene nada más que hacer allí.

—Oiga… el niño… ¿seguro que se encuentra bien?

—Sí, sí… perfectamente. Es que mi mujer está en el baño. En cuanto lo coge en brazos, deja de llorar.

Está cayendo la tarde y, aunque no se ha quitado el gabán ni el sombrero, está empezando a helarse. Sólo se le ocurren comparaciones con tumbas, mármoles y panteones para describir el frío del salón.

Se da la vuelta para marcharse, no es probable que vuelva por allí; no tiene lo que se dice una red de clientes ni está especializado en ninguna mercancía. Hasta el contrabando cuenta con sus propias castas, y él no pertenece a ninguna, ni siquiera obtiene el dinero suficiente para vivir de aquello; come del negocio de su mujer y merodea por los puestos del mercado negro para pasar los días, el ojo atento a los desperdicios.

El llanto.

Vuelve a encararse con el arquitecto.

—Mire, puede hacer lo que le parezca con eso —señala las recetas—, a mí me da igual. Pero hay sitios a los que podría llevar al niño para que lo cuiden. Puede visitarlo y…

—Mi mujer atiende perfectamente a nuestro hijo —sin alterarse—. Está en el cuarto de baño… ¿puedes salir, cariño? —Alza un poco la voz—. ¿Cariño?

De pronto, el niño deja de llorar.

—¿Lo ve?

Éctor se queda un par de minutos en la entrada, y al fin abre la puerta, para no seguir explicándose aquel silencio.

Después de muchos días sin apenas aparecer por su casa, esa noche ha aceptado la viabilidad de la sopa caliente, de la conversación a media voz de su mujer, de la luz cálida de la salita para fundir el frío que se le ha metido en la sangre en casa del arquitecto. Al pasar por la camisería percibe aún alguna luz tras las vidrieras, seguramente Anunciación, Nuncy, estará cuadrando las cuentas del día, de modo que decide evitar el rodeo por el edificio adyacente que comunica la vivienda con el establecimiento, y entrar directamente desde la tienda. No llega a llamar a la puerta acristalada; un siseo lo reclama desde la acera de enfrente. Adalfina lo espera al borde de las sombras de un portal, con un abrigo oscuro abrochado hasta el cuello y un pañuelo cubriéndole la cabeza. Al final, tampoco hoy llegará pronto a casa.

No se entretienen en saludos ni preámbulos: ambos saben que ella nunca sale del taller de costura donde tiene su casa y su centro de operaciones a no ser que el asunto sea inusualmente importante. Mientras Adalfina le entrega un papel acompañado con secas explicaciones, Éctor mira hacia atrás y descubre a su mujer a través del escaparate.

Pequeña, apenas uno sesenta, y aun así, parece esbelta, a pesar de que no está precisamente delgada, de las caderas, de las tetas; el pelo negro es algo más que media melena, las cejas inteligentes, los ojos han perdido su color de tanto hervir.

Nunca sé si es la compasión o el rencor lo que hace brillar su mirada.

El arrastre continuo de la película sobre las ruedas dentadas del proyector suena como el chirrido de las cadenas que abren el portón levadizo del castillo que esconde los más inmundos recuerdos de los dos espectadores.

En el gris parpadeante de la pantalla se dibuja el blasón de la Editorial Saturnia —el planeta con una leyenda ilegible en su anillo— que surge y se desvanece, fugaz, para ofrecernos una panorámica del portal con un san José y una virgen maría a cada lado del pesebre, flanqueados a su vez por dos pilastras con motivos vegetales y las siluetas burdamente pintadas en cartón de la vaca y el buey. Interior. Noche.

Desde detrás del decorado aparece un niño cargando un pesado saco en la espalda, vestido con un turbante y un taparrabos, precediendo a los magos: dos hombres blancos y uno pintado de negro, jóvenes, de mirada maligna, cubiertos con túnicas sucias y andrajosas, adornadas por símbolos cabalísticos. Los gestos exageradamente temerosos del san José y la virgen maría nos transmiten la impresión de que han llegado para algo más que para entregarles sus presentes, como si el nacimiento fuera parte de una perversa ceremonia orquestada por los recién llegados.

El paje arroja con desprecio el saco en dirección a la cuna y algunos de los instrumentos que contiene —un sextante, un catalejo, un compás…— se esparcen por el suelo; después se vuelve hacia el primero de los magos, que se remanga la túnica, mostrándole los genitales desnudos. El niño comienza a lamérselos, preparándolo para la verdadera ofrenda.

El aldabonazo en la puerta de la calle sobresalta a los dos hombres y uno de ellos, el más avergonzado ante las imágenes, presiona rápidamente el interruptor que detiene la proyección y se levanta para encender las luces.

—Debe de ser él —conjetura, algo nervioso—. El ama tiene orden de subirlo directamente a esta sala, como usted me indicó.

Resuenan los pasos en la escalera, en el pasillo, dos golpes en la puerta; la vieja sirvienta hace entrar al joven sin decir una palabra y se va.

El recién llegado se queda de pie junto a la entrada, sin quitarse el gabán ni el sombrero flexible, siempre se resguarda tras ellos en las casas que visita. Mira con descaro la disposición hexagonal de la biblioteca, el proyector y la pantalla desmontable, las maderas nobles y labradas, la piel de los sillones, el metal de las figuras; se imaginaba que los interiores de los palacetes de la plaza del Duque, el centro del centro de Sevilla, eran más o menos así, pero hasta ahora no había tenido oportunidad de comprobarlo. Se deja mirar por los hombres que lo han convocado, el que ya conocía y el que permanece en las sombras del sofá, de algo más de cincuenta años y vestidos de etiqueta los dos, pero seguro que no en su honor.

—La noche está fría, ¿quiere usted beber algo? —le pregunta el que está de pie, aunque apenas termina la frase al caer en la cuenta de que aquélla no es una de sus habituales visitas de cortesía.

—No.

—Ya… Bueno… —intentando hacerse con la situación—. La otra vez no tuvimos… oportunidad de presentarnos. Me llamo Anselmo de la Fuente, supongo que ya ha visto mi nombre abajo, en el membrete de la notaría —reconociendo forzadamente su identidad.

—Yo me llamo Éctor (sin hache) Mena, y me han dicho que también usted lo sabe.

Es la primera vez que un cliente pregunta precisamente por él; sabe que conocen mucho más que su nombre y que no lo han citado para comprarle nada. Todo tal y como esperaba.

Su anterior encuentro, como casi todos los que le concertaban Adalfina o Vidal, fueron unos minutos en el ambigú de la estación; el tiempo de entregarle el paquete con la película pornográfica a cambio de un sobre con billetes contados casi al tacto por debajo de la mesa, una conformidad por otra, con la conciencia de que abreviar y olvidarse era la única manera de reducir el peligro que ambos corrían.

—Me imagino que me ha hecho venir porque necesita la misma clase de género que la otra vez —una apertura como cualquier otra—. Si me dice en qué está interesado, intentaré conseguírselo.

—No exactamente. Verá… —arañando palabras—. Estamos intentando encontrar…

—Señor Mena, la razón por la que le hemos pedido que venga tiene que ver con la película que le procuró usted a mi amigo.

La voz del otro hombre es una sombra de la que sólo se pueden distinguir las manos apresadas por una larga cadena de plata asegurada por un candado; con un solo movimiento de las muñecas, invisible de tan ágil, quedan libres.

Desde que se levanta del sillón, fuerte y elástico para su edad, y toma la palabra, el notario parece perder casi todo el color y el volumen en su favor. Calvo, delgado, alto y muy apuesto, probablemente un galán hasta hace pocos años, a pesar del costurón que le recorre el rostro, desde la frente a la mejilla, en una vertical perfecta, salvando milagrosamente el ojo derecho; autoritario, con cierto aire castrense o aristocrático, la cicatriz, en él, resulta casi elegante.

—Siga —responde Éctor, endureciendo el tono como reacción a la energía del otro.

—¿Puedo preguntarle qué sabe usted de esa película? —Guardando la cadena en el bolsillo.

—Nada. Hombres liados con mujeres, o con otros hombres, o con niños, o con animales. Ni siquiera la he visto. Yo sólo se las vendo a ustedes.

El otro lo mira fijamente, sereno, no se le ocurre perder el tiempo en tomar aquello como un insulto.

—Necesitamos conocer su procedencia. Cualquier información relacionada con ella —se acerca—. En último caso, nos bastará con que nos diga quién se la proporcionó a usted. Estamos dispuestos a recompensarle con largueza.

Para mantener la distancia, Éctor se mueve por primera vez desde que llegó, se aproxima a la ventana y descorre un poco las cortinas. Fuera, una niebla amarillenta desconocida, oxidada. Noviembre se está yendo frío.

De su siguiente frase dependerá la posición de inicio que ocupe en aquel juego.

—No puedo revelarle dónde las consigo, pero si me dicen qué es lo que buscan, puedo encargarme yo de hacerlo.

—Sabía que ésa iba a ser su respuesta.

—Claro que lo sabía. Cuando alguien se dedica a este trapicheo, cabe pensar que esté dispuesto a alquilarle a su hija, o a hacer cualquier cosa por dinero. Y desde luego, a exprimir al máximo una situación de esta clase.

El tipo de la cicatriz avanza hacia él y le apoya la mano en el hombro. Está claro que tiene experiencia atrayendo a sus causas a otros hombres. Su voz y su mirada son lo bastante claras incluso para hacer dudar del artificio.

—Precisamos a alguien que nos ayude, desde la calle. Si se aviene a hacerlo, todos estaremos metidos en la misma empresa.

—Pues acertaron, estoy dispuesto a prestarle a mi hija, la de cinco años, para que se divierta con ella. ¿Qué es lo que buscan?

El notario, agotado su papel, baja la cabeza y se retira un poco, violento, mientras su compañero acaricia el proyector, descartando más información de la que aporta.

—Esta película en la que no aparece el título, se llama
Donatien
. Junto a otras dos,
Alphonse
y
François
, forman una trilogía.

—Donatien, Alphonse y François. Los nombres del marqués de Sade.

—Efectivamente. No ignoro que fue usted profesor de historia. Ni que carece de hijos —sigue de inmediato su exposición, sin mirarle—. Pues bien, por motivos que no vienen al caso, hace años que estamos intentando conseguir la serie completa.

Lo demás son detalles complementarios.

Aquello es un contrato.

Se trata de encontrar lo que verdaderamente busca mientras intenta conseguir las películas.

—¿Cuánto hace que desaparecieron?

—Fueron rodadas en 1912. En Madrid. Las tres. Y hasta ahora, catorce años después, no ha aparecido la primera en esta ciudad.

—¿Cómo podré identificarlas?

El otro extrae del bolsillo un lapicero de oro y realiza unos trazos rápidos en la primera de un bloque de holandesas dispuestas en un antiguo buró junto al visitante. Un dibujo del planeta Saturno con unas palabras escritas en el anillo: «
ruino sen nomo
». Éctor, después de examinar la hoja, la dobla en cuatro junto a algunas más y se las guarda en el gabán. Piensa, mientras juega con el lapicero que el otro ha dejado en la mesa.

—Quédeselo. Un recuerdo.

Lo mira con atención, asiente. Para esa gente los objetos de valor no son nada.

—¿Qué significa? —Señala el bolsillo donde ha guardado el dibujo.

—Es el símbolo de la Editorial Saturnia. Esta… agrupación, fue la responsable de la filmación.

—¿
Ruino sen nomo
?

—Se traduce por «ruinas sin nombre». Es esperanto. No me pregunte qué querían decir con eso, porque lo desconozco. Los miembros de este grupo desarrollaron unas ideas ciertamente singulares —apesadumbrado—. Desquiciadas. Peligrosas.

—¿Una especie de culto al diablo?

—Peor. Esos, al menos, adoran a una especie de deidad, por repugnante que sea. El grupo del que hablo pretendía arrancarse la necesidad de Dios, de cualquier dios, usando los métodos más abominables.

A Éctor le llega, de pronto, el calor de la estancia; se quita el sombrero y lo coloca en equilibrio sobre el respaldo del sofá y después hace lo mismo con el gabán. De todas formas se ha introducido lo suficiente en aquel asunto como para que no le baste con parapetarse debajo de ellos.

—Necesitaré todos los datos que tenga de sus miembros.

—Lo siento. Apenas sabemos nada más de ellos. Sólo esto —busca otra vez en su bolsillo hasta encontrar una fotografía—. Es para usted. Le puede ser útil por si tiene que pedir a alguien que reconozca a quién hizo alguna de las transacciones.

Tarda un segundo de más en recoger el retrato que le tienden; no cree que el otro hombre esté diciendo la verdad, pero no es el momento de plantarse.

Al fin toma la fotografía. Parece una orquesta formada por seis hombres y una mujer, todos de gala, con violines en la mano o bajo el brazo, de pie en los escalones de entrada a una gran edificación, una iglesia o un palacio.

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