El imperio eres tú (27 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: El imperio eres tú
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—… No por ambición —siguió diciéndole—, sino porque el hombre que se coloca de segundo sólo puede obedecer o comprometerse.

En ese momento Pedro se levantó y miró por la ventana: los pavos reales se paseaban entre los mangos y los macizos de flores —hibiscos, nardos, rosas, azaleas— y pensó en su padre cuando les daba de comer. ¡Cómo le hubiera gustado hablar con él ahora! Por primera vez entendía la indecisión de don Juan. Se sentía muy abrumado porque lo que estaba en juego era la disgregación de un imperio y, a nivel personal, una vida menos grandiosa de la que había proyectado tener, más deslucida de la que había soñado. Por lo menos no estaba solo: se volvió hacia Leopoldina y le dijo:

—… O rebelarse, ésa es la última opción que tiene un segundo.

Se acercó a ella; sus ojos violetas le miraban con adoración. Pensó en estrecharla entre sus brazos, pero no lo hizo.

—Está bien, escucharé lo que los diputados tienen que decirme.

Al enterarse de que se fraguaba una manifestación popular de apoyo al príncipe, el general Avilez intentó impedirla, y fue a ver a Pedro, que no se dejó intimidar:

—General —le dijo en tono firme—, me permito recordarle que las bases constitucionales garantizan el derecho a manifestarse y a hacer peticiones. Estoy decidido a escuchar la voz del pueblo.

Avilez no tuvo más remedio que resignarse y permitir que, a mediodía del 9 de enero de 1822, una comitiva de diputados municipales, con el presidente a la cabeza portando el estandarte de la ciudad, todos vestidos de gala, con la cabeza descubierta y el sombrero en la mano, descendiese la rua do Ouvidor. Iban a paso lento, en dos filas, abriéndose camino entre la gente. Olía al jabón de las perfumerías francesas, a vino y vinagre de las bodegas y a pan recién cocido de la confitería vienesa. La multitud congregada en la plaza del Rocío, frente al mar, recibió a la comitiva en un silencio tenso, solamente interrumpido por el cacareo de las gallinas, el graznido de los cuervos y la cadencia de los pasos de los que llegaban.

Dentro del viejo palacio les esperaba el príncipe regente, sentado en el alto trono, vestido de uniforme con charreteras doradas en las hombreras y guerrera de cuello alto color burdeos. El encuentro estaba marcado por una solemnidad inusual en Brasil. El presidente de la comitiva de diputados le saludó con una reverencia protocolaria y a continuación le entregó la petición. Pedro la desenrolló, y aquello no acababa nunca.

—Está firmada por ocho mil ciudadanos —le explicó el presidente.

Era más de lo que hubiera podido imaginar, era un número considerable para el tamaño de la ciudad. Pero no sólo le entregaron la petición de Río de Janeiro, también la de la provincia de Minas, la de Pernambuco y la de São Paulo. Cuatro documentos que representaban buena parte del territorio brasileño. El presidente empezó su discurso advirtiéndole de que no estaban animados por propósitos separatistas: «Señor, la salida de vuestra alteza será el acontecimiento fatal que sancione la independencia de este reino», empezó diciendo, antes de rogarle que permaneciera en Brasil. Luego abrió la carta que había escrito el muy venerado José Bonifacio para la ocasión y empezó a leerla:
«Vuestra alteza real
—le decía el viejo científico sin remilgos, consciente del peso de sus palabras—,
aparte de perder ante el mundo la dignidad de hombre y de príncipe, convirtiéndose en esclavo de un pequeño número de desorganizadores, también tendréis que responder ante el cielo del río de sangre que seguramente va a correr por Brasil con vuestra ausencia…»
Pedro frunció el ceño, no estaba acostumbrado a que se dirigiesen a él de manera tan franca, pero siguió leyendo con atención:
«… Os rogamos que confiéis con valor y coraje en el amor y la lealtad de vuestros brasileños, que están dispuestos a verter la última gota de su sangre para no perder a un príncipe idolatrado, en quien el pueblo tiene puestas todas sus esperanzas…»

¿Qué más necesitaba para tomar la decisión que haría de él un príncipe al servicio del pueblo? ¿No le ofrecían ser el primero en Brasil? ¿Todo ese apoyo no le granjeaba posibilidades de éxito en la inevitable y futura confrontación con el general Avilez y con las Cortes de Lisboa? ¿No le habían asegurado lealtad los generales de las divisiones brasileñas que había consultado la víspera a altas horas de la noche? ¿Podía realmente fiarse de ellos? ¿No acabarían alineándose con Avilez y las Cortes? Consciente de que había llegado el momento de asumir su parte de responsabilidad en los acontecimientos, Pedro se levantó del trono y pidió la palabra. Sabía que a partir de entonces, se adentraba en la vía de la rebelión abierta:

—Como es para el bien de todos —les dijo— y para la felicidad general de la nación, estoy listo: dígale al pueblo que me quedo.

Un senador repetía en voz alta esas mismas palabras desde una de las ventanas de la sala del trono al pueblo que se apiñaba abajo. Inmediatamente subió de la multitud un ronco murmullo de aprobación, interrumpido por vivas a la Constitución, a las Cortes, al príncipe constitucional, etc., como un caudal desbordado que de pronto hubiera encontrado su cauce. Visiblemente conmovido, Pedro salió al balcón y fue recibido con delirio.

—Mi presencia en Brasil es de interés para los portugueses de ambos lados del Atlántico —les dijo, y de nuevo fue interrumpido por una estruendosa ovación, a la que se unió el tañido de las campanas.

Le invadió una sensación difusa, un placer profundo, el mismo que había sentido la noche del teatro, la seguridad íntima de que estaba pisando por donde había que hacerlo, y que ése era su sitio, el de jefe supremo adorado por las masas enfervorizadas, el de los afortunados que desplazan los límites del destino, que cambian la historia. Se acababa de dar cuenta de lo mucho que deseaba el poder. Primero por la satisfacción que le producía, que era como un elixir capaz de nublarle los sentidos. Y luego para imponer sus planes, probar sus remedios, conseguir una paz digna para los portugueses de ambos lados del océano.

Acabó con las palabras «Unión y tranquilidad» y se retiró. Pidió un caballo para regresar a San Cristóbal. Los que le rodeaban insistieron para que hiciera el recorrido en una carroza, pero él se negó, a sabiendas de que la multitud acabaría llevándolo en volandas como habían hecho con su padre el día del juramento. «Me fastidia ver a seres humanos rendir tributo a sus semejantes como si fuesen divinidades», declaró antes de montar en su caballo. Él quería ser príncipe del pueblo, una versión moderna de su padre. No quería ser tratado como una estatua en una procesión.

Mientras galopaba hacia su palacio, al principio rodeado de otros jinetes jaleándolo y que le fueron dejando a medida que se acercaba al recinto de San Cristóbal, pensó que esa movilización no había sido un reflejo de la revolución de Portugal, como las anteriores, sino la primera manifestación de un nuevo sentimiento patriótico. Ya no sentía aprensión, sino una embriagante sensación de plenitud. Liberado de dudas, confortado en la seguridad de haber tomado la decisión adecuada, espoleó a su caballo para llegar antes y debatir con Leopoldina las medidas que había que tomar, que eran muchas y urgentes. Ella ya conocía la decisión tomada porque lo habían planeado la víspera. Le esperaba arrodillada en la capilla, satisfecha por haber cumplido con su deber pero melancólica por tener que quedarse. Y preocupada por las consecuencias de un acto de insumisión que ella, la más dócil de las princesas, había propiciado por lealtad a sus principios monárquicos y por amor a su marido.

43

La gente, feliz, celebró lo que vino a llamarse
«dia do Fico»
(del verbo
ficar
, quedarse) e iluminó las casas y los edificios públicos de manera que la costa parecía un rosario de lucecitas de colores. En su palacio, Pedro y Leopoldina tenían que actuar con prisa y contundencia porque sabían que el poder no soporta el vacío. Rodeados de los ex ministros y de los líderes del movimiento, tomaban decisiones cruciales: asegurarse el apoyo de parte de la guarnición militar, aceptar o no la dimisión de sus ex ministros, formar listas de gobierno, etc. De todas las consultas que realizaron con unos y otros, quedó claro que lo más importante era hacer venir a José Bonifacio a Río de Janeiro cuanto antes. Era una figura de consenso, el mejor preparado de los consejeros para ayudar a Pedro y a Leopoldina en la organización de un nuevo gobierno.

El general Avilez y sus oficiales portugueses estaban furiosos. Decididos a anular por la fuerza todo lo que el pueblo de Río había conseguido pacíficamente, conspiraban en sus cuarteles. Intentaban ponerse de acuerdo sobre un plan para obligar a los príncipes, bajo amenazas, a embarcar en la fragata
União
, que estaba lista para zarpar.

—Ese hijo de puta… —espetó el general Soares refiriéndose a Pedro—. Lo cazaremos en el teatro y lo llevaremos de las orejas de vuelta a Lisboa.

La calle era un reflejo de la tensión en los cuarteles. Los soldados insultaban a los cariocas y éstos replicaban llamándoles «pies de plomo» por el ruido que hacían sus pesadas botas sobre los adoquines. El nivel de violencia fue subiendo a medida que grupos de soldados entraban por la fuerza en las casas iluminadas, signo de que en su interior había gente celebrando, y las saqueaban.

Mientras, Pedro y Leopoldina estaban en el Teatro Real celebrando el
fico
ante la sociedad de Río. Ella había insistido en acompañarle, a pesar de lucir una tripa de siete meses y del riesgo de llegar a ser víctima de algún acto violento, mostrando, como dijo uno de los asistentes, «el coraje y la sangre fría que en su augusta familia son virtudes hereditarias». En cuanto aparecieron en el palco, con sus trajes de gala, fueron recibidos por una ovación atronadora, salpicada de vivas y gritos de júbilo. Pedro tomó la palabra e hizo un discurso apelando de nuevo a la paz y la unión entre brasileños y portugueses, pero mientras hablaba observó que el palco del general Avilez estaba vacío. Y Avilez nunca faltaba a la ópera.

Nada más empezar el primer acto, le llegaron noticias de que soldados de dos batallones estaban agrupándose en el Morro del Castillo reforzados por una compañía de artillería portuguesa. También se enteró por un médico militar de las palabras que había pronunciado el general Soares. Entonces Pedro hizo llamar al general de la tercera división, compuesta en su mayoría por brasileños. Era el mismo que la víspera le había asegurado su lealtad. Pedro temía que sus hijos fuesen secuestrados por los portugueses.

—Mi batallón no se moverá de las puertas de San Cristóbal, a menos que lo ordenéis vos en persona —le aseguró el general.

Ninguno de los dos quería provocar un enfrentamiento con el batallón portugués. Leopoldina, angustiada, susurró a Pedro:

—Déjame ir a por los niños ya…

—¡No! Todavía no, no podemos dejar que cunda el pánico, nos tenemos que quedar hasta el final. No temas por ellos, están protegidos por la tercera división.

—Es mejor que me los lleve fuera de la ciudad, a Santa Cruz quizá…

Santa Cruz era un antiguo monasterio de jesuitas situado en una finca que la familia real utilizaba esporádicamente como coto de caza y residencia veraniega.

—De acuerdo, cuando termine esto —le dijo en voz baja—, irás a San Cristóbal a por los niños y te los llevarás; déjame organizarlo con el general…

—¿Tú no vienes con nosotros?

—No puedo separarme de la tropa que me es fiel, tengo que hacerme con la situación.

El público, distraído por el trasiego que sentía en el palco real, empezó a sospechar que pasaba algo grave. Murmuraban, se mostraban incómodos. A las once de la noche, corrió la noticia de que soldados portugueses, alterados y comportándose como vándalos, rompían ventanas y vitrinas, apagaban farolas y volcaban carruajes en la calle. Entonces el público se puso nervioso y el alboroto hizo que los actores dejasen de cantar, y la orquesta enmudeció. Viendo que la gente empezaba a irse, Pedro, desde su palco, se dirigió de nuevo al público:

—¡Pido a todos los amigos de la paz, de Brasil y míos que guardéis la calma y permanezcáis en vuestro sitio! ¡Es por vuestra seguridad, no salgáis ahora!

La gente le obedeció y los que se habían levantado tomaron de nuevo asiento. Pedro prosiguió:

—Es cierto, dos regimientos portugueses se han amotinado, pero he dado órdenes al general de mi guarnición para asegurar la protección de las viviendas y las propiedades de todos los habitantes. No salgáis a la calle, porque podéis entorpecer el movimiento de las tropas. Y no temáis, el orden quedará restaurado antes de que acabe el espectáculo. Por eso os ruego que os quedéis aquí conmigo y disfrutemos juntos del resto de la velada… ¡Música, maestro!

Los músicos volvieron a tocar. El publico lanzó una aclamación tan fervorosa que parecía que los muros del edificio temblaban. La autoridad y la seguridad con las que había hablado Pedro tranquilizaron a la gente, que de nuevo volcó su atención hacia el espectáculo, pero el alboroto que se vivía en el palco real continuó. En un cuchicheo sin fin, Pedro recibía mensajes, consultaba con los oficiales de su guardia, hacía planes para que los batallones leales se alzaran en armas, y daba las últimas instrucciones para que Leopoldina fuese a recoger a los niños en San Cristóbal y los llevase fuera de la ciudad.

A la salida del teatro, Leopoldina se despidió con el corazón en un puño antes de entrar en su carruaje. Vio partir a Pedro al galope, escoltado por algunos militares, en la oscuridad de la noche. ¿Lo volvería a ver? Le parecía tan joven, inexperto y al mismo tiempo tan seguro de sí mismo en su afán por liderar los acontecimientos que temía que cayese presa de su propio entusiasmo. No podía reprimir su instinto protector porque le quería con toda su alma. A ella le quedaba por delante un viaje de ochenta kilómetros para poner a salvo a sus hijos de la violencia que se estaba abatiendo sobre la ciudad.

Pedro se dirigió al jardín botánico, a unos diez kilómetros de distancia, para asegurarse el apoyo del cuerpo principal de artillería. Diligente, con presencia de espíritu y coraje, dio órdenes para resguardar el depósito de pólvora y para mandar traer los cañones más grandes de cara a defender la ciudad del saqueo de las tropas portuguesas. Pasó la noche reunido con oficiales de los diferentes cuerpos que componían las tropas nativas brasileñas y juntos tomaron la decisión de congregar las tropas leales en el Campo de Santana, la mayor plaza de Río, entre el Morro ocupado por los portugueses y el acueducto que abastecía de agua a la ciudad. Por primera vez, brasileños y portugueses se preparaban para un enfrentamiento armado.

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