Como era previsible, sus adversarios lo interpretaron como una declaración de guerra. Vieron en ese «gobierno de marqueses» la prueba de las intenciones absolutistas del emperador. Grupos de milicias populares, liderados por diputados del Parlamento, salieron a la calle y se apostaron frente a los cuarteles para incitar a las tropas a rebelarse. El Campo de Santana se fue llenando de una multitud vociferante que gritaba: «¡Muerte al tirano!» Oradores improvisados arengaban a la multitud y los líderes proponían marchar hacia el palacio. Se escuchó algún viva a la emperatriz Leopoldina, como si no acabase de morir nunca. Los más fervorosos pedían a la tropa que atacase San Cristóbal, detuviese al emperador y se proclamase la República Federativa. La revolución estaba en marcha.
Llegó al palacio una comisión formada por tres magistrados, que en nombre de los sublevados pidió reunirse con Pedro. Éste les recibió en su despacho para oírles decir que destituyera a ese gobierno, alegando que ésa era la voluntad del pueblo.
—Dígale al pueblo que he recibido su petición, y que pienso hacer lo que crea más conveniente para los intereses permanentes de la nación, que yo represento. Recuérdele también que actúo siempre de acuerdo a la Constitución, que me atribuye la facultad de nombrar ministros. Ésa es una prerrogativa estrictamente mía. Así que defenderé los derechos que la Constitución me garantiza, aun a costa de perder todo lo que poseo, hasta mi propia persona.
Su alegato, con la gravedad que contenía, hizo que sus interlocutores permaneciesen en silencio. Pedro concluyó:
—Estoy dispuesto a hacer todo por el pueblo, pero nada porque el pueblo me lo exija.
No parecía darse cuenta de que el pueblo le estaba obligando a ceder el poder, le estaba echando. Desde aquel palacio apartado de la ciudad y rodeado de un magnífico parque tropical no se oían los ruidos de sable que en ese momento subían del Campo de Santana. El ejército acudía a la llamada de los sublevados. Poco a poco, casi todas las unidades armadas se fueron uniendo a la asonada, incluida parte de la guardia imperial. Pedro se había quedado solo.
Recluido en su despacho, meditaba sobre el camino que había que seguir. Su mujer tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar porque presentía otra debacle como las que había conocido de niña. También estaban con él sus ministros, nerviosos, y los embajadores de Francia y Gran Bretaña, que Pedro había convocado para que fuesen testigos de los acontecimientos. Ya era tarde para salir de forma insensata a enfrentarse a la plebe, como lo hubiera hecho unos años antes. Y también lo era para reunirse con los líderes de la oposición y para tomar medidas de orden militar. Estaba vencido y lo sabía.
Presa de un agotamiento súbito, se dejó caer en un sillón. Ojeroso, llevaba varios días sin afeitarse y las arrugas marcaban profundos surcos en sus mejillas. Sabía que le esperaba la humillación de aceptar las exigencias del pueblo, o sea ceder los derechos que la Constitución le reconocía y abrir la caja de Pandora para acabar siendo un pelele en manos de un Parlamento, o de lo contrario… abdicar, dejar el poder e irse. Plantarle cara al destino y mantener su orgullo incólume. Esta última solución cuadraba más con su temperamento imperial; algo había heredado de la soberbia de su madre. Llevaba cavilando esta solución desde que había sentido la virulencia del odio hacia lo portugués. La víspera, un parroquiano se la había recordado al gritar «viva Pedro II». Estaba seguro de que su hijito de cinco años, nacido en Río, el único varón que le había dado Leopoldina, sería bien recibido por el pueblo, que seguía profesando un amor sin fisuras por la archiduquesa austriaca. Si abdicaba a su favor el trono de Brasil, era como restituir algo del honor mancillado de Leopoldina, una pequeña compensación póstuma por tanto sufrimiento como le había causado. Se lo debía a ella, no sólo al pueblo.
Sin embargo, entonces se convertiría en un rey doblemente destronado. «¿Y qué?», se dijo. Ya no ansiaba el poder como antes, cuando estaba dominado por una ambición frívola, cuando ignoraba a todo del mundo. Se había cansado de contentar a unos, pactar con otros, contemporizar…; de haber deseado el poder realmente, hubiera dado ese golpe de Estado cuya idea le había rondado por la cabeza. Se hubiera convertido en un caudillo, en un sátrapa, en un tirano. No es que su ambición hubiera mermado; al contrario, había adquirido consistencia. Ahora quería algo más grande que el poder. A estas alturas de su vida, tenía afán de gloria y sabía que no la encontraría en Brasil.
El sol se puso detrás de las montañas y en un instante la noche cayó sobre San Cristóbal, sobre la bahía, la ciudad y las montañas. Los criados vinieron a encender las lámparas y las velas, pero en el palacio rodeado de tinieblas el ambiente se hizo más tenso. Pedro preguntó a sus ministros las implicaciones constitucionales que suponía la opción de abdicar. Estaba claro que tendría que irse, con su esposa y con Maria da Gloria, reina de Portugal. La idea de separarse del resto de sus hijos, probablemente para siempre, era insoportable, como una daga clavada en el corazón. ¿Podría con ello?
—Sus tres hijas y su hijo tendrán que permanecer en Río hasta la mayoría de edad de vuestro heredero, cuyas funciones serán asumidas por un Consejo de Regencia —le confirmaron en tono grave.
—Puedo asumir que mi hijo se tenga que quedar aquí, pero ¿por qué no puedo llevarme a las niñas conmigo?
—Entiendo la aflicción de vuestro corazón, majestad, pero habéis de ateneros a la razón política… No podéis llevaros a vuestras hijas, son hermanas del emperador de Brasil y, como tales, son princesas interesadas en la sucesión del trono.
De pronto le carcomían las dudas. Quizá, recapacitó, debía ceder ante las exigencias del pueblo y volver a colocar en sus puestos a sus antiguos ministros. Era una solución menos inclemente para su corazón. Se levantó del sillón y empezó a caminar por el despacho. Volvió a imaginarse a sí mismo cediendo ante las exigencias de ministros radicales, escuchó en su mente los improperios de los parlamentarios, vio los insultos en la prensa, sintió el escarnio del pueblo… No, aquella no podía ser la solución. Estaba atrapado, tendría que pagar el alto precio de separarse de sus hijos para conservar la honra, para seguir siendo quien era.
Entonces se volvió hacia el embajador británico:
—¿Podríais ayudarme a salir de Río? —preguntó.
—Sí, majestad. Podríamos poner a vuestra disposición el
HMS Warspite
… Podríais embarcar al alba.
«Al Alba…», musitó el emperador cerrando los ojos ante la inminencia del desenlace. Faltaba solucionar un problema delicado, el de la educación de los hijos que se quedaban en Río. ¿Quién podía responsabilizarse? Empezó a pensar, haciendo un repaso mental a todos los hombres de valor que le rodeaban… Fray Arrábida ya era demasiado mayor y además estaba muy ocupado con las tareas del obispado. De pronto, pensó en José Bonifacio, el individuo más eminente de todos los que había conocido. A pesar de sus pasadas desavenencias, le reconocía como el más recto, el más culto y el más sincero de todos. Sólo a él podía confiarle la custodia y tutoría de lo más preciado en su vida, sus hijos. Sabía que la decisión causaría recelo entre muchos de sus cortesanos, pero el bienestar de sus hijos era innegociable. Antes de publicar un decreto con su nombramiento, quiso mandar a Bonifacio una carta personal para asegurarse de que el anciano aceptaría la propuesta:
«… Espero que me haga este obsequio, porque si no me lo hace viviré siempre atormentado»,
terminaba diciendo.
Le interrumpió un oficial conocido, un devoto suyo, que le informó de que tres unidades de su guardia habían permanecido en San Cristóbal y estaban dispuestas a morir por él. Flaco consuelo.
—Transmítales mi agradecimiento por su lealtad —dijo Pedro con la voz trémula—, pero no quiero sacrificarlos. Déjeles ir al Campo de Santana a reunirse con sus compañeros.
—Si vuestra majestad quiere acabar con la sublevación, bastaría con desplazarse a la hacienda Santa Cruz para organizar allí una milicia. Podéis contar conmigo para ayudaros.
—Gracias, pero no puedo aceptar ese plan. No quiero que se derrame por mí ni una sola gota de sangre brasileña.
Más tarde, de madrugada, llegó otro militar, un comandante del batallón de artillería de Marina que vino a exponer al emperador lo que estaba sucediendo en el Campo de Santana. De nuevo le rogó que accediese a lo que proponían el pueblo y la tropa. De lo contrario, dijo, antes del amanecer los sublevados formarían un nuevo gobierno.
Pedro daba vueltas a su despacho como un felino en una jaula, y luego se dejó caer en el sillón:
—¿Vas a aceptar a tus ministros de nuevo? —preguntó tímidamente la emperatriz, confiando en su fuero interno en que se decantara por esa elección.
Pedro no respondió. Miró el retrato de su padre que estaba colgado de la pared. Don Juan hubiera transigido, hubiera aceptado de nuevo a esos ministros, aun convencido de su ineptitud. Se hubiera conformado con un poder coaccionado por la plebe. Así lo había hecho en vida. ¿No había tenido que soportar las humillaciones de las Cortes de Lisboa durante sus últimos años? Pedro no. Se le revolvían las tripas al pensarlo. Si se desdecía, daría un muestra de debilidad que sus adversarios aprovecharían más tarde para ser aún más intransigentes y entraría en un círculo vicioso donde tendría todas las de perder.
—Eso nunca. Antes abdico.
Se le avinagró el rostro y concluyó:
—Antes… que me maten.
Los sollozos contenidos de Amelia, casi inaudibles, eran la banda sonora del conflicto que desgarraba las entrañas de su marido. Debía elegir entre el imperio que había fundado o la honra, entre el compromiso o la Constitución, entre una improbable gloria o la felicidad de sus hijos.
El comandante tosió; esperaba una respuesta. Pedro se levantó del sillón y se acercó a su despacho. Hincó la plumilla en el frasco de tinta y escribió una nota, que le entregó diciendo:
—Aquí tiene mi abdicación. Me retiro a Europa… Que conste que dejo un país que quise mucho y que todavía amo.
Nadie dijo nada. Sólo se oía el zumbido de los mosquitos. Pedro suspiró:
—Los que nacieron en Brasil no me quieren porque soy portugués. Mi muy amado hijo Pedro de Alcántara no tendrá dificultad en gobernar, y la Constitución le garantizará sus derechos. Renuncio a la corona con la gloria de acabar como empecé: constitucionalmente.
Se acercó a Amelia y ambos se fundieron en un abrazo. Ahora era él quien pugnaba por contener el llanto. Ella estaba deshecha, ya no era emperatriz. Su revancha contra los fracasos a la que el destino de su familia la había condenado se quedaba en nada. «Es mi sino», se decía.
«El emperador ha sabido abdicar mejor de lo que ha sabido reinar
—escribió en su informe el embajador de Francia—.
Ha sabido estar a la altura mostrando una gran presencia de espíritu, una firmeza y una dignidad notables.»
Su reino había terminado. Pedro I había sido barrido por las mismas fuerzas que había contribuido a desatar. Artífice de la independencia del mayor país de América del sur, había cortado los vínculos con Portugal sin apenas derramamiento de sangre. Había sido fiel a los consejos de su padre manteniendo la unidad de la antigua colonia. Había promulgado reformas en el sistema jurídico y en la enseñanza, había promovido la fundación del Observatorio, de la Sociedad de Medicina, los periódicos se habían multiplicado, el país estaba reconocido internacionalmente. A pesar de todos sus errores y defectos, dejaba un valioso legado. Al pensar en todo lo que había hecho y al sentirse injustamente tratado, rompió en sollozos. Se agarró al brazo del embajador francés y salió a la veranda, desde donde se veían las luces de la ciudad:
—Me gustaría cubrirme el rostro con un velo para no volver a ver Río de Janeiro…
Una vez tomada la decisión, ya sólo deseaba irse, abandonar para siempre el escenario de su vida convertido en una llaga supurante. Mientras los sirvientes preparaban el equipaje a toda prisa bajo la mirada empañada de lágrimas de la emperatriz, Pedro entró sigilosamente en el cuarto de las niñas. Contempló largo rato a las princesitas que dormían profundamente. Su mirada se detuvo en un retrato de Leopoldina, que parecía mirarle con una sonrisa congelada. En ese momento pensó que ella nunca había abandonado esa casa, que su alma seguía habitando esas paredes. ¿Era el cansancio? ¿La superstición? ¿La mala conciencia? ¿El convencimiento de que algunos muertos no mueren del todo y que ocupan más espacio muertos que el que tenían en vida? Apartó de su mente aquellos pensamientos fugaces para los que no tenía respuesta, y se inclinó sobre las camas de sus hijas. Escuchó su respiración acompasada, puntuada de algún gemido. Una a una, las fue besando en la frente. A continuación entró en el cuarto de Pedro, cuyo pelo rubio acarició largamente. Acercó sus labios al oído del pequeño y le susurró con su voz ronca: «Tuyo es el imperio, mi niño…» Con los ojos anegados de lágrimas, le levantó el brazo y le besó la manita, como un súbdito más. Aquel niño era ahora su emperador, don Pedro II.
Yo me siento a punto de muerte: querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco.
D
ON
Q
UIJOTE
93
El océano. El ancho mar que separaba y unía a ambos mundos. Al abandonar la costa de ese país que llevaba en su corazón como los hijos que en él dejaba, sentía como suyos los gemidos del buque en sus juntas. A la hora de partir, no podía dejar de recordar el otro gran viaje de su vida, el de ida con sus padres, cuando tenía nueve años de edad y arribó a Brasil en un bergantín propulsado únicamente por velas. La época de los vapores aún no había empezado y la travesía se había hecho eterna. Había tanta gente en el barco que hombres y mujeres, otrora perfectamente corteses, se peleaban como verduleros por un espacio donde tumbarse en cubierta y dormir a la intemperie, sin nada para cubrirse. Él, sin embargo, era un niño feliz de correr esa aventura, porque el buque, con sus toldillas, sus alcázares, su castillo de proa, sus cubiertas de artillería y sus bodegas cavernosas ofrecía una posibilidad casi ilimitada de explorar y de jugar. Entonces como ahora, estaba demasiado nervioso para dormir, pero por razones distintas.