Después del 38, la manía de gastar de Calígula aumentó, y se vio obligado a tomar medidas excepcionales para obtener el dinero que necesitaba. La necesidad de dinero constituye una fuerte tentación a la tiranía, pues si un hombre rico es condenado por traición y ejecutado, puede confiscarse su propiedad por el Estado e ir a manos del emperador. Que la acusación sea injusta, no importa. Como ejemplo particularmente flagrante, Calígula hizo que Tolomeo, el inofensivo rey de Mauritania, y también descendiente de Marco Antonio, fuese llevado a Roma y ejecutado. Entonces pudo confiscar el tesoro mauritano.
Calígula trató de convertir el Principado de Augusto en una monarquía oriental y de hacerse adorar como ser divino.
En realidad, en las más antiguas culturas (con la conspicua excepción de los judíos) se otorgaba un culto divino a seres humanos muertos y a veces a los vivos. Los emperadores romanos a menudo fueron deificados después de su muerte y se les rendía honores rituales rutinarios. Esto no significaba mucho en una sociedad politeísta, y agradaba al Senado, pues era éste el que debía votar o no los honores divinos. Ocurrió a menudo que el único modo en que el Senado pudo vengarse de un emperador que lo tiranizó en vida era negarle honores divinos después de su muerte. Ello no afectaba al emperador muerto, desde luego, pero hacía sentirse satisfechos a los senadores vivos.
Pero, en su megalomanía, Calígula fue más allá y quiso que se le otorgaran honores divinos mientras aún vivía. Esto iba contra las costumbres romanas, pero no carecía de precedentes en otras culturas. Los faraones egipcios, por ejemplo, eran considerados dioses vivientes. Esto no era tan ridículo para los egipcios como nos parece hoy, pues mucho depende de la definición de «dios» que se dé. La seguridad y la ceremonia de que se rodea un jefe de Estado moderno no lo hace similar a un dios a nuestros ojos, quienes somos conscientes del poder trascendente del Dios que adoramos, pero hubiese podido hacerle parecer un dios a una cultura antigua, para quienes los dioses muy a menudo tenían debilidades humanas entre sus características.
Mas para los romanos, la vista de un joven emperador vestido como Júpiter y que exigía la colocación de su propia estatua en lugar de la de Júpiter en los templos era muy inquietante.
Augusto y Tiberio sólo habían sido «primeros ciudadanos». Su título era el de «Princeps». Cualesquiera que fuesen sus poderes, en teoría no eran más que ciudadanos romanos, y otros ciudadanos romanos eran sus iguales, siempre en teoría. Pero si Calígula se convertía en un rey-dios, sería mucho más que un ciudadano. Todos los pueblos del Imperio, incluidos los ciudadanos romanos, serían sus súbditos y esclavos por igual. Entonces, un ciudadano romano no tendría más derechos que cualquier provinciano no ciudadano.
Se formaron conspiraciones contra Calígula. Una de ellas finalmente tuvo éxito y, en 41 (794 A. U. C.), Calígula, junto con su mujer y su hija, fueron asesinados por un contingente de la guardia pretoriana. Aún no tenía treinta años por entonces.
En cierto modo, este primer asesinato de un emperador (no el último, ni mucho menos) fue una oportunidad excepcional para el Senado. Ahora que un emperador loco había mostrado lo que podía hacer, la eliminación del principado se presentaba como una conclusión natural. La «imagen» de éste se había elevado después de setenta años de gobierno firme y razonable, pero ahora se había manchado en forma permanente, pues evidentemente daba a jóvenes locos el poder de vida o muerte sobre todos los dominios romanos. Esta, pues, era una buena oportunidad para restaurar la república.
Desgraciadamente para el Senado, la decisión no la tomarían los senadores. Los soldados habían dado muerte al Emperador y fueron ellos quienes eligieron uno nuevo.
Ocurrió que el tío de Calígula estaba con éste en el momento de su asesinato. Este tío, Claudio (Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico), era el hermano menor de Germánico e hijo de Druso el Viejo, los dos héroes militares de los primeros días del Imperio.
Claudio, a diferencia de su hermano y de su padre, era enfermizo y de apariencia poco atractiva, por lo que se lo dejó de lado y fue postergado. Juzgó más seguro cultivar la oscuridad y estaba difundida la creencia de que era un deficiente mental, lo cual probablemente contribuyó a protegerlo contra las intrigas, pues no parecía ser una amenaza para nadie.
En realidad, Claudio no era en absoluto un débil mental, sino un sabio que realizó investigaciones históricas y escribió valiosas obras sobre los etruscos y los
cartagineses.
Pero esto probablemente convenció aún más a los miembros más alegres de la aristocracia romana de que era un excéntrico.
Calígula tal vez sintió cierto afecto por su inocuo tío o quizá lo consideró como un divertido bufón para la corte. A comienzos del reinado de Calígula, fue cónsul junto con el Emperador, y, como ya dijimos, se hallaba con Calígula cuando irrumpieron los asesinos.
Claudio, lleno de pánico, se ocultó detrás de un mueble, mientras los soldados hacían estragos, matando ciegamente al principio, en el temor de ser a su vez atacados. Cuando su furia se aplacó, descubrieron a Claudio en su escondite y lo sacaron de él. Temblando, pidió por su vida, pero nadie tenía intención de matarlo. Los soldados comprendían la necesidad de un emperador, y Claudio era un miembro de la familia imperial. Entonces fueron ellos quienes le pidieron que fuese su emperador.
Probablemente a Claudio no le gustó la idea, pero no podía discutir con soldados armados. No sólo aceptó, sino que prometió recompensar a los soldados con una gratificación general cuando asumiera el poder. Esto sentó un mal precedente, pues los soldados aprendieron que podían cobrar por el trono, y gradualmente cobraron un precio cada vez mayor.
El Senado, defraudadas sus esperanzas de restablecer la república, tuvo que asentir a todo lo que los soldados quisieran, y Claudio fue hecho emperador.
Claudio tenía cincuenta años por entonces. Había pasado su vida en búsquedas eruditas y no era un hombre de acción o decidido. En verdad, era más bien tímido y débil de carácter. Sin embargo, hizo todo lo que pudo por ser un buen emperador. Llevó a cabo programas de construcción en Roma, extendió la red de caminos imperial y drenó lagos para obtener tierras de labranza. Respetó al Senado y, con él, la corte se vio libre del peligro de reyes divinos, pues Claudio sólo fue el Primer Ciudadano, siguiendo la tradición de Augusto.
Bajo Claudio, tímido como era, el Imperio Romano comenzó nuevamente a expandirse un poco. Entre otras cosas, Claudio siguió la política de Tiberio de absorber los reinos satélites cuando las condiciones eran adecuadas. Mauritania estaba sin rey desde que Calígula había hecho ejecutar a Tolomeo, y los mauritanos se rebelaron contra el torpe intento de Calígula de convertir el país en una provincia. Claudio hizo aplastar la rebelión y Mauritania se convirtió en provincia en 42.
Licia, en el sudoeste de Asia Menor, fue convertida en provincia en 43, al igual que Tracia, situada al norte del mar Egeo, en 46. Sólo uno o dos rincones extraños del Imperio conservaron su autonomía. Uno de ellos era Comagene, pequeña región del este de Asia Menor que Calígula, por puro capricho, convirtió nuevamente en monarquía después de haber formado parte ya de una provincia romana. Conservó sus reyes durante una generación.
Más importante fue que el Imperio Romano saltase sobre el mar, de Galia a Britania.
La isla de Britania (ahora llamada Gran Bretaña y que incluye Inglaterra, Gales y Escocia), situada al norte de la Galia, al otro lado del estrecho brazo de mar hoy llamado el Canal de La Mancha, sólo era vagamente conocida por el mundo antiguo antes de la época de Julio César. Se supone que los fenicios y los cartagineses enviaron barcos a Britania en busca de estaño, metal necesario para la manufactura del bronce, y guardaron cuidadosamente el secreto comercial de sus fuentes de estaño.
Cuando César conquistó la Galia, tuvo noticia de Britania porque los habitantes celtas de la isla estaban emparentados, en lenguaje y cultura con los galos. Más aún, sintiéndose seguros en su isla, no vacilaron en enviar ayuda a los galos en su lucha contra los romanos.
Para poner fin a eso, César organizó dos incursiones en Britania, en 55 y 54 a. C. En la segunda, obtuvo considerable éxito, pues avanzó más allá del río Támesis. Pero no tenía intención por entonces de enredarse en esa isla distante y, cumplido su propósito de atemorizar a los britanos, se marchó para proseguir sus tareas de mayor importancia.
Los britanos tuvieron un respiro de casi un siglo. Pero, al observar que el poder romano se afirmaba cada vez más en la Galia y al ver a los mismos galos cada vez más romanizados, aumentó su inquietud. Juzgaron que era beneficioso para su propia defensa seguir estimulando la agitación en la Galia.
Bajo Claudio, la situación en la Galia se había vuelto más favorable a los romanos y menos favorable para los britanos. La estrecha política de Augusto y Tiberio con respecto a la ciudadanía fue modificada, y se concedió ésta a los galos distinguidos. Esta visionaria acción contribuyó a hacer de esa tierra una base segura para una mayor expansión del poder romano. (En 48, una generación después de la muerte de Augusto, el número de ciudadanos romanos se elevaba a unos seis millones.)
La política interna de Britania hizo también parecer aconsejable una invasión. Un gobernante pro romano de Britania, Cunobelino (el «Cymbeline» de la obra de Shakespeare), había muerto y sido sucedido por un par de hijos antirromanos. Un líder britano pro romano pidió ayuda a Roma contra los nuevos gobernantes, y Roma respondió al llamado. Un ejército romano desembarcó en el sudeste de Inglaterra (la moderna Kent) en 43 (796 A. U. C.). La Inglaterra meridional, ya pacíficamente invadida por el comercio y, por consiguiente, semirromanizada, fue conquistada y convertida en una provincia del Imperio. El mismo Claudio se unió al ejército, y su joven hijo, nacido el año anterior, recibió el apodo de Británico.
Los britanos resistieron con bravura, particularmente en las salvajes regiones montañosas del norte y el oeste. El líder britano Caractaco sólo fue capturado en el 51. Luego, en 61, una feroz revuelta por parte de Boudica (a menudo incorrectamente llamada Boadicea), reina de una región de Inglaterra oriental, al norte del Támesis, casi deshizo toda la labor romana al exterminar prácticamente a una legión romana. Pasaron unos treinta años antes de que lo que es ahora Inglaterra y Gales quedase razonablemente pacificado.
En el interior, Claudio tuvo problemas porque fue gobernado y dominado por sus mujeres. Su tercera mujer, con quien se casó por la época en que se convirtió en emperador, era Valeria Mesalina, madre de Británico. Los posteriores historiadores senatoriales le atribuyeron una cantidad tan sorprendente de vicios que la palabra «Mesalina» ha llegado a ser usada para designar a cualquier mujer inmoral y depravada. Al parecer, el mismo Claudio se convenció finalmente de que quizá Mesalina planeaba matarlo y reemplazarlo por uno de sus amantes, pues ordenó que la ejecutaran en 48.
Luego se casó con Agripina, hermana de Calígula y sobrina suya. Ella había estado casada antes y tenía un hijo, Domicio, quien adoptó los nombres imperiales de Nerón Claudio César Druso Germánico, cuando su madre fue emperatriz. Es conocido en la historia como Nerón. Era nieto de Germánico y tataranieto de Augusto.
La máxima aspiración de Agripina era hacer emperador a su hijo Nerón. Persuadió a Claudio de que adoptase a Nerón como hijo y lo hiciese su heredero con preferencia a su propio hijo Británico, quien era más joven que Nerón. En 53, Nerón reforzó su posición mediante su casamiento con Octavia, hija de Claudio. En ese momento, Nerón tenía quince años y Octavia once.
Logrado todo esto, Agripina no necesitaba más a Claudio. Según posteriores historiadores senatoriales, hizo envenenar a Claudio en 54 (807 A. U. C.) e hizo que la Guardia Pretoriana reconociese a Nerón como su sucesor mediante la promesa de una generosa gratificación. Si los soldados decían que sí, el Senado no estaba en condiciones de decir que no. Nerón fue el quinto emperador de Roma.
Nerón, con dieciséis años de edad cuando ascendió al trono, inició su reinado, al igual que Calígula, de un modo que dio pábulo a esperanzas optimistas. Pero cuando se es joven y se descubre que uno puede satisfacer un deseo, cualquiera que sea, es difícil aprender mesura.
Muy pronto Nerón aprendió a barrer de su camino todo lo que pudiese ser una barrera para la continua satisfacción de sus deseos. Hizo envenenar a Británico, se divorció de su joven mujer, la desterró y más tarde la hizo desaparecer. En 59, se había vuelto tan perverso que no vaciló en hacer ejecutar a su madre porque trató de dominarlo como había dominado a Claudio.
Extrañamente, a Nerón nunca le gustó realmente la tarea de gobernar. Lo que realmente deseaba era ser actor teatral. Era lo que hoy describiríamos como un «apasionado por el teatro». Escribía poesías, pintaba cuadros, tocaba la lira, cantaba y recitaba tragedias. Ansiaba actuar en público y recibir aplausos. Es imposible, desde luego, saber si su actuación era eficiente, porque no hay ningún testimonio imparcial de lo que hacía. Obtenía grandes aplausos en todas las ocasiones y constantemente se le concedían premios destinados a actores profesionales, pero, ¿obedecía todo ello a que era bueno o a que era el emperador? Casi con seguridad, a lo último. Por otro lado, posteriores historiadores senatoriales ridiculizaron sus aptitudes, pero quizá no fue tan incompetente como decían ellos.
De haber sido actor en vez de emperador, Nerón tal vez hubiera podido llevar una vida razonable y hasta lograr algún renombre. Hubiera podido ser un ciudadano respetable y hasta un hombre bueno. Pero, tal como estaban las cosas, su posición como emperador le brindó infinidad de oportunidades de pasar a la historia como uno de los más infames villanos que hayan vivido jamás.
Más por entregado al lujo y por derrochador que fuese el gobierno personal de Nerón, la labor del Imperio continuó.
Nuevamente, surgieron perturbaciones en el Este, y el problema, como siempre, era el juego de la cuerda entre Roma y Partia por el Estado tapón de Armenia, que estaba entre ellos. Poco después de la muerte de Claudio, el gobernador títere romano de Armenia fue muerto por las tribus fronterizas, y el rey parto, aprovechando lo que juzgó que sería un período de trastornos en Roma, invadió Armenia y puso en el trono a su hermano Tiridato.