Los dos guardias hicieron caso omiso de sus preguntas. Despacio, Delbridge se incorporó y avanzó cauteloso hacia la puerta. Para entonces los ojos ya se le habían acostumbrado a la luz. En el pasillo vio a otros tres soldados, además del que estaba en la celda, esperando todos, al parecer, para escoltarlo ante lord Curston. Se tambaleó ligeramente al cruzar el umbral.
Cuando Delbridge salió al pasillo, los guardias lo rodearon. Recorrieron en silencio largos corredores que discurrían bajo el castillo, y pasaron ante puertas cerradas y artos diáfanos. Por fin ascendieron una escalera sinuosa de piedra y cruzaron una puerta de madera. Delbridge, que esperaba salir a una cámara interior, se quedó perplejo al ver que estaban en el patio del castillo. Él cielo tenía un tinte frío y rosáceo, surcado por oscuras pubes tormentosas. El patio estaba envuelto en la penumbra, ya que el sol no se había alzado todavía sobre las inmensas murallas.
Delbridge miró en derredor, presa del pánico. No había señales de Curston ni del mago, Balcombe. El patio estaba dividido en dos partes, una de ellas ocupada con los puestos de comerciantes y artesanos, y la otra mitad reservada para usos militares. Delbridge y su escolta pasaron entre una construcción de barracones y el área comercial. El hombre vio que se dirigían hacia un amplio espacio abierto con forma de plaza. Al girar en la esquina, Delbridge se le doblaron las rodillas. Los primeros rayos de sol rozaban la parte alta de una horca.
Dos soldados lo agarraron por los brazos y lo sostuvieron, en parte para ayudarlo y en parte para obligarlo a que siguiera avanzando. Delbridge tenía cerrados los ojos, sus pies se arrastraban por el suelo.
La tropa se detuvo frente a una hilera de hombres armados y en posición de firmes. Tras ellos, un centenar o más de ciudadanos se situaban en filas, y más atrás, lejos de la horca, pero a su vista, a la derecha de las puertas del castillo, estaba lord Curston montado en un poderoso corcel castaño. El anciano caballero tenía un aspecto espléndido con su armadura solámnica, cuyo yelmo apoyaba en el pomo de la silla. Cerca de Curston, aunque un poco más retrasado, estaba Balcombe, montado a lomos de una yegua negra. Con una voz carente de inflexiones, el macero real anunció:
—Omardicar el Omnipotente, estás ante esta corte acusado de conspiración, rapto y práctica de magia negra. Te has declarado inocente de estos cargos. ¿Deseas cambiar esta alegación ahora, en presencia de Su Señoría, el caballero Curston de Tantallon?
Delbridge se obligó a abrir los ojos. Aunque borrosos por las lágrimas, pudo ver al caballero sobre su corcel, en la distancia, observándolo; tenía el rostro macilento y el gesto torvo. Delbridge abrió y cerró la boca, pero no salió ningún sonido de entre sus labios. Tras unos momentos, con una voz que parecía más un graznido, pronunció las únicas dos palabras que fue capaz de articular:
—Soy inocente.
Los ojos del macero eran fríos e implacables al mirar al condenado. Su voz sonó clara al anunciar:
—Lord Curston te declara culpable. —Volvió la vista a los soldados que tenía delante—. Guardias, cumplid con vuestro deber.
La muchedumbre reunida prorrumpió en vítores. Delbridge se debatió contra las manos que lo sujetaban al tiempo que gritaba a voz en cuello:
—¡Balcombe! ¡Prometiste que me ayudarías!
Pero sus palabras quedaron ahogadas en el griterío de la multitud, y ni siquiera los que estaban más cerca de él las escucharon.
A Delbridge le fallaron las fuerzas mientras lo arrastraban al patíbulo y lo subían por la escalera. Al pasarle el lazo por la cabeza, se volvió para mirar a Balcombe otra vez. Cuando gritó por última vez, su voz estaba ronca por el terror.
—¡El brazalete! ¿Qué pasó con el brazalete?
Lo último que vio Delbridge, antes de que los soldados apartaran de un tirón el taburete al que estaba subido, fue la imagen de Balcombe sonriente, atusándose la perilla, y el destello broncíneo y frío del sol del amanecer al reflejarse en la joya que lucía en la muñeca.
Por fin el encuentro
—¿Estás segura de que tus hechizos funcionan bien? —preguntó Tasslehoff, mirando a Selana con los ojos entrecerrados a causa del brillo del sol que se derramaba sobre los hombros de la elfa.
El kender, que estaba sentado con las piernas cruzadas, bajó de nuevo la vista hacia el juego de «tres en raya» dibujado en la tierra.
—Me refiero a que hemos preguntado por toda la ciudad y en el castillo, y nadie conoce a ese tal Delbridge. —Con el dedo, Tas trazó la tercera «X» en línea y se declaró vencedor del juego en el que era el único participante.
—Sé
que mi brazalete está dentro de ese castillo, en alguna parte —insistió Selana. Tenía los brazos cruzados sobre la delantera desgarrada y sucia de su capa azul oscuro. Su rostro, bajo los pliegues sueltos del pañuelo, estaba lleno de arañazos y enrojecido por pasar tanto tiempo expuesto al sol—. Mi primer conjuro indicaba que Delbridge se dirigía a Tantallon, y el que acabo de realizar revela, sin la menor discusión, que el brazalete está aquí.
Los ojos azul verdosos de la elfa marina abarcaron la inmensa fortificación rectangular construida con bloques de granito gris veteado, al otro lado del acceso interior. Sentado en un pilón, Tanis se recostó contra la fría pared de obra donde estaba instalada la bomba de agua, en el patio exterior, y cruzó una pierna sobre la otra con gesto indolente. Cogió un poco de agua con la mano y, tras lavarse el rostro sucio de polvo y sudor, se secó con la manga. Cerró los ojos y alzó la cara al templado sol del atardecer.
Cerca de él, en el suelo, con la espalda recostada en la pared, el viejo enano roncaba suavemente. Como acostumbraba recordar a su amigo semielfo con frecuencia, ya no era tan joven como antaño; aunque su mente no recordaba lo ocurrido la noche que habían pasado con los sátiros, los dioses eran testigos de que su cuerpo sí lo recordaba. No había un solo centímetro de su oronda figura, desde la cabeza hasta los pies, que escapara a los dolores y las agujetas.
La tirantez entre los componentes del pequeño grupo había aumentado en las ocho horas, más o menos, transcurridas desde que habían despertado en el campamento de los sátiros. Si ello era posible, aquel encuentro había hecho a la elfa marina más testaruda y voluntariosa, más decidida que nunca a recuperar el brazalete y regresar al mar.
Lo más desalentador era que los sátiros los habían despojado de casi todas las cosas de valor, a excepción de Tas. El kender casi se había sentido insultado de que hubieran pasado por alto su tintero con tapón de alabastro y el pequeño retrato grabado de sus padres, y de que no se hubieran llevado ni uno solo de sus estupendos mapas. El abatido cuarteto apenas reunía entre todos las suficientes monedas para pagar un único plato de guiso, y, en cualquier caso, a ninguno de ellos le gustaba aquel rancho de repollo y patatas cocidas, en el que la carne brillaba por su ausencia.
—¿Y bien?
Sobresaltado, Tanis abrió un ojo y miró a la elfa.
—¿Y bien, qué? —preguntó a su vez.
—¿No debería ir alguno de nosotros a preguntar si ese tal Delbridge está ahí dentro?
Tanis se echó a reír.
—Esto no es una taberna, Selana. Es el feudo de la persona más influyente del lugar, donde somos forasteros. Quizá nuestro ladrón sea su invitado. No puedes entrar y decir: «Entregadnos a ese estafador gordinflón de la chaqueta verde».
—¿Por qué no? —preguntó Tas.
Flint, sólo medio dormido y atento a la conversación, soltó una risa que acabó de despertarlo.
—No soy una chiquilla estúpida, Tanis Semielfo —replicó Selana, a la vez que dirigía una mirada al enano que acabó con su alborozo—. Me limitaré a decirles la verdad: que vengo de muy lejos para encontrar al ladrón que robó un valioso brazalete que me pertenece, y que creo que está en algún lugar del castillo. Curston es un Caballero de Solamnia y, por tanto, un hombre honrado. Oirá mi petición con imparcialidad.
Tanis asintió con la cabeza, sorprendido al comprender que estaba de acuerdo con su planteamiento. Tas se incorporó de un brinco.
—Iré contigo, Selana —ofreció, aburrido ya de ganar a «las tres en raya» todo el rato.
Flint lo obligó a sentarse otra vez en el suelo con brusquedad.
—No me gusta que entre sola ahí —dijo el enano, sacudiendo la canosa cabeza—. Pero, conociendo como conozco la desconfianza que sienten los caballeros hacia cualquiera que no sea humano, tendrá suficientes problemas sin necesidad de que la acompañe un enano, un kender o un semielfo. Cúbrete mejor con el pañuelo, por lo menos —aconsejó a Selana, al tiempo que le palmeaba la mano con gesto paternal.
La elfa marina frunció el entrecejo, pero arregló con habilidad el sucio pañuelo de seda de manera que le cubriese bien la cabeza. Ensayó unas frases para sus adentros mientras cruzaba bajo el arco del pórtico y llegaba a la puerta de madera tallada. Cogió el llamador de bronce con firmeza y lo golpeó una y otra vez contra la placa metálica. De pronto, un rostro viejo y arrugado, enmarcado en una peculiar combinación de cabello rubio y gris, se asomó por el estrecho resquicio de la puerta. Sus ojos, velados por una fina película blanquecina producto de unas tempranas cataratas, estaban enrojecidos. El hombre, momentáneamente desconcertado por el poco corriente aspecto de la elfa marina, se situó entre la sólida puerta y la jamba. Selana reparó en la banda negra que rodeaba el delgado bíceps de su brazo derecho.
—Disculpe, señor —comenzó con el tono más dulce que fue capaz de adoptar—. Me llamo Selana, y busco a un humano llamado Delbridge Fid…
—No lo conozco. Márchate. —El anciano sirviente de hombros hundidos retrocedió para cerrar la puerta.
—¡Aguarda! —gritó Selana—. Es muy importante que lo encuentre, y tengo razones para creer que se encuentra en el castillo. ¿Podría hablar con lord Curston? —preguntó, mientras le dedicaba un suave parpadeo.
—No emplees esas artimañas conmigo, jovencita —gruñó el anciano—. Su Señoría no recibe a nadie. Anda, márchate.
Selana puso la mano en la jamba para evitar que cerrara la puerta.
—Quizás haga una pequeña excepción conmigo.
El viejo sacudió la cabeza con actitud triste, perdida, al parecer, su anterior agresividad.
—Ni siquiera la haría con la propia Takhisis, me temo. El joven Rostrevor ha desaparecido, raptado hace dos noches de sus aposentos, ante las narices de su padre. El castillo está de luto, y tengo órdenes estrictas de no molestar a lord Curston. —La agitación pareció hacer presa del viejo sirviente—. Soy un pobre anciano que ha hablado más de la cuenta. Déjanos a solas con nuestro dolor.
Selana sacudió la cabeza, sin saber qué decir.
—Lo…, lo siento, no lo sabía —consiguió balbucir por último, mientras descendía los escalones.
Al reunirse con sus compañeros, en cuyos rostros había una expresión interrogante, relató en pocas palabras lo ocurrido.
—Hemos tenido mala suerte al llegar en un momento inoportuno —dijo Tanis.
—¿Tú crees? —repuso Flint, mientras se rascaba la barba con gesto pensativo—. Un estafador oportunista llega a la ciudad, el hijo del caballero es raptado, y ahora no hay rastro del uno ni del otro, aunque el brazalete está en algún lugar del castillo. ¿Coincidencia?
—¿Quieres decir que el bardo chapucero que nos describió Gaesil secuestró al hijo del caballero por algún motivo extraño y que, después, por una razón igualmente inexplicable, no se llevó consigo el brazalete? —preguntó incrédulo Tanis.
El enano hizo caso omiso del escepticismo de su amigo, y se dio unos golpecitos en la barbuda mejilla.
—Lo que digo es que tengo la corazonada de que dos sucesos extraños ocurridos a la par pueden estar relacionados entre sí, eso es todo.
Tanis guardó silencio, pensativo; las corazonadas de Flint solían dar en el blanco. Si, de un modo u otro, el brazalete estaba unido a la desaparición del joven, el asunto iba ser mucho más complicado que el mero hecho de encontrar a Delbridge y vapulearlo por robar la joya.
—En fin, no encontraremos el brazalete si nos quedamos aquí, en el patio —dijo Selana.
—Y también es segura otra cosa —intervino Tas, mirando la puerta de madera cerrada—. No nos van a invitar a entrar para que lo busquemos.
—Si estás pensando en colarnos a hurtadillas, tendremos que esperar a que se haga de noche —replicó Flint.
—Eso es lo que planearía cualquiera —comenzó Tasslehoff, sacudiendo el dedo ante la nariz del enano—. Pero yo he vivido otras experiencias. Sé que no me vais a creer, pero en varias ocasiones a lo largo de mis viajes me he encontrado de repente en un sitio diferente del sitio en que creía estar. Me refiero sobre todo a ese anillo mágico que me transportó a la guarida de un hechicero; claro que aquéllas fueron unas circunstancias muy especiales.
—En fin —continuó, desestimando la historia del anillo con un ademán—, lo que tiene gracia es que, si actúas con naturalidad, como si estuvieras en tu derecho de estar en un lugar, la gente piensa que es así.
Integrarse
, ése es el secreto.
—¿Sugieres que pasemos con todo el descaro por la puerta principal? —se escandalizó Flint. Tas se encogió de hombros y sacudió el copete.
—Si lo prefieres, podemos buscar una entrada lateral —comentó—. Todavía tengo mis herramientas, así que puedo abrir las cerraduras en un visto y no visto —aseguró, chasqueando los dedos.
—Querrás decir que las puedes forzar —suspiró Tanis. Se pasó la mano por el cabello—. No me gusta la idea de que no tengamos más remedio que irrumpir en el castillo de manera ilegal… Nos rebaja a la misma condición de Delbridge: unos delincuentes.
—¿A qué viene eso de delincuentes? —se mofó Tas—. ¿Sólo porque nos facilitamos la entrada?
—¡Eso no nos pone a su altura! —se mostró de acuerdo Selana, que arrugó la nariz con gesto altanero—. Él se apropió de algo que no le pertenecía. Nosotros nos limitamos a recobrar lo que es nuestro por derecho.
Tanis levantó las manos en una actitud de burlona disculpa y después hizo un ademán invitándolos a ponerse en marcha.
—Ve delante, Tas. Te seguimos —dijo.
Tasslehoff se bajó de un salto del pilón e hizo una pausa, con las manos en las caderas, para estudiar el castillo. Flint, a su lado, tamborileó con nerviosismo en el mango de su hacha, en tanto que dirigía miradas furtivas por encima del hombro. Selana y Tanis aguardaban en silencio, a corta distancia. Unos segundos más tarde, Tas localizó lo que buscaba y se encaminó con paso vivo hacia la fortificación, seguido de cerca por sus amigos.