El inventor de historias (23 page)

Read El inventor de historias Online

Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

BOOK: El inventor de historias
5.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Lucrecia…

—No, déjeme. No sé por qué, pero necesito que conozca usted toda la historia. No quiero que me juzgue, Linus.

—Yo no me atrevería…

—Claro que sí, Linus. Ya lo ha hecho. Seguramente en cuanto supo que me había casado, y después ayer al verme bailar, reírme y disfrutar como nadie de la fiesta. —Sirvió más café y bebió un solo sorbo de su taza—. Escuche, aquella mañana salí de Londres sin rumbo fijo. Durante unas semanas vagué sola por media docena de ciudades, y regresé a Cuba cuando me di cuenta de que estaba a punto de enloquecer y que iba a morirme de pena sola, al otro lado del océano.

Se pasó la mano por la frente y luego, en un gesto enérgico, volvió a su sitio un mechón de pelo.

—Al principio, cuando volví a La Habana, fue como descender a los infiernos. Ver de nuevo los lugares donde habíamos estado juntos, habitar mi casa, pasear por el mismo jardín que había recorrido con él… Cada nuevo día suponía nuevas penas que enfrentar. Y qué le voy a decir de la gente, Daff, de los amigos comunes que sin mala intención me preguntaban por Pedro. Cada vez que escuchaba su nombre era como si me golpeasen en mitad del pecho, ya sabe, uno de esos golpes secos, contundentes, que dejan a uno sin respiración. Es un dolor físico —había en su comentario una necesidad de descripción casi científica—, un dolor que nada tiene que ver con la melancolía o la nostalgia. Ni siquiera con la tristeza. Es como si cada una de las partes del cuerpo advirtiesen la ausencia de alguien y reclamasen su presencia del único modo que saben hacerlo: doliendo, molestando.

Linus Daff escuchaba en silencio, entendiendo todas las palabras de Lucrecia Sánchez. También a él le había dolido la ausencia de ella, le había dolido en el alma, y en la cabeza, y en la boca del estómago, y en las palmas de las mismas manos que nunca habían llegado a describir la caricia anhelada en su pelo sedoso, le había dolido en la espalda, en las articulaciones, en los dedos incapaces de tocar el piano, en las cuerdas vocales obstinadas en hablar en la lengua de ella.

—¿Sabe lo que más me atormentaba? —continuó Lucrecia—. La certeza de que un día u otro, más tarde o más temprano, iba a volver a verle. Señor, y cómo temía yo ese momento, y cómo me aterraba la posibilidad de verlo en compañía de otra mujer. Pasé semanas enteras sin salir de casa, pretextando dolencias inexistentes para escapar de las obligaciones sociales. Pero claro, uno no puede esconderse toda la vida. Recuerdo nuestro primer encuentro después de la ruptura. Fue en una velada musical. Lo vi nada más entrar en la sala. Estaba allí, exactamente igual que siempre, exactamente igual que el día que nos presentaron. Las piernas se me volvieron de manteca. Tuve que apoyarme en una pared para no caer redonda delante de todo el mundo. Él ni siquiera se dio cuenta de que yo estaba allí. Afortunadamente, apagaron las luces y empezó el concierto. Yo me senté en mi silla y estuve llorando hasta que terminó la música. Pedro me vio en el momento en que me disponía a marcharme. Estaba a punto de subir al coche cuando agitó la mano para saludar. Me sonreía desde lejos, me sonreía tranquilo y tan feliz, como si nada hubiera pasado, como si los últimos meses no hubieran supuesto el fin de toda mi vida. Pedro no es consciente, no lo fue nunca, del daño que me hizo.

Linus Daff entendió que debía decir algo.

—Afortunadamente, el tiempo lo cura todo…

Él mismo se sorprendió de la simpleza de la frase, y por eso no le llamó la atención el tono casi condescendiente que Lucrecia empleó para contestar.

—No sea ingenuo, Daff. Hay cosas que no se curan con nada. El tiempo atenúa el dolor, lo mismo que lo atenúa la distancia y la incorporación de elementos nuevos a nuestras vidas, que sirven de distracción o de vía de escape. Pero el dolor sigue ahí, como esperando la mejor ocasión para revolverse y recordarnos su existencia, para advertirnos que sigue presente y listo para avivarse a la menor ocasión. Cuanto más feliz nos ha hecho algo o alguien, más consistente es el dolor que se experimenta en cuanto falta. Y yo fui demasiado feliz al lado de Pedro. A veces siento como si esas semanas de dicha que me proporcionó fuesen en realidad la ración de toda la vida, que a mí no se me había servido dosificada sino de un solo trago: ya ve, Linus, me pegué un atracón de felicidad. Y después ya no me quedó nada. Ni motivos para ser feliz… ni, seguramente, la capacidad para serlo. Porque, en el fondo, yo creo que la felicidad tiene mucho de acto voluntario.

—¿Me está diciendo que es usted desgraciada?

—No, Linus, no se trata de eso. Tengo un marido que me adora, muchos amigos, una legión de primos que parecen mis hermanos y un patrimonio que mantener y cuyo gobierno absorbe una buena parte de las horas del día. Me gusta la música, la pintura, la buena comida y los vinos de Europa, me gusta leer novelas y montar a caballo. Tengo sentido del humor, envejezco relativamente bien y mantengo unas excelentes relaciones con todos aquellos que me rodean. Sé disfrutar de la vida como pocas personas. Cuando perdí a Pedro me obligué a descubrir que había otras cosas, y fueron esas cosas las que me volvieron a la vida. Pero no soy estúpida ni me engaño a mí misma: cambiaría cualquiera de ellas por uno solo de los minutos que pasé con Pedro Almeiras.

A Linus Daff le conmovió sinceramente la franqueza de Lucrecia Sánchez, la falta de autocompasión, el modo en que estaba desnudando su alma frente a él, sin falsos pudores, sin recato. El inventor de historias siempre había admirado a las personas que no se avergüenzan del dolor que sienten y son capaces de hablar de él y diseccionarlo sin dramatismos.

—¿Sabe qué? —Lucrecia seguía hablando—. Es curioso comprobar cómo amar a alguien es claudicar en una buena porción de elementos materiales que dejan de ser nuestros. Y no hablo de regalos que uno hace o de objetos personales que se pierden. —Sonrió con una dulzura extraña—. A mí Pedro me robó muchos lugares que me pertenecían. No he podido regresar a ninguna de las ciudades que visité a su lado. Cuando preparábamos nuestro viaje de bodas, mi marido me propuso media docena de destinos, y los rechacé todos porque todos me recordaban a él. Acabamos en Bruselas. Una ciudad detestable, amigo mío. Fría, triste, con un cielo de plomo que parece una amenaza y una lluvia gris que no se acaba nunca. No volveré ni muerta. —Forzó una sonrisa—. Como ve, por un motivo o por otro tengo vetadas casi todas las ciudades de la vieja Europa. Sin embargo, en La Habana me encuentro bien. Es raro, ¿verdad? No he podido volver a Lisboa, donde pasé tan poco tiempo junto a Pedro, y sin embargo sí soy capaz de vivir en la misma ciudad que él. El dolor causado por el despecho es muy complicado, Daff. Y muy difícil de entender.

Linus Daff hubiera vendido el alma por atenuar la tristeza de Lucrecia Sánchez, pero nunca en su vida se había sentido tan torpe como en aquel momento. De todos modos lo intentó.

—Pedro lamentó mucho que usted se marchara —dijo.

—¿De verdad lo cree así? Sí, supongo que apreciaba mi presencia… pero sólo eso, Linus. Nada más. Si de verdad hubiese querido conservarme a su lado hubiese venido detrás de mí para pedirme que volviera. Linus, Linus, no sabe usted cuánto deseé que lo hiciera, cómo pedí a Dios que Pedro Almeiras saliera en mi busca para obligarme a volver, que algo le hiciese luchar por mí y conseguir que regresase a su lado. Pero no lo hizo. Me dejó marchar convencido de que era un modo de respetar mi libertad del mismo modo que él exige siempre que respeten la suya. En el fondo, le importaba muy poco el hecho de perderme. Yo hubiese deseado que utilizase cualquier argucia para hacerme regresar. Aquella madrugada pudo haberme contado un embuste que justificase su ausencia. ¡Y cómo hubiese deseado yo escuchar ese embuste y darlo por bueno…!

—Pero usted sabe que Pedro no puede mentir.

Lucrecia Sánchez guardó silencio y bajó la vista. Estuvo así unos segundos. Luego levantó los ojos negros y los clavó en las pupilas pálidas del inventor de historias.

—Eso es lo peor. Mire, Linus, la mentira es absolutamente necesaria para la supervivencia. Uno tiene que saber mentir igual que tiene que saber leer o abrocharse las camisas. Aquellos que no son capaces de aprender a mentir hacen algo peor: aprenden a deformar la verdad. La transforman, la estiran, juegan con ella a su antojo o a su conveniencia. Y la verdad no admite matices, Daff. Es dura, compacta, y de una sola pieza. Las personas corno Pedro manejan una verdad muy particular, blanda como la melcocha, maleable y dúctil. Perdóneme, Linus, pero a mí esa verdad hecha de silencios, de datos ocultos, de historias contadas a medias porque no se pueden contar enteras me parece una forma de mentira mucho más despreciable que cualquier otra.

Se hizo el silencio. Por primera vez en aquella tarde, Linus Daff reparó en la existencia de un reloj de pared cuyo tictac llenaba todo el ámbito de la sala. De pronto, el rostro de Lucrecia se iluminó.

—¡Casi se me olvida! Tengo algo para usted.

Se levantó de un salto, y entonces el inventor de historias pensó que aquella mujer tenía también algo de niña. Abrió la portezuela de madera de un mueble y extrajo una caja chata y cuadrada.

—Aquí tiene, Linus. Desde que le conocí en Londres pensé en que algún día tendría que hacerle este regalo. Son cigarros puros fabricados en la factoría de mi familia. Creo que ya le expliqué una vez que no los vendemos: los fumamos nosotros y los regalamos a nuestros amigos. Y esta caja es para usted.

El inventor de historias sintió que le temblaban las manos cuando Lucrecia Sánchez le rozó con las suyas al hacerle entrega solemne del objeto.

—No sabe cuánto se lo agradezco.

—No diga eso. Soy yo quien le da las gracias. A veces es bueno vaciarse por dentro.

Linus Daff entendió que había llegado el momento de la despedida.

—¿Cuánto tiempo va a quedarse en Cuba?

—No estoy seguro… —Linus Daff no sabía aún cuántos días iba a necesitar para rehacer la historia de Fernando Castro, ni tampoco qué iba a ser de él en cuanto terminase su trabajo—. Depende de muchas cosas. De todas formas, ya le haré saber la fecha de mi marcha, que en cualquier caso no es inminente.

—Venga a verme otro día. Además, ya le he dicho que Miguel quiere conocerle.

—Será un placer, Lucrecia —le tomó la mano y, sin saber muy bien lo que hacía, besó levemente la punta de sus dedos. Ya estaba en el umbral de la puerta cuando se volvió hacia su anfitriona.

—Lucrecia… créame usted cuando le digo que Pedro la quiso mucho.

Ella volvió a sonreír y echó la cabeza para atrás entornando los ojos.

—No, Linus, Pedro no ama a nadie. A veces creo que ni siquiera es capaz de amarse a sí mismo. Nació sin esa facultad, igual que otros nacen ciegos, sordos o con un dedo menos en la mano izquierda. Es un lisiado. —Linus Daff encontró que no había sombra de rencor en las palabras de Lucrecia Sánchez—. Y por eso, en cierta forma, es más digno de lástima que yo misma.

Dos días después de su primer encuentro, Linus Daff volvió a la casa de Fernando Castro de Lema llevando consigo un montón de cuartillas escrupulosamente caligrafiadas donde estaba escrita la historia apócrifa del último cliente del inventor de historias. Linus Daff había trabajado de forma enfebrecida durante las últimas veinticuatro horas, espoleado no tanto por el deseo de dar pronto servicio a Fernando Castro como por la intención de no dejar tiempo para pensar en Lucrecia Sánchez. El inglés tuvo que reconocer que aquél no era un caso difícil, toda vez que su contratante era un perfecto desconocido para las personas a las que iba a enfrentarse y, además, no había en su vida privada ningún suceso susceptible de ser variado. Simplemente, Castro de Lema necesitaba maquillar el origen de su fortuna, y eso era relativamente sencillo. No haría falta variar fechas, ocultar amistades improcedentes ni mucho menos cambiar nombres, como aquella vez en que dos americanos que habían inventado un modelo de coche que haría historia se presentaron en su oficina de Russell Square suplicando que inventase un nombre nuevo para uno de ellos, llamado Smith, que consideraba que su apellido no era suficientemente elegante para figurar como patronímico de un automóvil de lujo.

—Llamen al coche de otra manera —sugirió Daff, que sabía de lo complicado de introducir variaciones en los apellidos.

—Ni hablar. Rolls —señaló a su colega— quiere que su nombre aparezca en la marca, y yo no voy a ser menos. El trabajo lo hemos hecho a medias.

—No pienso llamar a nuestro coche Rolls-Smith —se obstinó el otro—, ni tampoco ponerle un nombre que no signifique nada. Llevo años trabajando en este prototipo y no me da la gana de que andando el tiempo nadie se acuerde de que fue cosa mía.

Linus Daff acabó dando con un apellido a gusto de los dos fabricantes, que en pago por sus servicios le ofrecieron uno de los modelos de su creación, pero el inventor de historias decidió cobrar en metálico por considerar aquel artefacto demasiado ostentoso, empezando por las iniciales del nombre cambiado que lucían con letras de plata en la parte superior de cada uno de los vehículos. Afortunadamente, el caso de Castro de Lema era muy distinto, y por eso tardó muy poco en pergeñar su historia: una historia vulgar, en absoluto arriesgada ni emocionante y, por tanto, completamente creíble.

Castro de Lema le recibió en la biblioteca y le ofreció café.

—Preferiría una taza de té, si no le molesta.

—Claro que no. A veces olvido que es usted inglés. —Ordenó las bebidas a un criado—. En fin, señor Daff… ¿he de suponer que tiene algo para mí?

Linus Daff asintió y agitó las cuartillas.

—Aquí está su vida, señor Castro. Su historia personal desde que llegó a Cuba hasta el día en que decidió regresar a su tierra natal para hacer a sus paisanos partícipes de su buena suerte. He tenido en cuenta todos los detalles que puedan hacer de usted un ciudadano ejemplar que sirva de modelo para generaciones futuras. Ahora, por favor, preste usted atención a lo que voy a contarle, porque se trata de su propia historia.

Fernando Castro dejó en la mesa la taza de café que estaba a punto de llevarse a los labios y concentró sus cinco sentidos en el relato del inventor de historias.

—Vamos a ver… he decidido conservar intactos los acontecimientos que marcaron su vida hasta la muerte de Jeremías Sinclair. No creo que haya nada susceptible de ser mejorado durante ese período, y además el hecho de que se ocupara usted de su patrono durante la enfermedad de él le deja bastante bien parado. En fin, Jeremías Sinclair muere y nombra a usted y a su hijo herederos universales. Creo recordar que tan pronto como tuvo noticia del contenido del testamento, hizo una rápida oferta al joven Sinclair para comprar su parte del negocio, él aceptó inmediatamente y usted se quedó con todo…

Other books

A Lady’s Secret by Jo Beverley
Unknown by Unknown
Beginnings and Ends (Short Story) by Brockmann, Suzanne
The Outer Edge of Heaven by Hawkes, Jaclyn M.
Bon Appétit by Ashley Ladd