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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

El invierno de Frankie Machine (40 page)

BOOK: El invierno de Frankie Machine
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—Pues se equivoca de tío —dice Frank—; se equivoca de chófer. Ya sé que cuesta distinguir a las personas sin importancia, pero fue Mike Pella el que conducía la limusina aquella noche y no yo. Si hubiese sido yo, esto no habría ocurrido, porque no le habría dejado que matara a golpes a una chica y se saliera con la suya.

—No sé de qué está hablando.

Frank acerca al teléfono el pequeño dictáfono y le hace escuchar la narración de Donnie Garth.

—Está mintiendo —dice el «hijo afortunado».

—Claro —dice Frank—. Mire, a mí me da igual. Debería importarme que usted matara a aquella chica y que ahora haya matado a la otra, pero la cuestión es que yo tengo una vida que quiero vivir y una familia que tengo que mantener, conque el trato es este, senador: quiero un millón de dólares en efectivo o hago pública esta información. Ya sé que no puedo ir a la policía ni a los federales, porque están a sus órdenes, pero iré a los medios de comunicación y entonces lo menos que puede pasar es que su carrera llegue a su fin. Es posible que no podamos imputarle el asesinato de la chica, pero podemos situarlo en la escena del crimen y ya no hará falta nada más.

—Tal vez podríamos adoptar la posición de que...

—Un millón de dólares, senador, en efectivo —repite Frank— y quiero que los entregue usted en persona.

—Eso no va a poder ser —dice el «hijo afortunado».

—¿Cuál de las dos cosas? —pregunta Frank—. ¿El dinero o usted?

—Yo —dice el «hijo afortunado».

—Entonces mande a su proxeneta, Garth —dice Frank y le indica dónde y cuándo.

Sigue un largo silencio y después:

—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?

—Soy un hombre de palabra. ¿Y usted?

—También.

—Entonces, ¿trato hecho?

—Trato hecho.

El «hijo afortunado» cuelga el teléfono.

Frank apaga la grabadora. No es un niño y sabe que no van a venir a darle un millón de dólares, sino a matarlo.

«Podría salir corriendo —piensa Frank— y podría correr mucho. Podría correr durante años, quizá, pero ¿qué clase de vida sería? ¿Verme a mí mismo convirtiéndome lentamente en el pobre Jay Voorhees, hasta sentir alivio cuando finalmente me alcancen? Eso no es vida. Que vengan. Vamos a acabar con esto.»

82

—¡No está bien! —chilla Jimmy el Niño—. Iré yo. Yo puedo borrarlo del mapa.

—Eso dirás tú, pero todas las pruebas demuestran lo contrario —dice Garth—. Oye, que ya está decidido.

—¿Quién lo ha decidido?

Garth no dice nada y Jimmy se cabrea.

—Mira, yo ya sé para quién trabajamos y de qué va toda esta mierda: que a tu senador no se le puso el macarrón al dente y mató a la chica y Frankie Eme se deshizo del cadáver...

—No fue Machianno —dice Garth—. Fue el otro...

—¿Pella?

—Pella.

—Entonces ¿por qué coño estamos tratando de cepillarnos a Frank? —pregunta Jimmy—. Si él no sabe nada.

—Ahora sí que lo sabe —dice Garth.

«Claro —piensa Jimmy—, porque tú tienes la picha más fría que tu colega el político y se lo ventilaste todo.»

—Me lo puedo cargar yo.

—Ya está decidido.

—No hay nada decidido hasta que hablemos con mi tío Tony —dice Jimmy.

—Ya hemos hablado con tu tío Tony —dice Garth—. Ha dado el visto bueno y ya lo ha puesto en marcha.

Jimmy piensa que le va a estallar la cabeza. No puede creer lo que le dice. ¿El tío Tony? ¿Cómo era posible que Tony Jacks aprobara un trato tan sórdido como aquel?

El tío Tony es un hombre. El tío Tony es de la vieja escuela.

Se saca el teléfono móvil del bolsillo de los pantalones y teclea el número. El teléfono suena unas cuantas veces antes de que el viejo se ponga al teléfono.

—Tío Tony, este tío trata de decirme...

—Tranquilo, chaval —dice Tony.

—¡Yo me lo puedo cepillar, tío Tony!

—¡No, no puedes, Jimmy! —La voz suena severa, clara y contundente—. Este trato tiene que salir bien. Frankie Eme desaparece y la Operación Aguijón G se cierra.

—¡A la mierda la Operación Aguijón G! —dice Jimmy—. A la mierda los Migliore y sus clubes. Podemos vivir sin ellos.

—No seas estúpido —dice Tony—. ¿Te crees que esto va de un montón de estríperes haciendo el molinillo con sus chichis en las rodillas de alguien? Espabila, sobrino, que esta no es más que la primera entrega. Deja que el senador cabronazo haga este trato y después será nuestro, hasta llegar a la Casa Blanca. Mejor que Kennedy, mejor que Nixon, porque tenemos a este hijo de puta por los cojones. Por los cojones. Ahora cuelga el teléfono y haz lo que tengas que hacer.

Jimmy cuelga. Como siempre, el tío Tony tiene razón. De todos modos, lo que van a hacer es una putada.

83

Jill Machianno sostiene en equilibrio la bolsa de los esquís entre su cadera y la pared mientras abre la cerradura de la puerta de entrada a su apartamento. Cuando tiene la puerta abierta y se estira para coger la bolsa, se le acerca la pelirroja alta.

—¿Jill Machianno?

—¿Sí?

—Soy Donna, una amiga de tu padre.

Jill le dirige una mirada tan fría como la nieve sobre la que ha estado esquiando.

—Ya sé quién es usted.

—No quiero asustarte —dice Donna—, pero tu padre ha sufrido un accidente.

—¡Dios mío! ¿Está...?

—Se va a poner bien —dice Donna—, pero está en el hospital.

—¿Está mi madre con él?

—Ella se ha ido de la ciudad —dice Donna—. Tu padre me ha pedido que viniera a buscarte y te llevara al hospital. Tengo el coche aparcado enfrente.

Jill arroja los esquís y el equipaje dentro del apartamento, cierra la puerta y sigue a Donna hasta el coche.

84

Dave Hansen está en Shores.

«Bueno, por lo menos hay mucho lugar para aparcar», piensa, al entrar en el espacio público que hay enfrente del pequeño parque.

Donnie Garth ya está allí, junto a la torre vacía del socorrista, mirando hacia el mar gris. Tiene un aspecto algo fantasmal, con su impermeable blanco con capucha. Dave piensa que parece un miembro del Klu Klux Klan totalmente fuera de lugar.

Dave baja del coche y pasa por encima del muro bajo que separa el terreno de la playa.

—¿Lleva un transmisor? —pregunta Garth.

—Yo no, ¿y tú?

—Voy a tener que cachearlo.

Dave levanta los brazos y deja que Garth lo cachee por si lleva un transmisor. Cuando queda satisfecho, Garth propone:

—Caminemos.

Se dirigen al norte, hacia el muelle Scripps.

—Toda esta chuminada sobre Summer Lorensen... —dice Garth—. No sé qué es lo que cree que sabe, pero no sabe en dónde se está metiendo.

—Es que creo que lo sé —dice Dave— y ese es el problema.

—Tiene toda la razón: es un problema. —Garth se vuelve para mirarlo. La lluvia le resbala por el borde de la capucha y le moja la nariz—. Le faltan pocos meses para jubilarse. Coja su pensión y váyase a pescar, vaya a ver a sus nietos y olvídese de todo esto.

—¿Y si no lo hago?

—Hay ciertas personas que quieren que sepa —dice Garth— que, si continúa con esta cruzada, se irá sin nada. Tendrá que trabajar como guardia de seguridad en el turno de noche; eso, si no está en la cárcel, claro.

—¿En la cárcel por qué?

—Para empezar, por colaborar con una figura conocida del crimen organizado como Frank Machianno —dice Garth—. Lo ha estado protegiendo. ¿O qué le parece su connivencia con la tortura a Harold Henkel? ¿O atacar a un agente federal? Hay muchas cosas, Hansen, y son más que suficientes, créame. Y sin amigos para protegerlo...

—Vaya, y tú quieres ser amigo mío.

—Tiene que decidir quiénes son sus amigos, Dave —dice Garth—. Si elige mal, acabará como un poli desacreditado y sin nada. Si elige bien, puede llevar una vida feliz. ¡Joder! ¿Me puede decir por qué quiere sacrificar su futuro por un asesino a sueldo de segunda?

—Es un asesino a sueldo de primera, Donnie —dice Dave— y tú deberías saberlo mejor que nadie.

Garth se detiene y se vuelve.

—Regresaré yo solo. Si Frankie Machine se pone en contacto con usted, esperamos que haga lo que tiene que hacer. ¿Ha comprendido?

Dave mira las olas por encima del hombro de aquel hombre.

«Ojalá pudiera estar allá fuera —piensa—, en una ola, bajo una ola. Cualquier cosa sería mejor que esto.»

—¿Ha comprendido? —dice Garth.

—Claro.

«He comprendido.»

85

Frank está sentado en la pequeña choza en la sierra, a las afueras de Escondido. Hace años que conoce aquel lugar, situado al final de un camino de tierra en un cañón, por encima de los naranjales. Es un lugar donde se esconden los «mojados». Ellos viven aquí arriba lejos de la «migra», bajan justo antes del amanecer a recoger naranjas y regresan al atardecer.

Claro que ahora no hay allí ningún «mojado». No se recogen naranjas en invierno, bajo la lluvia.

De todos modos, le llega el olor ácido de los naranjos que hay más abajo. Le produce nostalgia, tristeza, pensar que no estará por allí para saborear las naranjas en primavera.

Tiene una pistola y cuatro balas. No van a ser suficientes. Vendrán con un ejército, así que da igual que tenga cuatro balas o cuarenta o cuatrocientas o cuatro mil, porque él es uno solo.

«No puedes ganar esta batalla. Todos aquellos tópicos sobre la vida... son todos ciertos. Si pudieras cocinar una vez más, cabalgar una ola más, tener una conversación con un cliente, sonreírle a un amigo, abrazar a tu amante, tener en brazos a tu hija... Si tuvieras una oportunidad más, la usarías de otra forma.»

Si tuvieras otra oportunidad.

«Deja de sentir pena por ti mismo —piensa—. Después de todo, te lo tienes merecido. Has hecho un montón de cosas malas en este mundo. Has matado y eso es lo peor que hay. Puedes justificarlo todo lo que quieras, pero, cuando miras atrás a tu vida con los ojos abiertos, tú sabes lo que has sido. Lo único que puedes lograr, tal vez, ¡tal vez!, es hacer un poco de justicia a una difunta. Quitarle las piedras de la boca. Tal vez darle a su hija la oportunidad de tener un futuro de verdad, del mismo modo que quisieras darle una oportunidad a tu propia hija. Jill. ¿Qué va a hacer ella? Te tienes que ocupar de tu propia hija.»

Llama a Sherm.

—Frank, gracias a Dios. Pensé...

—No le des las gracias aún —dice Frank—. Oye, quiero saber...

—Fueron los federales, Frank —dice Sherm—. Me tenían pillado. Fue tu colegui, Dave Hansen... Me puso un transmisor. Él pasó la información.

—Ya no importa —dice Frank—. Lo único que importa es que alguien se ocupe de Jill y de Patty. Si me has encartado, me has encartado. Seguro que tendrías tus motivos. Es sangre bajo el puente...

—Frank...

—Hay algunas propiedades —dice Frank—. Tú sabes sacarlas. Si algo me pasa, liquida los activos y asegúrate de que se paguen los estudios de medicina de Jill.

—Cuenta con eso, Frank.

—Tienen que dejar que me ocupe de mi familia —dice Frank—. Pueden hacer conmigo lo que quieran, pero tienen que dejar que me ocupe de mi familia. Así se hacía siempre en los viejos tiempos.

—Me ocuparé de Patty y de Jill —dice Sherm—. Tienes mi palabra.

Cuesta oír el tono de voz de un hombre por teléfono, sobre todo con aquellos móviles de lata, pero Frank queda conforme con lo que oye. De todos modos, no puede hacer otra cosa, más que confiar en que el Cinco Centavos haga lo correcto con el dinero, aunque Sherm lo haya traicionado.

Si quedan rastros de honor en esto, dejarán que un hombre se vaya sabiendo que no deja a su familia en la estacada.

—Oye, Sherm —dice Frank—, ¿te acuerdas de aquella vez en Rosarito, cuando tú llevabas aquel sombrero enorme?

—Me acuerdo, Frank.

—¡Qué buenos tiempos aquellos!

—Joder, sí que fueron buenos.

—Adiós, Sherm.

—Ve con Dios, amigo mío.

Frank lo ha dispuesto de tal modo que tendrán que subir y con el sol de frente. Quiere tener todas las ventajas que pueda, aunque al final de poco le servirá.

«Aunque, si te llevas contigo, digamos que a Jimmy el Niño, habrás hecho algo bueno. Puede que cuente a mi favor cuando responda ante el hombre. Ve con Dios.»

Oye el coche antes de verlo. Después cesa el ruido del motor.

«Ingenioso —piensa Frank—. Vienen a pie. Dejarán mucho espacio en torno a la cabaña y se irán acercando poco a poco, por todos lados.»

Se tranquiliza, apoya el cañón de la pistola en el alféizar y se prepara para meter una bala en la primera cabeza que se asome.

Aparece una cabeza, pero no dispara... porque es Donna.

86

—Tienen a Jill —dice.

—¿Cómo?

—Lo siento, Frank —dice ella—. Tienen a Jill.

Frank apenas presta atención mientras ella le cuenta el trato. Oye sus palabras, las asimila, pero en realidad lo único que suena en su cabeza son las palabras «Tienen a Jill. Tienen a Jill. Tienen a Jill. Tienen a Jill. Tienen a Jill.»

Tu fe. Tu confianza. Tu amor. Tu vida. Tu hija.

—Mañana por la mañana —dice ella—, a las cuatro. Bajo el muelle de Ocean Beach. Tienes que ir desarmado, pero con cierto paquete que ellos quieren. ¿Tú sabes de qué hablan, Frank?

—Sí.

—Tú les das el paquete y ellos me entregan a Jill a mí —dice Donna—. Tú te vas con ellos, Frank.

Él asiente con la cabeza.

—¿Cuánto hace que trabajas para ellos? —le pregunta.

—Desde siempre —dice ella—. Desde los quince años. Mi padre era un borracho y solía pegarme y no era eso lo peor que hacía. Tony Jacks impidió que siguiera haciéndolo; él me sacó de allí. Él me rescató, Frank.

Cuando acabó con ella, le buscó un trabajo y un marido, le cuenta a Frank.

—Cuando Jay se marchó —dice Donna—, me quedé triste, pero no destrozada. En realidad, yo no estaba enamorada de él. Nunca volví con Tony, pero sigo en deuda con él, Frank. Tienes que comprenderlo. Yo le vigilo las cosas de San Diego y nada más.

—Les has entregado a mi hija.

—No lo sabía —dice Donna, llorando—. Pensé que solo querían hablar con ella, Frank. No sabía que iban a hacer... esto.

—Diles que estaré allí —dice Frank—, con el paquete. Y me iré con ellos, si veo a Jill, si la veo sana y salva.

Él sabe que no la soltarán. Sabe que la matarán.

«Dios mío, por favor, ¡que no esté muerta! Por favor, dame siquiera una pequeña oportunidad de salvarla.»

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