El invierno de la corona (44 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El invierno de la corona
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—Barcelona necesita un gobierno municipal fuerte. La democracia pudo funcionar algún tiempo en la Atenas de Pericles, según los dos hemos leído, pero no en la Barcelona de don Pedro. Un reino no funciona sin un soberano y una ciudad no puede hacerlo si son muchos quienes deciden qué hacer.

—Recordad que Genova, Florencia o la misma Venecia son repúblicas —alegó Santa Pau.

—Repúblicas gobernadas por la aristocracia; el gobierno del estado es algo demasiado importante para dejarlo en manos de la gente. Cuando el pueblo se mete a gobernar, entonces estalla el caos. Así ocurrió en la región de París con las revueltas de los aparceros, o en Londres cuando entraron los campesinos destruyendo casas y propiedades de los nobles y asesinando al obispo de Canterbury y al canciller de Inglaterra. El pueblo rebelde disfruta viendo la sangre de los ricos vertida por el suelo; culpan a los poderosos de su pobreza, pero sólo desean poseer sus bienes, y sus cabecillas no dudan en presentarse como los heraldos del fin del mundo para amedrentar y engatusar a las masas incultas.

La discusión sobre la participación de la gente del común en el gobierno de un estado o de una ciudad fue subiendo de tono entre los dos altos funcionarios.

El Canciller, miembro de una de las más poderosas familias de la oligarquía barcelonesa, defendía el derecho de la minoría dirigente a seguir monopolizando los más importantes cargos del Concejo, en tanto Santa Pau apoyaba sin reticencias la democratización de los órganos del poder municipal y que fueran muchas más gentes las que tuvieran la posibilidad de acceder a todas las magistraturas de la ciudad.

La conversación entre ambos amigos estaba tomando un sesgo demasiado encendido cuando sonaron en la puerta del gabinete unos golpes.

—Adelante —dijo el Canciller.

Uno de los escribanos de la cancillería portaba en su mano un pergamino enrollado.

—Acaba de llegar este documento desde el palacio Mayor.

El Canciller cogió el pergamino e indicó al escribano que se retirara. Lo leyó con detenimiento y dijo:

—Tal vez tengáis razón y haya llegado la hora de que los hombres de baja condición gobiernen ciudades y estados: por el momento, el rey ni siquiera tiene corona.

Santa Pau cogió el pergamino y lo leyó en voz alta. Se trataba de un documento de empeño por el que el rey don Pedro de Aragón recibía un préstamo de cinco mil quinientos florines de oro de su cuñado Bernardo de Forciá y a cambio le entregaba como garantía de depósito la corona real de Aragón, la sagrada diadema de oro esmaltada en vidrio y engastada con sesenta zafiros, veinticinco esmeraldas, treinta diamantes, noventa y cinco perlas y diecinueve rubíes.

—Y bien, Jerónimo, ahí tenéis a vuestro pueblo dispuesto a gobernar. Un inútil como el hermano de la reina es el dueño de la corona. Tal vez ahora mismo esté sentado en un sitial con ella sobre la cabeza imaginando que un día pueda incluso llegar a ser rey; por el momento ya tiene la corona, sólo le falta el reino.

—Con democracia, Bernardo de Forciá no hubiera sido elegido ni siquiera el último de los sayones.

El notario salió del gabinete del Canciller y se dirigió a la playa. Necesitaba sentir el aire fresco en su rostro y contemplar el mar. Imaginó a Francesca en algún lugar del Mediterráneo, casada con un hacendado mercader, o quizás al servicio de una rica dama, o, quién sabe si en alguno de los burdeles frecuentados por marineros y comerciantes.

Lamentó su destino y la ausencia de la única mujer a la que en verdad había amado. En la orilla de la playa se quitó las botas de cuero y las calcetas y paseó por el borde del mar. El agua estaba fría pero le tonificaba los pies; con la yema de los dedos escribió sobre la arena el nombre de Francesca, lo contempló y por un momento se sintió bien y en paz consigo mismo. Una ola barrió la playa y difuminó las efímeras letras. Santa Pau observó las huellas del nombre de su amada, miró hacia el mar y se juró a sí mismo que la encontraría.

Santa Pau no tenía la menor idea de dónde buscar a Francesca y estimó que debería comenzar por el último lugar donde se la vio. Se dirigió al palacio Menor y se colocó frente a la puerta principal, oculto tras un portal cercano. Desde allí podía observar quién entraba y salía del palacio de la reina. Durante mucho tiempo sólo entraron dos personas empujando un pequeño carro, seguramente cargado con víveres. El sol comenzaba a declinar y las sombras de los edificios barceloneses inundaban las calles cuando vio salir a una muchacha que cubría su cabeza y sus hombros con una toquilla de lana azul oscura. Por sus vestidos intuyó que se trataba de una criada y decidió seguirla a cierta distancia. La muchacha recorrió la calle de Escudillers hasta la Rambla y la cruzó para adentrarse en el Rabal por la calle de Trenta Claus; a mitad de la calle abrió una puerta y se introdujo en una humilde casa.

Durante una semana siguió vigilando las entradas y salidas de palacio, hasta que comprobó que la muchacha que había seguido el primer día pasaba todas las noches fuera de palacio, y averiguó que era una de las criadas contratadas para el servicio de la reina. Por fin, un día decidió seguirla hasta su casa en la calle de Trenta Claus.

Santa Pau se acercó hasta la puerta que se había cerrado tras la muchacha y añnó el oído por si podía oír algo. En el interior sonaban algunas voces que el notario no pudo entender. Oscureció y apenas había alguna tienda abierta; la mayor parte de los mercaderes del barrio había cerrado sus negocios y atrancado sus puertas ante la inminente llegada de la noche. Unos cuantos portales más allá observó que todavía permanecía abierta una botiga sobre la cual había un cartel con el dibujo de un zapato, el emblema del gremio de zapateros. Santa Pau se dirigió hacia ella y miró al interior. En un pequeño patio apenas iluminado por dos candiles, un zapatero remataba el último par de sandalias del día.

—Perdona que te moleste —dijo Santa Pau.

—¿Deseáis algo, señor? —le preguntó el zapatero, que acababa de dar la última puntada.

—Necesito una criada para mi casa. Vivo solo y la que tenía se ha casado. Me han dicho que en una casa de esta calle vive una joven que podría trabajar para mí —Santa Pau improvisó esa historia con la rapidez con que estaba acostumbrado para salir de situaciones muy embarazosas.

—En esta calle viven muchas muchachas, señor.

—Me han dado referencias de una en concreto; vive en aquella casa —Santa Pau señaló hacia donde había visto entrar a la muchacha.

El zapatero salió de la tienda y miró en la dirección que le señalaba Jerónimo.

—¡Ah!, sí, ahí vive Gombau Riera; sin duda os han hablado de su hija Sara. Pero os han informado mal, esa muchacha trabaja en el palacio de la reina, no creo que le interese vuestra oferta. ¿No necesitáis también un buen par de sandalias? —preguntó el zapatero—. Tengo algunas elaboradas con el mejor cuero que podáis encontrar.

—Tal vez otro día.

Santa Pau se dirigió hacia la casa de los Riera en tanto el zapatero atrancaba la puerta de su botiga.

Estimó que la excusa que había contado al zapatero podría servir y llamó. Una voz masculina preguntó:

—¿Quién va?

Jerónimo dudó por un momento, pero comprendió que no tenía más remedio que dar su verdadera identidad.

—Jerónimo de Santa Pau, notario real.

—¿Qué queréis a estas horas?

—Busco a Sara, hija de Gombau Riera. Me han dicho que vive aquí; tengo una oferta de trabajo para ella.

Tras unos momentos de silencio se abrió una de las dos batientes de la puerta y asomó el rostro de un hombre mayor, de nariz gruesa y pelo escaso y ralo.

—¿Estáis sólo?

—No temas nada, buen hombre, sólo quiero hablar con tu hija, porque Sara es tu hija, ¿no es así?

—Sí, lo es.

—Me han dicho que es una excelente sirvienta y yo necesito una. Me han dado muy buenas referencias, le pagaré bien.

El viejo abrió por completo la hoja e invitó a Santa Pau a que pasara; antes de volver a cerrar se asomó al exterior y miró a ambos lados de la calle por la que sólo circulaban algunos hombres camino de sus casas.

—Sara, ven aquí, un caballero pregunta por ti. Pero sentaos, señor. Permitidme que os ofrezca mi humilde casa.

Santa Pau se sentó en una silla de anea. Sara no tardó en acudir a la llamada de su padre. Era una joven muy morena, de pelo castaño oscuro y ojos negros. Debería de tener unos veinte años, aunque aparentaba alguno menos a causa de la redondez de su rostro, de su pelo recogido en una trenza y de su pequeña estatura. Llevaba la misma ropa con la que había salido de palacio, pero había substituido la toquilla azul por un delantal negro.

—Este caballero es notario del rey, pregunta por ti. Sara inclinó la cabeza ante Santa Pau.

—Necesito una sirvienta para mi casa y he venido a ofrecerte ese trabajo.

—Me temo, señor notario, que no podrá ser. Trabajo en el palacio Menor y…

—Estoy dispuesto a ofrecerte el doble de lo que ahora ganas.

El padre de Sara abrió los ojos como un búho cuando oyó la oferta.

—El señor notario te ofrece el doble, Sara, no puedes renunciar —terció Gombau Riera—. Ya veréis señor, sabe hacer todas las faenas de la casa, limpia y cose como nadie y es una excelente cocinera.

—¿Y bien? —preguntó Santa Pau.

—Ni siquiera sabéis cuál es mi salario en palacio —dijo Sara.

—No me importa, ya te he dicho que te necesito y que te pagaré el doble.

—No comprendo por qué hacéis esto, señor, nada sabéis de mí.

—Un buen amigo me ha dado referencias tuyas, y además… —Santa Pau volvió a improvisar su estrategia—, además tengo una cuenta pendiente con el servicio del palacio Menor.

—¿A qué os referís, señor? —preguntó Riera.

—Nada importante; se trata tan sólo de una cuestión de amor propio. Hace algún tiempo una criada a mi servicio fue contratada en palacio. No he vuelto a saber nada de ella, y no me importa, pero me gustaría resarcirme de aquella pérdida contratando una sirvienta del mismo palacio. Tal vez no entiendas mi postura, pero los Santa Pau hemos sido siempre muy orgullosos.

—¿Cómo se llamaba esa sirvienta? —preguntó Sara.

—Francesca, se llamaba Francesca.

—¿Fran… Francesca? —balbució Sara.

—Sí, ése era su nombre. ¿Acaso la conoces? —Santa Pau se incorporó de la silla.

—Bueno, hubo una Francesca hace algún tiempo, pero ella…

—¿Qué le paso? —inquirió Santa Pau.

—Se marchó, se fue.

—Así, ¿sin más?

Sara estaba muy nerviosa y Santa Pau adivinó que la muchacha sabía qué le había ocurrido a Francesca.

—Sí, se marchó un día, yo no sé nada más.

—¿Sabes dónde se fue?

—Ya os he dicho que yo no sé nada.

—Si me dices todo cuanto sabes te daré esta bolsa, contiene diez florines, el salario de un año.

El padre de Sara miró la bolsa con ojos ávidos y le dijo a su hija:

—Vamos Sara, cuéntaselo al señor notario.

—Me ordenaron que no dijera nada.

—Nadie sabrá lo que me digas —aseguró Santa Pau.

—La violaron…, se marchó porque la violaron.

Sara se tapó la cara con las manos y estalló en sollozos.

—¿Tú lo viste?

—Yo estaba limpiando las ventanas del piso superior cuando oí unos gritos; entré en la estancia y… —la muchacha volvió a llorar.

—Sigue —la conminó Santa Pau.

—Me ordenaron que callara.

—¡Sigue!

—Entré y ella estaba de pie, con el vestido rasgado, y ese hombre la acosaba.

—¿Quién era ese hombre?

—Yo…

—¿Quién era?

—Don Jaime, don Jaime de Cabrera.

Sara suspiró; ya se sentía más calmada, como si el contar lo que había visto en el palacio Menor la liberara de pronto de una pesada carga.

—Continúa, por favor —repitió Santa Pau con toda la delicadeza de la que fue capaz.

—Él me ordenó salir, pero cuando…, cuando terminó, volví para ayudar a Francesca; estaba tumbada en el suelo, desarbolada y sangrando. La ayudé a incorporarse y fui en busca de auxilio. Una de las damas de la reina me dijo que no contara nada de lo que había visto.

Sara se sentó en una banqueta de madera y Santa Pau la consoló acariciándole el cabello.

—¿Y después?

—Francesca no volvió a ser la misma. Hasta ese momento era feliz, o lo parecía, pero cambió, se volvió taciturna, como si la vida no le importase, y un día salió de palacio y ya no regresó. Es todo lo que puedo contar.

—¿No sabes adonde pudo ir, no te dijo si tenía familia, amigos?

—Nunca hablaba de ella misma, siempre se mostraba muy reservada; era muy callada.

—Haz memoria, alguna vez tuvo que decir algo, de dónde era al menos.

—¿No habéis venido a mi casa para contratarme, verdad? Era sólo una excusa para buscar a Francesca. ¿Sois un agente de don Jaime? ¡Oh!, Dios mío, me castigará.

—No temas, no tengo nada que ver con Cabrera, pero tienes razón, busco a Francesca, necesito encontrarla.

—En una ocasión habló de su infancia; dijo que de niña le gustaba deslizarse por las laderas cubiertas de nieve y que todas las mañanas veía las cumbres nevadas desde la puerta de su casa.

—¿Sólo eso?

—Cantaba a veces una canción en la que había un río, se llamaba… —Sara cerró los ojos e intentó recordar.

—Vamos, muchacha, ¿qué río era ése? —se impacientó Santa Pau.

—¡Flamisell!, eso es. El río era el Flamisell.

—¿Estás segura?

—Sí, lo estoy. Cantaba esa canción a menudo, hablaba de un río de aguas claras que nacía entre las montañas.

—Te agradezco cuanto me has dicho, y si alguna vez no tienes trabajo, en mi casa lo encontrarás.

—Ojalá encontréis a Francesca —le deseó Sara.

—Toma el dinero, es tuyo.

Santa Pau le ofreció la bolsa con monedas por valor de diez florines y aunque Sara no mostró intención de cogerla, su padre la tomó presto y la guardó en su cinturón.

—Gracias, señor, volved cuando deseéis, ésta es vuestra casa —dijo Gombau Riera entre sonrisas e inclinaciones de espalda.

Jerónimo salió a la calle, donde ya había anochecido. Giró a su izquierda y se puso en camino hacia su casa. Sólo tenía el nombre de un río y un paisaje nevado entre montañas. Era suficiente para empezar.

—Tengo que encontrarla, ella puede ayudarnos. Ya sé qué es lo que le ocurrió, fue ese maldito Cabrera quien la violentó.

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