El invierno del mundo (135 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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—El padre de Greg se llama Lev, y Lev tiene un hermano llamado Grigori.

—Entonces es posible que Greg sea tu primo.

—Él dice que somos hermanos.

Grigori se sonrojó más pero no dijo nada.

—¿Cómo es posible? —terció Zoya.

—Según el norteamericano, Lev dejó a su novia embarazada en San Petersburgo, y ella se casó con su hermano.

—¡Eso es ridículo! —soltó Grigori.

Volodia miró a Katerina.

—Tú no has dicho nada, mamá.

Hubo una larga pausa, lo cual era muy significativo porque ¿qué tenían que pensar si el relato de Greg no era cierto? Un extraño frío envolvió a Volodia como una niebla helada.

Al final su madre habló.

—De joven era bastante frívola. —Miró a Zoya—. No tenía la sensatez de tu esposa. —Dio un hondo suspiro—. Grigori Peshkov se enamoró de mí más o menos a primera vista, pobre tonto. —Sonrió con cariño a su marido—. Pero su hermano Lev vestía muy bien, fumaba, gastaba dinero en vodka y tenía unos amigos poco recomendables. Y yo, más tonta aún, lo preferí a él.

—Así, ¿es cierto? —preguntó Volodia con consternación. Una parte de sí deseaba desesperadamente que lo negaran.

—Lev hizo lo que siempre hacen esa clase de hombres —respondió Katerina—. Me dejó embarazada y luego me abandonó.

—O sea que Lev es mi padre. —Volodia miró a Grigori—. ¡Y tú solo eres mi tío! —Tenía la impresión de que iba a desmayarse de un momento a otro. El suelo que pisaba había empezado a moverse, como en un terremoto.

Zoya se situó junto a la silla de Volodia y le posó la mano en el hombro para tranquilizarlo, o tal vez para refrenarlo.

Katerina prosiguió.

—Y Grigori hizo lo que siempre hacen los hombres como él: se ocupó de mí. Me entregó su amor, se casó conmigo y se encargó de mantenernos a mí y a mis hijos. —Estaba sentada en el sofá, al lado de Grigori, y le cogió la mano—. Yo lo había rechazado, y es evidente que no lo merecía, pero aun así Dios me lo tenía reservado.

—He temido este momento toda la vida —dijo Grigori—. Siempre, desde el instante en que naciste.

—¿Y por qué lo habéis mantenido en secreto? —preguntó Volodia—. ¿No era más fácil contarme la verdad?

Grigori tenía un nudo en la garganta y le costaba hablar.

—No me veía con ánimos de confesarte que no era tu padre —consiguió balbucir—. Te quería demasiado.

—Deja que te diga una cosa, querido hijo —empezó Katerina—. Escúchame ahora y no vuelvas a escuchar a tu madre en toda la vida si no quieres, pero esto tienes que oírlo. Olvídate del extraño norteamericano que un día sedujo a una jovencita con la cabeza llena de pájaros y mira al hombre que tienes frente a ti con los ojos llenos de lágrimas.

Volodia miró a Grigori y observó en él una expresión suplicante que le llegó al alma.

Katerina prosiguió.

—Este hombre te ha dado de comer, te ha vestido y te ha amado de forma incondicional durante tres décadas. Si la palabra «padre» tiene algún significado, entonces tu padre es él.

—Sí —dijo Volodia—. Lo sé.

IV

Lloyd Williams se llevaba bien con Ernie Bevin. Tenían muchas cosas en común a pesar de la diferencia de edad. Durante los cuatro días que duró el viaje en tren de punta a punta de una Europa cubierta de nieve, Lloyd confió a Bevin que también él era hijo ilegítimo de una doncella. Ambos eran anticomunistas acérrimos: Lloyd debido a las vivencias en España y Bevin porque había observado las tácticas comunistas en el movimiento sindical.

—Son esclavos del Kremlin y tiranizan al resto del mundo —afirmó Bevin, y Lloyd sabía con exactitud a qué se refería.

A Lloyd no acababa de caerle bien Greg Peshkov, que siempre tenía aspecto de haberse vestido a toda prisa, con los puños de la camisa sin abotonar, el cuello del abrigo mal doblado y los zapatos desatados. Greg era sagaz, y Lloyd se esforzaba por simpatizar con él, pero tenía la impresión de que bajo su apariencia campechana se ocultaba un fondo despiadado. Daisy le había contado que Lev Peshkov era un bribón, y Lloyd imaginaba que Greg había heredado la misma naturaleza.

Sin embargo, cuando le contó a Bevin los planes que Greg tenía para Alemania, este se puso a dar saltos de alegría.

—¿Crees que habla por boca de Marshall? —preguntó el corpulento secretario del Foreign Office con su marcado acento del West Country.

—Él dice que no —respondió Lloyd—. ¿Crees que funcionaría?

—Me parece la mejor idea que he oído en las tres putas semanas que llevamos en el puto Moscú. Si habla en serio, organiza una comida informal; solo Marshall, ese muchacho y nosotros dos.

—Lo haré de inmediato.

—Pero no se lo digas a nadie. No queremos que la cosa llegue a oídos de los soviéticos. Nos acusarían de conspirar contra ellos, y con razón.

Al día siguiente se encontraron en el número 10 de la plaza Spasopeskovskaya, la residencia del embajador norteamericano, una suntuosa mansión de estilo neoclásico construida antes de la revolución. Marshall era alto y delgado; un militar de pies a cabeza. Bevin era rechoncho y corto de vista, y siempre andaba con un cigarrillo en la boca. Sin embargo, congeniaron desde el primer momento. Ambos hablaban sin rodeos. Una vez el propio Stalin había acusado a Bevin de comportarse de forma impropia para un caballero, distinción de la que el secretario del Foreign Office estaba muy orgulloso. Bajo los frescos y las lámparas de araña del techo, entraron en materia con la intención de hacer resurgir Alemania sin la ayuda de la URSS.

Enseguida se pusieron de acuerdo en los principios: la nueva moneda; la unificación de las zonas británica, estadounidense y, a ser posible, francesa; la desmilitarización de Alemania Occidental; las elecciones, y una nueva alianza militar transatlántica.

—Pero ya sabe que nada de esto funcionará —soltó Bevin de repente.

Marshall se quedó desconcertado.

—Entonces no entiendo por qué estamos hablando de ello —dijo con acritud.

—Europa está pasando por una aguda crisis económica. Ese plan no funcionará si la población pasa hambre. La mejor protección contra el comunismo es la prosperidad. Stalin lo sabe, y por eso no quiere que Alemania salga de la pobreza.

—Estoy de acuerdo.

—Eso quiere decir que tenemos que reconstruir el país. Pero no podemos hacerlo con las manos vacías. Necesitamos tractores, excavadoras y material móvil. Y nada de eso está a nuestro alcance.

Marshall empezaba a ver por dónde iba.

—Los norteamericanos no están dispuestos a conceder más ayudas a Europa.

—Es lógico. Pero tenemos que encontrar la forma de que Estados Unidos nos preste el dinero para comprarles todo lo necesario.

Se hizo un silencio.

Marshall detestaba malgastar saliva, pero la pausa resultaba demasiado larga incluso tratándose de él.

Al final habló.

—Tiene sentido —dijo—. Veré lo que puedo hacer.

La conferencia duró seis semanas, y para cuando todos regresaron a sus respectivos países no se había tomado ninguna decisión.

V

Eva Williams tenía un año cuando empezaron a salirle los molares. Los otros dientes no le habían dado problemas, pero esos le dolían. Por desgracia, Lloyd y Daisy no podían hacer gran cosa por ella. Estaba de mal humor, no conseguía dormir y, por tanto, no los dejaba dormir a ellos y también estaban de mal humor.

Daisy tenía mucho dinero pero llevaba una vida poco ostentosa. Habían comprado una acogedora casa adosada en Hoxton y tenían de vecinos a un tendero y un albañil. Adquirieron un pequeño utilitario, un Morris Eight nuevo que alcanzaba una velocidad máxima de casi cien kilómetros por hora. Daisy seguía comprándose ropa bonita, pero Lloyd solo tenía tres trajes: uno de etiqueta, uno con finas rayas blancas para la Cámara de los Comunes y otro de tweed para los fines de semana, cuando trabajaba en la sección local del partido.

Una noche, Lloyd, ya en pijama, estaba acunando a la quejumbrosa Evie al mismo tiempo que hojeaba la revista
Life
y una curiosa fotografía tomada en Moscú captó su atención. Mostraba a una mujer rusa cuyo vetusto rostro estaba surcado de arrugas, con un pañuelo alrededor de la cabeza y un abrigo ceñido con un cordel de embalar, retirando la nieve de la calle a paladas. La forma en que la luz la bañaba le confería un aspecto intemporal, como si llevara allí un millar de años. Buscó la firma del fotógrafo y descubrió que se trataba de Woody Dewar, a quien había conocido en la conferencia.

En ese momento sonó el teléfono. Lo cogió y le respondió la voz de Ernie Bevin.

—Pon la radio —dijo—. Marshall acaba de pronunciar un discurso. —Colgó sin esperar respuesta.

Lloyd bajó a la sala de estar con Evie en brazos y encendió la radio. El programa se llamaba
Crónica estadounidense
. El corresponsal de la BBC en Washington, Leonard Miall, estaba retransmitiendo desde la Universidad de Harvard en Cambridge, Massachusetts.

«El secretario de Estado ha explicado a los alumnos que la reconstrucción de Europa llevará más tiempo y requerirá más esfuerzos de lo previsto», decía Miall.

La noticia era prometedora, pensó Lloyd, emocionado.

—Silencio, Evie, por favor —dijo, y, por una vez, ella se calló.

Entonces Lloyd reconoció la voz grave y moderada de George C. Marshall.

«Durante los próximos tres o cuatro años, la necesidad que Europa tiene de recibir comida y otros productos esenciales del extranjero, principalmente de Estados Unidos, supera con creces su poder adquisitivo, y por ello necesita una ayuda adicional considerable… o se enfrenta a un deterioro económico, político y social de carácter muy grave.»

Lloyd estaba electrizado. Una ayuda adicional considerable era lo que había pedido Bevin.

«El remedio consiste en romper el círculo vicioso y restablecer la confianza de los europeos en el futuro económico —prosiguió Marshall—. Estados Unidos debe hacer todo lo posible por colaborar para que el mundo recupere su estado económico normal.»

—¡Lo ha hecho! —exclamó Lloyd en tono triunfal ante su perpleja hijita—. ¡Ha convencido a Estados Unidos de que tiene que prestarnos ayuda! Pero ¿cuánta? ¿Y cuándo?, ¿y cómo?

La voz cambió.

«El secretario de Estado no ha detallado un plan para Europa sino que ha pedido que sean los propios europeos quienes lo tracen», dijo el periodista.

—¿Significa eso que tenemos carta blanca? —preguntó Lloyd a Evie, entusiasmado.

Volvió a oírse la voz de Marshall.

«Creo que la iniciativa debe partir de Europa.»

La retransmisión tocó a su fin y el teléfono volvió a sonar.

—¿Lo has oído? —preguntó Bevin.

—¿Qué quiere decir?

—¡No hagas preguntas! —exclamó Bevin—. Si haces preguntas, obtendrás respuestas que no deseas.

—Entendido —dijo Lloyd, desconcertado.

—Da igual lo que quiera decir. Lo que importa es lo que nosotros hagamos. Ha dicho que la iniciativa debe partir de Europa, y se refiere a ti y a mí.

—Pero ¿qué puedo hacer yo?

—Las maletas —dijo Bevin—. Nos vamos a París.

24

1948

I

Volodia se encontraba en Praga. Formaba parte de la delegación del Ejército Rojo encargada de mantener conversaciones con el ejército checoslovaco y se alojaba en el esplendoroso hotel Imperial, de estilo
art déco
.

Estaba nevando.

Echaba de menos a Zoya y al pequeño Kotia. Su hijo tenía dos años y aprendía palabras nuevas a una velocidad asombrosa. El niño cambiaba tan deprisa que cada día se le veía diferente. Además, Zoya volvía a estar embarazada. Volodia lamentaba tener que pasar dos semanas separado de su familia. Para la mayoría de los integrantes del grupo ese viaje significaba una oportunidad de alejarse de sus esposas, de excederse con el vodka y de tontear con mujeres licenciosas. Él, en cambio, solo deseaba regresar a casa.

Era cierto que se estaban llevando a cabo negociaciones militares, pero el hecho de que Volodia participara en ellas servía de tapadera para su verdadera misión, que consistía en informar de las acciones cometidas en Praga por la torpe policía secreta soviética, eterna rival de los servicios secretos del Ejército Rojo.

Últimamente, Volodia sentía poco entusiasmo por el trabajo. Había perdido la confianza en todo aquello en lo que antes creía. Ya no tenía fe en Stalin, en el comunismo ni en la bondad inherente de los soviéticos. Ni siquiera quien decía ser su padre lo era. De hecho, habría desertado con rumbo a Occidente si hubiera encontrado la forma de llevar consigo a Zoya y a Kotia.

Con todo, sí que tenía puesta el alma en la misión de Praga; era una oportunidad excepcional de hacer algo en lo que seguía creyendo.

Dos semanas atrás, el Partido Comunista de Checoslovaquia se había hecho con el control absoluto del gobierno al derrocar a sus coalicionistas. El ministro de Asuntos Exteriores, Jan Masaryk, un héroe de la guerra y anticomunista democrático, estaba preso en la planta superior de su residencia oficial, el palacio Czernin. No cabía duda de que la policía secreta soviética tenía algo que ver con el golpe de Estado. De hecho, el cuñado de Volodia, el coronel Ilia Dvorkin, también se encontraba en Praga y se alojaba en el mismo hotel, y lo más seguro era que estuviera implicado.

El jefe de Volodia, el general Lemítov, consideraba el golpe como una catástrofe para las relaciones públicas de la URSS. Masaryk había demostrado al mundo que los países del este de Europa podían ser libres e independientes al amparo de la URSS. Había permitido que Checoslovaquia contara con un gobierno comunista simpatizante con la Unión Soviética y al mismo tiempo llevara la máscara de la democracia burguesa. Era el acuerdo perfecto, pues cumplía con todo lo que la URSS deseaba y tranquilizaba a los norteamericanos. Sin embargo, el equilibrio se había roto.

Ilia se jactaba de ello.

—¡Ja! ¡Han aplastado a los partidos burgueses! —dijo a Volodia una noche en el bar del hotel.

—¿Has visto qué ha sucedido en el Senado norteamericano? —repuso Volodia en tono liviano—. Vandenberg, el viejo aislacionista, ha pronunciado un discurso de ocho minutos en favor del Plan Marshall, y los vítores se oían desde aquí.

A partir de las vagas ideas de Marshall había acabado trazándose un plan, gracias, sobre todo, a la astucia ratonil del secretario del Foreign Office británico, Ernie Bevin. En opinión de Volodia, Bevin era el tipo de comunista más peligroso: un socialdemócrata de la clase obrera. A pesar de su voluminosa complexión se movía con rapidez. Con la velocidad del rayo, había organizado una conferencia en París, donde el discurso pronunciado por George Marshall en Harvard había obtenido una rotunda aprobación por parte de toda Europa.

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