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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (16 page)

BOOK: El invierno del mundo
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—Ahora ya no está en mis manos —anunció Hall. A Greg le sonó petulante—. El sindicato va a enviar un equipo desde la central para que se encargue del tema. —Se sacó un aparatoso reloj de acero del bolsillo del chaleco—. Tendrían que llegar en tren dentro de una hora.

A Lev se le ensombreció el rostro.

—No necesitamos a nadie de fuera que venga a crear problemas.

—Si no quieres problemas, no deberías haberlos provocado.

Lev cerró un puño, pero Hall se marchó.

Peshkov se volvió hacia Brekhunov.

—¿Sabías algo de esos tipos de la central? —preguntó, furioso.

El matón parecía nervioso.

—Ahora mismo me encargo, jefe.

—Averigua quiénes son y dónde van a alojarse.

—No será difícil.

—Luego envíalos de vuelta a Nueva York en una maldita ambulancia.

—Déjemelo a mí, jefe.

Lev se volvió y Greg lo siguió. «Eso sí que es poder», pensó el joven con cierto asombro. Su padre daba la orden y los jefes sindicales recibían una paliza.

Salieron al exterior y subieron al coche de Lev, un sedán Cadillac de cinco plazas, un modelo de la nueva línea aerodinámica. Sus guardabarros alargados y curvilíneos recordaban a Greg las caderas femeninas.

Lev condujo por Porter Avenue hasta el muelle y aparcó en el Club Náutico de Buffalo. La luz del sol proyectaba hermosos reflejos sobre los barcos del puerto deportivo. Greg estaba bastante seguro de que su padre no pertenecía a aquel club elitista. Gus Dewar debía de ser miembro.

Avanzaron por el embarcadero. La sede del club estaba construida sobre unos pilares sumergidos en el agua. Lev y Greg entraron y dejaron sus sombreros en el guardarropa. El joven se sintió incómodo al instante, consciente de que era un invitado en un club que no lo admitía como miembro. Las personas allí presentes seguramente creían que se sentía privilegiado de que le permitieran la entrada. Se metió las manos en los bolsillos y caminó encorvado y arrastrando los pies, para dar a entender que no se había dejado impresionar.

—Antes yo era miembro de este club —dijo Lev—. Pero en 1921, el presidente me dijo que tenía que renunciar porque era un contrabandista. Luego me pidió que le vendiera una caja de whisky.

—¿Por qué quiere comer contigo el senador Dewar? —preguntó Greg.

—Ahora lo sabremos.

—¿Te importa si le pido un favor?

Lev frunció el ceño.

—Supongo que no. ¿Qué andas tramando?

Sin embargo, antes de que Greg pudiera responder, Lev saludó a un hombre de unos sesenta años.

—Este es Dave Rouzrokh —dijo a Greg—. Es mi principal competidor.

—Me halagas —dijo el hombre.

Las salas de cine Roseroque era una cadena de desvencijados cines de Nueva York, aunque su dueño era la antítesis de la decrepitud. Poseía cierto aire patricio: era alto, canoso y con nariz aguileña. Llevaba una americana de cachemir azul con el escudo del club en el bolsillo de la pechera.

—Este sábado tuve el placer de ver jugar al tenis a su hija Joanne —comentó Greg.

Dave se mostró encantado.

—Es bastante buena, ¿verdad?

—Muy buena.

—Me alegro de haberte encontrado, Dave… Estaba pensando en llamarte —dijo Lev.

—¿Por qué?

—Tus cines necesitan una remodelación. Se han quedado muy anticuados.

A Dave pareció hacerle gracia.

—¿Habías pensado en llamarme para decirme eso?

—¿Por qué no tomas medidas?

El hombre se encogió de hombros con elegancia.

—¿Para qué molestarse? Gano dinero suficiente. A mi edad, ya no me interesa meterme en líos.

—Seguramente podrías doblar tus beneficios.

—Subiendo el precio de las entradas. No, gracias.

—Estás loco.

—No todo el mundo está obsesionado con el dinero —replicó Dave con cierto desprecio.

—Entonces, véndemelos —sugirió Lev.

Greg estaba sorprendido. Eso no se lo esperaba.

—Te haré una buena oferta —añadió Lev.

Dave negó con la cabeza.

—Me gusta ser dueño de unos cines —afirmó—. Entretienen a la gente.

—Ocho millones de dólares —ofreció Lev.

Greg estaba desconcertado. Pensó: «¿De verdad acabo de oír a mi padre ofrecer ocho millones de dólares?».

—Es un precio justo —admitió Dave—. Pero no voy a vender.

—Nadie te dará tanto —insistió Lev, exasperado.

—Ya lo sé. —Dave puso cara de haber soportado ya bastante intimidación. Apuró la copa de un sorbo—. Encantado de haberos visto a ambos —dijo, y se alejó del bar en dirección al comedor.

Lev parecía asqueado.

—No todo el mundo está obsesionado con el dinero —repitió—. El bisabuelo de Dave llegó a este país desde Persia hace cien años con lo que llevaba puesto y seis alfombras. Él no habría rechazado ocho millones de dólares.

—No sabía que tenías tanto dinero —comentó Greg.

—No lo tengo, no en dinero contante y sonante. Para eso están los bancos.

—Entonces, ¿habrías pedido un préstamo para pagar a Dave?

Lev levantó una vez más el dedo índice.

—Nunca uses tu propio dinero si puedes gastar el de otros.

Gus Dewar entró; era un hombre alto con la cabeza alargada. Tenía unos cuarenta y tantos y su pelo castaño claro estaba jaspeado de canas. Los saludó con despreocupada cortesía, les estrechó la mano y les ofreció una copa. Greg se percató al instante de la mutua animadversión que se profesaban Lev y Gus. Temió que eso supusiera que el senador no fuera a hacerle el favor que quería pedirle. Quizá debía olvidarlo todo.

Gus era un pez gordo. Su padre ya había sido senador, una sucesión dinástica que, en opinión de Greg, no formaba parte de las costumbres norteamericanas. Gus había ayudado a Franklin D. Roosevelt a convertirse en gobernador de Nueva York y más tarde en presidente. Ahora era miembro de la poderosa Comisión de Relaciones Exteriores del Senado.

Sus hijos, Woody y Chuck, iban al mismo colegio que Greg. Woody era un cerebrito; Chuck, un deportista destacado.

—Senador, ¿el presidente te ha ordenado que arregle lo de mi huelga? —preguntó Lev.

—No… No todavía, en cualquier caso. —Gus sonrió.

Lev se volvió hacia Greg.

—La última vez que hubo una huelga en la fundición, hace veinte años, el presidente Wilson envió a Gus a intimidarme para que subiera el sueldo a los obreros.

—Te ahorré dinero —comentó el senador con amabilidad—. Pedían un dólar más y yo lo arreglé para que fuera la mitad.

—Que fueron exactamente cincuenta centavos más de lo que yo quería darles.

Gus sonrió y se encogió de hombros.

—¿Comemos?

Entraron al comedor.

—El presidente se alegra de que hayas podido asistir a la recepción en la Casa Blanca —dijo Gus en cuanto les tomaron nota.

—Seguramente no debería de haber llevado a Gladys —admitió Lev—. La señora Roosevelt estuvo algo fría con ella. Supongo que no le gustan las estrellas de cine.

Greg pensó: «Lo que seguramente no le gustan son las estrellas de cine que se acuestan con hombres casados», pero no dijo nada.

Gus charló con despreocupación mientras comían. Greg esperó que llegara el momento adecuado para pedirle el favor. Quería trabajar en Washington un verano, para aprender cómo funcionaba todo y hacer contactos. Su padre seguramente podría haberle conseguido algún trabajo dentro de la Casa Blanca, como becario, pero habría sido con algún político republicano y su partido ya no estaba en el poder. Greg quería trabajar para el grupo del influyente y respetado senador Dewar, amigo personal y aliado del presidente.

Se preguntó a sí mismo por qué le pondría tan nervioso el hecho de pedírselo. Lo peor que podía ocurrir era que Dewar se negara a ayudarlo.

Cuando terminaron el postre, Gus fue directo al grano.

—El presidente me ha pedido que hable contigo sobre la Liberty League —anunció.

Greg había oído hablar de esa organización: un grupo ultraconservador que se oponía al
new deal
.

Lev encendió un cigarrillo y echó el humo por la boca.

—Debemos mantenernos en guardia ante el sigiloso avance del socialismo.

—El
new deal
es lo único que nos libra de la pesadilla que están viviendo en Alemania, por ejemplo.

—Los de la Liberty League no son nazis.

—¿Ah, no? Tienen un plan de levantamiento armado para derrocar al presidente. No es algo realista, por supuesto, pero de todas formas…

—Creo que tengo derecho a tener mis propias ideas.

—Pues estás apoyando a la gente equivocada. Los de la Liberty League no tienen nada que ver con la libertad y tú lo sabes.

—No me hables de libertad —le espetó Lev con rabia contenida—. Cuando tenía doce años, la policía de San Petersburgo me dio una paliza porque mis padres estaban en huelga.

Greg no estaba seguro de por qué había dicho eso su padre. La brutalidad del régimen del zar parecía un argumento a favor del socialismo, no en su contra.

—Roosevelt sabe que financias la Liberty League y quiere que dejes de hacerlo.

—¿Cómo sabe él a quién le doy dinero?

—Se lo cuenta el FBI. Investigan a gente como esa.

—¡Vivimos en un Estado policial! Y tú te haces llamar liberal.

Los argumentos de su padre no tenían mucha lógica, Greg se percató de ello. Lev estaba haciendo todo lo posible para pillar desprevenido a Gus y no le importaba tener que contradecirse en el proceso.

El senador permaneció tranquilo.

—Estoy intentando conseguir que no se convierta en un asunto policial —advirtió.

Lev sonrió.

—¿El presidente sabe que te levanté a la prometida?

Eso era nuevo para Greg, pero tenía que ser cierto, porque Lev consiguió por fin desestabilizar a Gus. El senador parecía fuera de combate; apartó la mirada y se ruborizó. «Primer tanto para nuestro equipo», pensó Greg.

Lev se lo explicó a su hijo.

—Gus estaba prometido con Olga, en 1915 —dijo—. Pero ella se lo pensó mejor y se casó conmigo.

Gus recuperó la compostura.

—Éramos todos demasiado jóvenes.

—Está claro que olvidaste a Olga bastante rápido —comentó Lev.

Gus dedicó a Lev una mirada gélida.

—Tú también —le soltó.

Greg se percató de que entonces fue su padre el avergonzado. El senador se había marcado un tanto.

Se produjo un violento silencio y Gus lo rompió.

—Tú y yo hemos estado en una guerra, Lev. Yo estaba en un batallón de ametralladoras con mi amigo de la escuela Chuck Dixon. En un pueblecito francés llamado Château-Thierry, Chuck voló en pedazos delante de mis narices. —Gus mantenía un tono de conversación cordial, pero Greg cayó en la cuenta de que él estaba conteniendo la respiración. El senador prosiguió—: Lo que ambiciono para mis hijos es que no tengan que pasar nunca por lo que nosotros pasamos. Esa es la razón por la que hay que cortar de raíz la existencia de grupos como la Liberty League.

Greg vio que esa era su oportunidad.

—Yo también estoy interesado en política, senador, y me gustaría aprender más. ¿Podría emplearme como ayudante durante un verano? —Contuvo la respiración.

Gus pareció sorprendido.

—Siempre me viene bien tener un joven a mi lado dispuesto a trabajar en equipo —dijo al final, lo cual no era ni un sí ni un no.

—Soy el primero de la clase en matemáticas y capitán del equipo de hockey —insistió Greg aprovechando para venderse—. Pregunte a Woody sobre mí.

—Lo haré. —Gus se volvió hacia Lev—. ¿Y tú pensarás en la petición del presidente? Es muy importante.

Daba la sensación de que Gus estaba sugiriendo un intercambio de favores. Pero ¿accedería a ello Lev?

El padre de Greg se mostró dubitativo durante largo rato, apagó el cigarrillo y dijo:

—Supongo que podríamos hacer un trato.

El senador se levantó.

—Bien —dijo—. El presidente estará encantado.

«¡Lo conseguí!», pensó Greg.

Salieron del club y se dirigieron a los coches.

Cuando llegaban al aparcamiento, Greg dijo:

—Gracias, papá. Te agradezco lo que has hecho de todo corazón.

—Has sabido escoger el momento —dijo Lev—. Me alegro de que seas tan listo.

El cumplido encantó a Greg. En cierta forma sabía más que Lev —sin duda alguna entendía mejor las ciencias en general y las matemáticas en particular—, pero temía no ser tan astuto como su padre.

—Quiero que seas un tipo listo —prosiguió Lev—. No como uno de esos lechuguinos. —Greg no tenía ni idea de quiénes eran los lechuguinos—. Tienes que ir siempre un paso por delante de los demás. Así es como se avanza en la vida.

Lev condujo hasta su despacho, situado en un moderno edificio del centro de la ciudad.

—Ahora voy a dar una lección a ese idiota de Dave Rouzrokh —dijo Lev cuando entraron en el vestíbulo de mármol.

Mientras subían en el ascensor, Greg se preguntó cómo tendría pensado hacerlo.

Peshkov Pictures ocupaba todo el ático. Greg siguió a Lev por un ancho pasillo y hasta una zona de recepción con dos secretarias jóvenes y atractivas.

—Ponme a Sol Starr al teléfono, ¿quieres? —ordenó Lev al entrar en su despacho.

El señor Peshkov se sentó tras la mesa de escritorio.

—Solly es dueño de uno de los estudios más importantes de Hollywood —explicó.

El teléfono del escritorio sonó y Lev se puso al aparato.

—¡Sol! —exclamó—. ¿Cómo estás? —Greg escuchó las pullas entre machitos y, pasado un rato, Lev fue directo al grano—. Un consejito —dijo—. Aquí en Nueva York hay una cadena de cines de mala muerte llamados Salas Roseroque… Sí, esa es… hazme caso, no les envíes películas de estreno este verano, puede que no te paguen. —Greg supo que aquello supondría un duro golpe para Dave: sin emocionantes películas de estreno que exhibir, la recaudación de la taquilla caería en picado—. A buen entendedor… Ya sabes lo que quiero decir. Solly, no me des las gracias, tú harías lo mismo por mí.

Una vez más, Greg quedó anonadado ante el poder de su padre. Podía hacer que dieran una paliza a alguien. Podía ofrecer ocho millones de dólares del dinero de otros. Podía amedrentar al presidente. Podía seducir a la prometida de otro hombre. Y podía arruinar un negocio con una simple llamada telefónica.

—Tú espera y verás —anunció su padre—. Dentro de un mes, Dave Rouzrokh me rogará que le compre el negocio por la mitad de dinero que le he ofrecido hoy.

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