Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
En la entrada de la casa había un guardia armado que cortó el paso a Woody.
—La familia no recibe visitas —le advirtió con brusquedad.
Woody supuso que el hombre había pasado mucho tiempo repeliendo la entrada de reporteros, y le perdonó el tono de descortesía. Entonces recordó el nombre de la criada de los Rouzrokh.
—Por favor, pídale a la señorita Estella que le diga a Joanne que Woody Dewar tiene un libro para ella.
—Puede entregármelo a mí —dijo el guardia y tendió una mano.
Woody agarró el libro con firmeza.
—Gracias, pero no.
El guardia parecía disgustado, pero condujo a Woody por el camino de entrada y tocó el timbre de la puerta. Estella la abrió y exclamó de inmediato:
—¡Hola, señorito Woody, entre! ¡Joanne estará encantada de verlo! —Woody se permitió lanzar una mirada triunfal al guardia al entrar en la casa.
Estella lo llevó hasta una sala de estar vacía. Le ofreció leche y galletas, como si todavía fuera un niño, y él rechazó la oferta con amabilidad. Transcurrido un minuto, entró Joanne. Tenía el rostro demacrado y su piel cetrina parecía descolorida, pero le lanzó una sonrisa amable a Woody y se sentó a charlar con él.
Estaba encantada con el libro.
—Ahora tendré que leer al doctor Freud en lugar de limitarme a fanfarronear hablando de él —dijo ella—. Eres una buena influencia para mí, Woody.
—Me gustaría poder ser una mala influencia.
Joanne pasó el comentario por alto.
—¿No vas al baile?
—Tengo una entrada, pero, si tú no vas, no me interesa. ¿Preferirías ir al cine en lugar de al baile?
—No, gracias, en serio.
—O podríamos ir simplemente a cenar. A algún sitio tranquilo de verdad. Si no te importa ir en autobús.
—Vamos, Woody, pues claro que no me importa ir en autobús, pero es que eres demasiado joven para mí. De todas formas, el verano ya casi ha terminado. Tú pronto volverás a la escuela y yo voy a ir a Vassar.
—Donde saldrás con chicos, supongo.
—¡Eso espero!
Woody se levantó.
—Vale, está bien, voy a hacer voto de castidad y a ingresar en un monasterio. Por favor, no vengas a verme, distraerías a los demás hermanos.
Joanne rió.
—Gracias por hacerme pensar en otra cosa que no sean nuestros problemas familiares.
Era la primera mención que hacía a lo que le había ocurrido a su padre. Woody no había pensado en sacar el tema, pero, ahora que ella lo había hecho, no dejó pasar la oportunidad.
—Ya sabes que estamos todos de vuestra parte. Nadie se cree la historia de esa actriz. Toda la ciudad sabe que fue un montaje ideado por ese cerdo de Lev Peshkov, y estamos furiosos por ello.
—Ya lo sé —dijo ella—. Pero la simple acusación es algo demasiado fuerte que mi padre no puede soportar. Creo que mi madre y él van a trasladarse a Florida.
—Lo siento mucho.
—Gracias. Ahora, vete al baile.
—A lo mejor voy.
Joanne lo acompañó hasta la puerta.
—¿Puedo darte un beso de despedida? —preguntó él.
Ella se inclinó hacia delante y le dio un beso en los labios. A Woody no le supo a último beso y tuvo el instinto de no tomarla entre sus brazos ni presionar sus labios sobre su boca. Fue un beso amable, sintió sus labios en contacto con su propia boca durante un dulce instante que duró un suspiro. Luego ella se alejó y abrió la puerta de la casa.
—Buenas noches —dijo Woody al salir.
—Adiós —se despidió ella.
Greg Peshkov estaba enamorado.
Sabía que su padre le había comprado a Jacky Jakes como recompensa por ayudarle a tender una trampa a Dave Rouzrokh, pero, a pesar de ello, lo que sentía por esa chica era amor verdadero.
Había perdido la virginidad unos minutos después de regresar de la comisaría del distrito, y, desde entonces, los dos habían pasado casi una semana metidos en la cama del Ritz-Carlton. Greg no tuvo que usar ningún método anticonceptivo, se lo dijo ella, porque, según sus palabras, ya lo tenía todo «apañado». Greg tenía una idea muy vaga de lo que significaba eso, pero confió en Jacky.
No había sido más feliz en toda su vida y la adoraba, sobre todo cuando había dejado la pose de niñita para dejar paso a una inteligencia sagaz y un sentido del humor mordaz. Admitió que había seducido a Greg siguiendo órdenes de su padre, pero confesó que, sin poder evitarlo, se había enamorado de él. Su verdadero nombre era Mabel Jakes y, aunque fingía tener diecinueve años, en realidad tenía dieciséis; era solo un par de meses mayor que Greg.
Lev le había prometido un papel en una película, pero, según dijo, seguía buscando el personaje indicado para ella.
—Aunque
crrreo
que no está matándose mucho para
encontrrrarlo
—dijo imitando a la perfección el acento con deje ruso de Lev.
—Supongo que no hay muchos papeles escritos para actores negros —dijo Greg.
—Ya lo sé. Acabaré interpretando a la criada, poniendo los ojos en blanco y diciendo frasecitas del tipo: «Sí, señorita». Salen africanos en películas y obras teatrales, como en Cleopatra, Aníbal, Otelo, pero normalmente los interpretan actores blancos. —Su padre, que ya había fallecido, había sido profesor en una facultad para negros, y ella sabía más de literatura que Greg—. En cualquier caso, ¿por qué tienen los negros que interpretar solo a personas de color? Si Cleopatra puede ser interpretada por una actriz blanca, ¿por qué Julieta no puede ser negra?
—A la gente le parecería raro.
—La gente se acostumbraría. Se acostumbran a todo. ¿Jesús tiene que ser interpretado por un judío? A nadie le importa.
Greg pensó que ella tenía razón, pero, de todas formas, nunca sucedería.
Cuando Lev había anunciado su regreso a Buffalo —dejándolo para el último minuto, como siempre—, su hijo se había quedado desconsolado. Le había preguntado a su padre si Jacky podía ir a Buffalo, pero Lev se había reído y había dicho:
—Hijo, no mezcles el placer con lo de comer. Ya la verás la próxima vez que vengas a Washington.
A pesar de aquello, Jacky lo había seguido hasta Buffalo al día siguiente y se había instalado en un modesto piso cerca de Canal Street.
Lev y Greg estuvieron ocupados durante las dos semanas siguientes en la conquista de Salas Roseroque. Al final, Dave había vendido su negocio por dos millones de dólares, una cuarta parte de la oferta original, y la admiración que Greg sentía por su padre creció un punto más. Jacky había retirado los cargos y se había filtrado a la prensa que había aceptado un acuerdo económico. A Greg le atemorizaba la falta de escrúpulos de su padre.
Y él había conseguido a Jacky. Le decía a su madre que salía todas las noches con sus amigos, aunque en realidad pasaba todo su tiempo libre en compañía de Jacky. Le había enseñado la ciudad, habían merendado en la playa, incluso había logrado salir a navegar con ella en una lancha motora prestada. Nadie la relacionaba con la imagen bastante borrosa de la chica que salía del hotel Ritz-Carlton en albornoz. Pasaron gran parte del verano gozando de interminables sesiones de sexo, empapados en sudor y embriagados por una felicidad delirante, enredándose las sábanas desgastadas de la estrecha cama del pequeño piso de Jacky. Decidieron que iban a casarse en cuanto hubieran cumplido la mayoría de edad.
Esa noche, Greg iba a llevarla al baile del Club Náutico.
Había resultado tremendamente difícil conseguir las entradas, pero el hijo de Lev había sobornado a un amigo del colegio.
Había comprado a Jacky un vestido de satén rosa. Había conseguido que Marga le prestase una generosa suma y a Lev le encantaba regalarle de tapadillo cincuenta pavos de cuando en cuando, por lo que siempre contaba con más dinero del que necesitaba.
No quería darle demasiadas vueltas, pero una alarma interna le advertía de cierto peligro. Jacky sería la única negra del baile que no estaría sirviendo bebidas. Ella se mostró muy reticente a asistir, pero Greg había acabado convenciéndola. Los chicos más jóvenes lo envidiarían, aunque los mayores tal vez se mostrasen hostiles, estaba convencido de ello. Se harían comentarios por lo bajo. Sin embargo, Greg tenía la intuición de que la belleza y el encanto de Jacky bastarían para que muchos superasen sus prejuicios: ¿cómo podría nadie resistirse a sus encantos? Pero si algún imbécil se emborrachaba y la insultaba, Greg le daría una lección con sus puños.
Aunque pensara así, no podía dejar de oír el consejo de su madre cuando le decía que no se comportara como un idiota por amor. Pero un hombre no puede ir por la vida escuchando siempre a su madre.
Mientras caminaba por Canal Street con frac y pajarita, se moría de impaciencia por verla con su vestido nuevo; tal vez se arrodillase para levantarle la falda hasta verle la ropa interior y el liguero.
Llegó a su edificio, una casa antigua dividida en apartamentos. Había una alfombra roja deshilachada en las escaleras y olor a comida muy condimentada. Entró en el piso de ella con su propia llave.
El lugar estaba vacío.
¡Qué raro! ¿Adónde habría ido ella sin él?
Con el corazón encogido, abrió el armario. El vestido de fiesta de satén rosa era la única prenda que colgaba del perchero. El resto de su ropa ya no estaba.
—¡No! —gritó Greg. ¿Cómo había podido ocurrir?
Sobre la maltrecha mesa de madera de pino había un sobre. Lo tomó y vio su nombre escrito en él, con la caligrafía clara y de colegiala de Jacky. Lo invadió el miedo.
Desgarró el sobre y con las manos temblorosas leyó el breve mensaje.
Mi querido Greg:
Las tres últimas semanas han sido las más felices de toda mi vida.
En mi interior sabía que nunca podríamos casarnos, pero ha sido bonito fingir que lo haríamos.
Eres un muchacho adorable y te convertirás en un buen hombre, si no te pareces demasiado a tu padre.
¿Había descubierto Lev que Jacky vivía allí y de algún modo la había obligado a marcharse? No habría sido capaz de hacerlo, ¿verdad?
Adiós y no me olvides.
Tu regalo,
Jacky.
Greg arrugó el papel y rompió a llorar.
—Estás deslumbrante —le dijo Eva Rothmann a Daisy Peshkov—. Si fuera un chico me enamoraría de ti al instante.
Daisy sonrió. Eva ya estaba algo enamorada de ella. Y Daisy estaba realmente deslumbrante, con su vestido de fiesta de organdí color azul hielo que intensificaba el celeste de sus ojos. La falda del vestido tenía volantes, por delante le llegaba hasta los tobillos, pero, por detrás, se levantaba, coquetamente, hasta la mitad de la pantorrilla, lo cual proporcionaba una seductora visión de las piernas de Daisy enfundadas en unas medias transparentes.
Además lucía un collar de zafiros de su madre.
—Me lo compró tu padre cuando todavía se dignaba a ser agradable conmigo de vez en cuando —dijo Olga—. Pero, date prisa, Daisy, o llegaremos tarde.
Olga iba de azul marino, con aspecto de matrona, y Eva, de rojo, un color que favorecía a su tono oscuro de piel.
Daisy bajó las escaleras flotando en una nube de felicidad.
Salieron de la casa. Henry, el jardinero, que hacía de chófer esa noche, abrió las puertas del viejo Stutz negro, flamante y recién lavado.
Era la gran noche de Daisy. Durante la velada, Charlie Farquharson se le declararía formalmente. Le ofrecería un anillo de diamantes que era una herencia familiar; ella lo había visto y le había dado su aprobación, y ya lo habían ajustado para que le entrase. Daisy aceptaría la proposición, y luego anunciarían su compromiso a todos los asistentes al baile.
Subió al coche sintiéndose como Cenicienta.
Solo Eva había expresado ciertas dudas.
—Creía que ibas a pretender a alguien más acorde contigo —había dicho.
—Tú quieres decir un hombre que no me dejase mangonearlo —había respondido Daisy.
—No, pero sí alguien más parecido a ti: guapo, encantador y atractivo.
Había sido un comentario especialmente hiriente viniendo de Eva: implicaba que Charlie era vulgar, sin encantos ni glamour. A Daisy la había pillado por sorpresa y no supo qué responder.
Su madre la había sacado del atolladero.
—Yo me casé con un hombre que era guapo, encantador y atractivo, y me hizo profundamente desgraciada.
Eva no había dicho nada más.
A medida que el coche se aproximaba al Club Náutico, Daisy se juró a sí misma que intentaría reprimirse. No debía mostrar lo triunfal que se sentía. Debía actuar como si no hubiera nada de inesperado en el hecho de que a su madre le ofrecieran unirse a la Sociedad de Damas de Buffalo. Cuando mostrase a las demás chicas su enorme pedrusco, debía tener la gracilidad de afirmar que no se merecía a alguien tan maravilloso como Charlie.
Tenía planes para convertirlo en alguien incluso más encantador. En cuanto terminase la luna de miel, Charlie y ella empezarían a construir el establo para la cría de purasangres. En cuestión de cinco años, podrían participar en las carreras más prestigiosas del mundo: Saratoga Springs, Longchamps, Ascot.
El verano iba convirtiéndose en otoño y ya estaba anocheciendo cuando el coche llegó al puerto.
—Me temo que esta noche regresaremos muy tarde, Henry —anunció Daisy con alegría.
—Eso está muy bien, señorita Daisy —respondió. La adoraba—. Ahora pásenlo de maravilla.
Al entrar, la hija de Olga se percató de que Victor Dixon iba detrás de ellas.
—Oye, Victor, he oído que tu hermana ha conocido al rey de Inglaterra. ¡Felicidades! —le dijo, ya que se sentía de buen ánimo con todo el mundo.
—Mmm… sí —dijo él, azorado.
Entraron al club. La primera persona a la que vieron fue Ursula Dewar, que había accedido a aceptar a Olga en su club esnobista.
—Buenas noches, señora Dewar —dijo Daisy, sonriendo con calidez.
Ursula parecía distraída.
—Disculpa un momento —respondió, y se dirigió al otro extremo del vestíbulo.
Daisy pensó que se creía una reina, pero ¿significaba eso que no tenía por qué tener buenos modales? Un día, Daisy sería la reina de la sociedad de Buffalo, pero se juró a sí misma que siempre sería encantadora con todo el mundo.
Las tres mujeres entraron en el tocador de señoras, donde comprobaron su aspecto en el espejo, por si algo se les había descolocado en los veinte minutos que llevaban fuera de casa. Dot Renshaw entró, las miró y volvió a salir.