Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Ella bajó de un salto de la motocicleta, se quitó la chaqueta de cuero y la utilizó para tapar la cabeza de la pequeña; la envolvió con fuerza para dejar sin oxígeno a las llamas.
Los gritos cesaron. Daisy retiró la cazadora. La niña seguía llorando. Ya no se sentía morir, pero estaba calva.
Daisy miró la calle de punta a punta. Un hombre con casco metálico y una banda en el brazo del encargado voluntario de Prevención para los Bombardeos se acercó corriendo con una caja metálica de primeros auxilios que llevaba una cruz pintada en el lateral.
La niña miró a Daisy, abrió la boca y gritó:
—¡Mi madre está dentro!
—Tranquila, cariño, primero vamos a echarte un vistazo —dijo el supervisor de Prevención.
Daisy dejó a la niña con él y corrió hacia la puerta de entrada del edificio. Parecía una casa antigua parcelada en apartamentos. Los pisos superiores estaban ardiendo, pero podía entrar en el recibidor. Guiada por una corazonada, corrió hacia el fondo y llegó a la cocina. Allí vio a una mujer inconsciente en el suelo y a un bebé en una cuna. Agarró al bebé y volvió a salir corriendo.
—¡Es mi hermana! —gritó la niña con el pelo chamuscado.
Daisy depositó a la pequeña en brazos de su hermana y volvió a entrar en la vivienda.
La mujer inconsciente pesaba demasiado para poder levantarla sin ayuda. Daisy se situó detrás de ella, la incorporó hasta sentarla, la agarró por las axilas y la arrastró por el suelo de la cocina hasta sacarla por el vestíbulo y salir a la calle.
Había llegado una ambulancia: era un turismo reconvertido, con la parte trasera cubierta por un techo de lona y sin puertas. El voluntario de Prevención estaba ayudando a la niña a subir al vehículo. El conductor se acercó a Daisy a toda prisa. Entre ambos, metieron a la mujer en la ambulancia.
—¿Queda alguien más en la casa? —preguntó el conductor a Daisy.
—¡No lo sé!
El hombre se precipitó hacia el recibidor. En ese momento, todo el edificio tembló. Los pisos se desplomaron sobre el suelo. El conductor de la ambulancia se adentró en un verdadero infierno.
Daisy se oyó gritar.
Se tapó la boca con una mano y se quedó mirando las llamas, en busca del conductor, aunque no hubiera podido ayudarlo y habría sido un suicidio intentarlo.
—¡Oh, Dios mío, Alf ha muerto! —exclamó el encargado de Prevención.
Se oyó otra explosión cuando una bomba impactó a unos noventa metros calle arriba.
—Ahora no tengo conductor, no puedo abandonar el lugar —dijo el voluntario, y miró a ambos lados de la calle. Había pequeños grupos de gente a la entrada de algunas casas, pero la mayoría estaban en los refugios.
—Ya conduzco yo. ¿Dónde tengo que ir? —preguntó Daisy.
—¿Sabes conducir?
La mayoría de las mujeres inglesas no sabían conducir, seguía siendo cosa de hombres.
—No hagas preguntas idiotas —replicó Daisy—. ¿Adónde hay que llevar la ambulancia?
—A St. Bart’s. ¿Sabes dónde está?
—Por supuesto. —St. Bartholomew’s era uno de los mayores hospitales de Londres, y Daisy había vivido cuatro años en la ciudad—. En West Smithfield —añadió, para asegurarse de que la creía.
—Urgencias está por detrás.
—Ya lo encontraré. —Subió al vehículo de un salto. El motor todavía estaba en marcha.
—¿Cómo te llamas? —gritó el encargado de Prevención.
—Daisy Fitzherbert. ¿Y tú?
—Nobby Clarke. Cuídame bien la ambulancia.
El coche tenía el cambio de marchas clásico. Daisy metió primera y partió.
Los aviones continuaban rugiendo sobre sus cabezas y las bombas caían sin pausa. Daisy deseaba con todas sus fuerzas trasladar a los heridos al hospital, y St. Bart’s estaba a poco menos de kilómetro y medio, pero el trayecto era de una dificultad desquiciante. Condujo por Leadenhall Street, Poultry y Cheapside, pero en varias ocasiones encontró el camino bloqueado, por lo que debía retroceder y dar con una ruta alternativa. Se fijó en que, al menos, había una casa destruida por calle. La totalidad del paisaje estaba en ruinas y humeante, y había personas sangrando y llorando.
Sintiendo un tremendo alivio, llegó al hospital y siguió a otra ambulancia hasta la entrada de urgencias. El lugar era una verdadera locura: una docena de vehículos descargaban pacientes mutilados y quemados para ponerlos en manos de acelerados camilleros ataviados con delantales cubiertos de sangre. «Tal vez haya salvado a la madre de esas niñas —pensó Daisy—. Aunque mi marido no me quiera, no soy una inútil total.»
La niña sin pelo seguía llevando a su hermanita en brazos. Daisy ayudó a ambas a bajar de su ambulancia.
Una enfermera la ayudó a levantar a la mujer inconsciente y a llevarla dentro.
Sin embargo, Daisy se percató de que la mujer había dejado de respirar.
—¡Estas dos niñas son sus hijas! —gritó a la enfermera, y se percató del tono de histeria en su propia voz—. ¿Qué será ahora de ellas?
—Ya me encargaré yo —respondió la enfermera de forma expeditiva—. Tendrás que volver.
—¿Tengo que hacerlo? —preguntó Daisy.
—Tranquilízate —le aconsejó la enfermera—. Habrá muchos más muertos y heridos antes de que acabe la noche.
—Está bien —respondió Daisy, y volvió a ponerse al volante de la ambulancia dispuesta a partir.
En una cálida tarde mediterránea de octubre, Lloyd Williams llegó a la soleada ciudad francesa de Perpiñán, a solo treinta y dos kilómetros de la frontera con España.
Había pasado el mes de septiembre en la zona de Burdeos, trabajando en la vendimia, al igual que había hecho el aciago año de 1937. Ahora tenía dinero en el bolsillo para autobuses y tranvías, y podía comer en restaurantes baratos en lugar de alimentarse de hortalizas verdes arrancadas en huertas particulares o de huevos crudos robados en los gallineros. Estaba regresando por la ruta que había tomado al salir de España hacía tres años. Había llegado desde Burdeos pasando por Toulouse y Béziers, recorriendo ciertos tramos como polizón en trenes de carga y, gran parte del trayecto, viajando con camioneros que accedían a llevarlo.
En ese momento se encontraba en un bar de paso situado junto a la carretera principal que recorría el sudeste, desde Perpiñán en dirección a la frontera con España. Todavía ataviado con el mono de trabajo y la boina de Maurice, llevaba una pequeña bolsa de lona donde transportaba una paleta oxidada y un nivel salpicado de argamasa, pruebas de que era un albañil español que regresaba a casa. Dios no quisiera que alguien le ofreciese trabajo: no tenía ni idea de cómo levantar un muro.
Le preocupaba si sabría orientarse por las montañas. Hacía tres meses, cuando estaba en Picardía, se había dicho a sí mismo, en un exceso de confianza, que sería capaz de reencontrar la ruta a través de los Pirineos por la que lo habían llevado los guías a España en 1936, tramos de la cual había recorrido en sentido contrario cuando se había marchado un año más tarde. Sin embargo, cuando los picos de color violeta y los pasos de montaña verdes empezaron a asomar en el lejano horizonte, las perspectivas se le antojaron más desalentadoras. Había pensado que cada paso del camino quedaría grabado en su memoria; sin embargo, cuando intentaba recordar sendas concretas, puentes y curvas, se dio cuenta de que tenía las imágenes borrosas y no lograba rememorar los detalles exactos, lo cual lo enfurecía.
Terminó su almuerzo —un guiso de pescado con mucha pimienta— y luego charló tranquilamente con un grupo de camioneros que ocupaba la mesa contigua.
—Necesito que alguien me lleve hasta Cerbère. —Era la aldea situada justo antes de la frontera con España—. ¿Alguno va en esa dirección?
Seguramente iban en esa dirección, era la única razón para encontrarse en esa carretera del sudeste. De todas formas, se lo pensaron. Era la Francia de Vichy: desde el punto de vista técnico, se trataba de una zona independiente; en la práctica, estaba bajo el yugo de los alemanes que ocupaban la otra mitad del país. Nadie corría a ayudar a un extranjero con acento de otro país.
—Soy albañil —aseguró Lloyd, y levantó su bolsa de lona—. Vuelvo a mi casa, en España. Me llamo Leandro.
—Yo puedo llevarte hasta medio camino —se ofreció un hombre gordo con camiseta interior.
—Gracias.
—¿Estás listo ya?
—Por supuesto.
Salieron del restaurante y entraron en una furgoneta Renault mugrienta y sucia con el nombre de una tienda de suministros eléctricos en el lateral. Al arrancar, el conductor preguntó a Lloyd si estaba casado. Siguieron una serie de desagradables preguntas personales, y Lloyd se percató de que el hombre sentía verdadera fascinación por la vida sexual de los demás. Sin duda alguna, esa era la razón por la que había accedido a llevar a Lloyd: le daba oportunidad de hacer su indiscreto interrogatorio. Varios de los hombres que habían llevado a Lloyd tenían algún perverso motivo por el estilo.
—Soy virgen —informó Lloyd, y era cierto; pero eso solo llevó a un interrogatorio sobre los ardientes tocamientos que hubiera podido practicar con colegialas. En realidad, Lloyd tenía una considerable experiencia en el tema, aunque no pensaba compartirla. Se negó a dar detalles al tiempo que intentaba no resultar grosero, pero el conductor acabó desesperándose.
—Hasta aquí puedo llegar —anunció, y detuvo el vehículo.
Lloyd le dio las gracias por el viaje y siguió andando.
Había aprendido a no caminar como un soldado y arrastraba los pies de una forma que a él le parecía bastante creíble y propia de un campesino. Jamás llevaba encima ni un periódico ni un libro. La última vez que le habían cortado el pelo lo había hecho un barbero sumamente incompetente en el barrio más pobre de Toulouse. Se afeitaba aproximadamente una vez a la semana, por lo que solía llevar barba de varios días, que resultaba de una tremenda efectividad para hacerlo parecer un don nadie. Dejó de lavarse y adquirió un olor rancio que actuaba como repelente contra posibles curiosos.
Pocas personas de clase trabajadora tenían reloj, en Francia o en España, y tuvo que deshacerse del reloj de pulsera cuadrado de acero inoxidable que le había regalado Bernie por su graduación. No pudo regalárselo a ninguno de los muchos franceses que lo habían ayudado, pues un reloj inglés los habría incriminado también a ellos. Al final, con gran pesar, lo había lanzado a un estanque.
Su talón de Aquiles era el ir indocumentado.
Había intentado comprar la documentación a un hombre que se parecía ligeramente a él, y había planeado robársela a otros dos, pero todo el mundo estaba alerta para evitar ese tipo de hurtos, y no resultaba sorprendente. Así las cosas, la estrategia de Lloyd consistía en evitar las situaciones en las que podían obligarle a identificarse. Conseguía pasar inadvertido, caminaba a campo través en lugar de ir por carreteras cuando tenía la posibilidad, y jamás viajaba como pasajero en tren porque solía haber puestos de control en las estaciones. Hasta ese momento, la suerte le había sonreído. El gendarme de una aldea le había pedido los papeles, y cuando le explicó que se los habían robado después de emborracharse y quedar inconsciente en un bar de Marsella, el policía le había creído y le había ordenado que circulase.
Sin embargo, la suerte dejó de sonreírle.
Pasaba por un terreno agrícola pobre. Estaba en las faldas de los Pirineos, cerca del Mediterráneo, y el suelo era arenoso. El camino polvoriento recorría pequeñas parcelas que luchaban por sobrevivir y paupérrimas aldeas. Era un paisaje pobremente poblado. A su izquierda, entre las colinas, vislumbró el azul del lejano mar.
Lo último que esperaba era que lo adelantase un Citroën verde en el que viajaban tres gendarmes.
Ocurrió de forma muy repentina. Oyó cómo se acercaba el coche, el único que había oído desde que el hombre gordo lo había dejado en el camino. Seguía arrastrando los pies al caminar, como un cansado trabajador de regreso a casa. A ambos lados de la carretera había campos yermos cubiertos de malas hierbas y tocones. Cuando el vehículo se detuvo, se planteó durante un segundo salir corriendo a campo través. Desestimó la idea al ver las cartucheras de los dos gendarmes que descendieron de un salto del coche. Seguramente no tenían muy buena puntería, pero era mejor no arriesgarse. Tenía más posibilidades de salir airoso hablando con ellos. Eran gendarmes locales, de pueblo, más amigables que los estirados policías urbanos franceses.
—¿Documentación? —preguntó en francés el gendarme más próximo a él.
Lloyd separó las manos con gesto de impotencia.
—
Monsieur
, soy tan desgraciado que me han robado la documentación en Marsella. Me llamo Leandro, soy albañil español, me dirijo a…
—Sube al coche.
Lloyd dudó un instante, pero no tenía salida. La opción de escapar era peor.
Un gendarme lo agarró con fuerza por el brazo, lo metió con brusquedad en el asiento trasero y se sentó a su lado.
El alma se le cayó a los pies cuando el coche se puso en marcha.
—¿Eres inglés o qué? —le preguntó el gendarme que iba sentado a su lado.
—Soy español. Me llamo…
—No gastes saliva —aconsejó el francés haciendo un gesto despectivo con la mano.
Lloyd se dio cuenta de que había sido demasiado optimista. Era un extranjero indocumentado que se dirigía a la frontera española: no les costó suponer que se trataba de un soldado inglés a la fuga. Si tenían alguna duda, encontrarían pruebas cuando le pidieran que se desnudase, porque verían la placa identificativa que llevaba colgada al cuello. No la había tirado, porque, sin ella, le dispararían sin pensarlo por espía.
Ahora estaba encerrado en aquel coche con tres hombres armados, y no tenía ninguna probabilidad de poder escapar.
Siguieron avanzando, en la misma dirección en la que viajaba Lloyd, mientras el sol se ocultaba tras las montañas del lado derecho. No había grandes ciudades entre ese punto del camino y la frontera, por eso supuso que iban a encerrarlo en un cuartel local para pasar la noche. Tal vez pudiera escapar de allí. Si no lo lograba, sin duda lo llevarían de regreso a Perpiñán al día siguiente y lo entregarían a la policía de la ciudad. ¿Y entonces qué? ¿Lo someterían a un interrogatorio? Esa posibilidad hizo que sintiera un miedo aterrador. La policía francesa le golpearía, los alemanes lo torturarían. Si sobrevivía, acabaría en un campo de prisioneros de guerra, donde permanecería hasta el final de la contienda o hasta morir de desnutrición. Lo irónico era que ¡estaba solo a unos kilómetros de la frontera!